No existe la originalidad pero existen las coincidencias. Escribir un cuento sobre ángeles no es visitar un lugar desconocido, es poco original y recurrente. Imaginar un cura viejo que recibe la visita de un ángel no va a ganar ningún premio a la inspiración, pero las coincidencias quizás aporten algo. El mismo día, en una librería de usados encuentro a precio irrisorio Los volátiles del Beato Angélico, de Tabucchi, y lo compro. Leo el primer cuento de un tirón. Trata de un viejo que en su huerta recibe la visita de tres ángeles. Yo había pensado en escribir un cuento con un solo querubín. En el cuento de Tabucchi los ángeles vienen por un propósito: dejarse retratar. En él mío no parece haber un propósito evidente. Hay una coincidencia, quizás amparada en la necesidad de humanizar lo divino: el cansancio. Este ángel, el de mi cuento, está agotado. Los de Tabucchi también. El ángel de mi cuento no dice que está cansado, lo demuestra con sus movimientos (en la lentitud) en el modo en que arrastra las palabras (porque habla, sí). El viejo de mi cuento no interroga al ángel. Le ofrece alojamiento y comida que el ángel rechaza con una sonrisa burlona y triste, le cose, sí, algunas plumas que cayeron de sus alas. Para distanciarme del relato de Tabucchi debería visitar otros cuentos de ángeles caídos. Pero ya no sería coincidencia. Podría releer el cuento de García Márquez Un señor muy viejo con unas alas enormes (o mirar la película de Birri) pero sería una coincidencia forzada. Buscaría el encuentro y eso me quitaría el asombro de comprar un libro de Tabucchi que ni siquiera sabía que existía el mismo día en que me decido a contar una historia (una más) de ángeles. También me tienta buscar Un ángel en mi jardín, pero en ese cuento de Costantini los caídos son gigantes, y el ángel que imaginé tiene una altura promedio. Y, debo aclarar, tampoco se parece en nada a uno de los caídos en El paraíso Perdido de Milton. Este mío es un ángel hermoso. Tiene ojos hermosos. Grandes, celestiales. Y su voz es musical. Con él cayó del cielo una nube (esto sí es original) y el viejo que encontró el ángel tuvo que arrastrarla adentro de su casa para que no subiera al cielo. El ángel, mientras los habitantes de la casa donde recibió alojamiento comían, les contó de las bondades del cielo. Habló de un Dios bondadoso y dijo traer un mensaje de paz, amor y paciencia. Los ángeles de Tabucchi no hablaban, el de García Márquez creo que tampoco y los de Costantini estaban muertos. Los de Milton, se sabe, son únicos. El mío habla y se sabe hacer querer. Los hombres le tienen confianza; las mujeres, ternura. Despierta compasión hasta en los escépticos. Las masas lo adoran, lo proclaman rey, profeta, zahorí, dios y finalmente le ponen la D mayúscula. En mi cuento, a diferencia de otros, los hombres omiten la primera de las formalidades: preguntar el nombre de la persona que acaban de conocer. Acaso no lo hacen porque un ángel no es un ser humano. Es otra cosa. Imposible de describir, pero otra cosa. Si le preguntaran su nombre, los protagonistas de mi cuento evitarían todas las calamidades futuras. Belcebú, les contestaría mi ángel, muy amablemente.
Sebastián Chilano