Brujería

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En el piso de madera lustrado está el cuerpo de Ella. El pelo rubio, trenzado, como almohada para el sueño eterno. El tabique roto, las manos incompletas, marcas de cigarrillos en la piel pálida. Las piernas forman un triángulo sin base. Una A que se completa con la parte del círculo ocre que trazó el hermano Daniel. Lo hizo con una mezcla de ceniza y sangre. La ceniza que el fuego liberó, desvaneciendo en el aire el pelo de Ella. La sangre suya, también del Viejo y de Isabel. Mi sangre —había dicho el hermano Daniel—servirá como vehículo para que Ella libere su espíritu; la del Viejo, la aceptación de que esto es por el bien de todos, un mensaje de su aprobación; la suya, Isabel, como ofrenda y agradecimiento a Dios, pero en especial a Ella, por elegirla como portadora de este don, de esta responsabilidad. Isabel lo había escuchado inquieta: todo el tiempo arreglándose el pelo recogido, acariciándose el cuello, temerosa de brindarle la vena al hermano Daniel para que destilara la cantidad necesaria de sangre para la ceremonia. Temerosa, también, de que el Viejo se enterara de todo: él le había dicho con especial enojo que nunca más se acercara al féretro, que era hora de que Ella pudiera descansar en paz, que ya había tenido bastante con las vejaciones del enemigo. Y ella, Isabel, le había prometido que jamás le haría daño, que se acercaba solo para mirarla dormir como si fuera una princesa en su caja de cristal. Lo que jamás le dijo al Viejo fue que el hermano Daniel tenía otras intenciones, que él le había hablado de la posibilidad de traerla de vuelta, pero no en cuerpo, sino en espíritu y que para eso ella, Isabel, estaba dispuesta a brindarse, a darle al hermano Daniel lo que necesitara, porque en definitiva lo que se ponía en juego era mucho más que el amor del Viejo. El hermano Daniel decía que si ella volvía, todo el pueblo iba a sentir la gracia y que nada más había que preocuparse de que no volvieran a lastimarla. Un ejército necesitamos, Isabel, y es usted la que tiene la misión de ayudarme a que el Viejo nos dé  lo que necesito para que Ella pueda volver, y que cuando lo haga sea nuestra y no de esos que dicen ser sus abanderados.

En todo eso piensa Isabel mientras se desnuda sin poder quitarle la mirada de encima al cuerpo de Ella. No puede evitar compararse, imaginarla más rellena antes de la enfermedad, antes incluso de que usara el pelo recogido, era hermosa. Pero ella también se gusta. El cuerpo moldeado por el baile, la piel suave, los pechos todavía firmes, la cadera generosa que ese, su cuerpo, le había dado la oportunidad de brillar en Pasagoga. Parada a metros de Ella, tendida, puede verse el pubis poblado, las uñas de los pies esmaltadas de rojo. Rojo, como le pidió el hermano, Daniel. Tenga algo rojo en el cuerpo, Isabel, necesitamos que el portal se abra con la intensidad, la pasión necesaria para que ella atraviese la oscuridad y es el rojo, Marte, el astro guerrero, el que nos dará la energía viril para lograrlo. Isabel obedeció como hacía con todo lo que el hermano Daniel proponía desde aquel viaje que los llevó a la Argentina. Cuando todavía lo llamaba López. Cuando le confesó que él representaba el alfa y el omega. Que la necesitaba para poder cumplir. Que la quería como su generala. Ahí ella, Isabel, pudo conocer sus escritos, sus pensamientos más íntimos, su misión en la Tierra, en el universo astral del que era un simple vehículo. Primero se sorprendió por la diatriba de la que era capaz López. Lo tenía como a un hombre callado, siempre oculto detrás de la figura espesa de su marido. Sosteniéndole el abrigo en cada cóctel, atento a servirlo. Los hombres importantes no necesitan hablar mucho, Isabel. Le explicó y ella nunca podrá explicar cómo, ni por qué, pero desde entonces obedecerlo fue un impulso, más que un acto racional. El hermano Daniel hablaba y ella sentía que ya no era dueña de nada, ni de ese cuerpo que ahora, desnudo, recostaba sobre el piso de madera lustrada; abre las piernas, roza con el pie izquierdo el derecho de Ella, a pesar de que le da impresión tocarla, es necesario. Así lo pedía el hermano Daniel: las piernas abiertas, dos de tres triángulos que se juntan en el círculo de sangre; el cuerpo vacío y el que servirá de receptor. Mi cuerpo, mis piernas, como el tercer triángulo. El enlace entre ambas. La A que cierra la hermandad necesaria para abrir el portal. Para que Ella sea nuestra. Las tres A de la alianza que nos guiará a la victoria. 

El hermano Daniel las observa a las dos. No se parecen en nada, piensa mientras enciende las velas azules que preparó durante semanas mezclando cebo amarillento con pigmentos azules para lograr el color que el alma de Ella necesita para volver. Tres partes de uno, siete del otro. Era perfecta incluso en eso: el color de su signo idéntico al de su nombre. Todo en la armonía perfecta. No como Isabel que ni siquiera así se llama. El hermano Daniel acomoda las velas: una en cada vértice del triángulo de triángulos que se formarán en breve, cuando él se desnude y se recueste con las piernas abiertas como ellas. Un velón detrás de la posición en la que tienen que estar, éstas, las tres cabezas. Isabel siente el calor de la llama cuando el hermano Daniel se acerca. No abre los ojos. En los párpados se le dibuja el anaranjado del fuego. Se tensa ante la cercanía de ese hombre que la tiene a su merced: siente olor ferroso de la sangre de su marido que baña el cuerpo del hermano Daniel. Tensa la mandíbula; él lo nota: Relájese, Isabel. El receptor debe estar preparado para alojar la energía que se libera cuando el portal magnético se abre. Relaje las piernas sobre todo, si mis predicciones son correctas Ella buscará dar vida por donde encontró la muerte. Isabel intenta hacerle caso. No pude fallar: quiere estar preparada para cumplir su misión, por más miedo que tenga de solo imaginar que está viviendo el último tramo de su vida simple. Que ya no será más Isabel Gómez, la cabaretera de Caracas. Que a partir de esa noche, cuando todo termine, cuando el hermano Daniel apague las velas y cubra su cuerpo con el suyo, cuando la penetre y vierta su simiente como ofrenda a Ella, a su espíritu, a su alma; cuando le pida que deje de llorar, que reciba todo con la alegría de ser la elegida para continuar con la misión de la hermandad; recién entonces se vestirá, se acomodará el pelo y se irá a descansar, se meterá en la cama junto al Viejo, tratará de mover apenas las sábanas para que él no descubra su ausencia, y antes de cerrar los ojos sabrá que ya no es más una mujer común, que el hermano Daniel hizo de ella la Generala de un ejército de súbditos dispuestos a dar la batalla hasta el final.

Ojos al Ras (2021). Alto Pogo. Colección Cuento



Juan Carrá

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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