Los espacios de Volta

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En 1994, durante mi segundo año como becario en Oxford, recibí una invitación del lógico italiano Giuseppe Volta para visitarlo por un par de días en Nápoles, “con la esperanza de iniciar algún trabajo en conjunto”. Esto me halagó y a la vez me extrañó un poco: si bien Volta había sido uno de los precursores de las lógicas polivalentes que yo estaba estudiando, hacía años que ya no publicaba trabajos en este área y -yo sospechaba- tampoco en ninguna otra. Mi adviser leyó la carta de invitación con una sonrisa displicente.

   –Habrá quedado agradecido porque usted citó varios de sus trabajos en su tesis  -me dijo- y seguramente sobraron en su universidad fondos para viajes, deberán devolverlos si no los usan -. Pareció dudar un instante antes de darme el permiso, pero por fin dijo, con un dejo nostálgico:–Vaya, no le hará daño, y siempre es bueno escapar por un par de días al sol de Italia.

   Mi avión aterrizó en Nápoles un lunes al mediodía y apenas llegué al hotel llamé desde mi habitación al número de la universidad, que llevaba anotado. Me atendió una secretaria del Departamento de Matemática. El professore Volta se había retirado a su casa porque no se sentía bien, me dijo, pero había dejado para mí su teléfono particular. Llamé a este segundo número y me pareció que el teléfono sonaba en una casa vacía, o quizá de corredores muy largos. Pero no me decidí a colgar porque tal vez, pensé, Volta estaría acostado, en alguna habitación distante. Por fin emergió su voz: profunda, amable, algo quejumbrosa. Lamentaba no encontrarse en condiciones para trabajar ese día, pero yo podía  aprovechar para dar un paseo por Nápoles y quizá tomar el aliscafo hasta Capri, o ir a Pompeya… Estaba seguro de que mañana ya se sentiría mejor, pero por las dudas prefería que nos encontráramos en su casa, después de la hora del almuerzo. Asentí, aunque un poco desconcertado: mi avión de regreso salía por la tarde del día siguiente y apenas nos quedarían entonces dos horas para trabajar. Cuando logré explicarle esto, en una mezcla de inglés y dudoso italiano, no pareció preocuparlo mucho. Dos horas para un primer encuentro serían suficientes, me dijo, y si aparecía una buena idea yo podría quizá convencer a mi adviser para que lo invitáramos a Oxford más adelante.

   Yo había llevado en fotocopias casi todos los trabajos de Volta y pensé por un momento si no debía aprovechar esa tarde para repasarlos. Pero el sol tibio y amistoso de las calles era demasiado tentador. Caminé un poco al azar, me asomé a un palazzo derruido, atravesé plazas y mercados, me crucé con mujeres de maravillosos ojos verdes y escotes despreocupados y al llegar a la avenida costanera decidí seguir el consejo de Volta. Tomé un ferry y pasé el resto de la tarde en Capri, aunque no conseguí del todo que las aguas venerables del Tirreno y las mansiones apenas entrevistas detrás de los muros en el ascenso circular a la isla me trajeran algún eco auténtico del pasado griego que pudiera guardar como un souvenir.

   A la mañana siguiente me desperté demasiado tarde como para ir hasta Pompeya y decidí pasar las horas que me quedaban en un café al aire libre. Revisé hasta donde pude los trabajos de Volta y anoté varias preguntas para hacerle. A las dos en punto estaba frente a una reja de hierro que dejaba ver por dentro un gran patio rectangular cubierto de malezas con un piso imponente de mosaicos geométricos y, hacia arriba, una sucesión de habitaciones en una galería en U que bordeaba el patio. No había timbre y después de un momento de duda empecé a aplaudir y choqué contra el hierro, cada vez más fuerte, la llave del hotel. Apareció finalmente una mujer encorvada, que murmuraba por lo bajo y me miró con recelo detrás de la reja. Cuando dije que venía a ver al profesor Volta me abrió de mala gana y me señaló en la galería superior un cuarto en una de las esquinas. Vi asomar por sobre la baranda, bajo una mata de pelo gris, una cara avejentada y amable que me indicaba la escalera para que subiera. Al llegar al último escalón el profesor Volta pronunció mi nombre con una exclamación de alegría y sorpresa, como si esperara a una persona muy distinta.

   –No imaginaba alguien tan joven –dijo-, eres un muchacho, proprio un ragazzo- y me estrechaba con calidez la mano tomándome al mismo tiempo del hombro con pequeñas sacudidas de bienvenida.

   Era un hombre más bien bajo, en alguna edad indefinida más allá de los cincuenta, con un gran bigote entrecano que le daba, junto a unas facciones hermosas a la manera italiana y los ojos muy verdes, el aspecto de un actor. Estos ojos son, sobre todo, lo que recuerdo más vívidamente de él: francos y abiertos, con algo de la curiosidad de un niño, y a la vez  húmedos, entristecidos, como tocados por una tristeza definitiva. Estaba vestido con un traje muy elegante y unos zapatos de lustre acerado, impecables, aunque llevaba por encima de todo una imprevista robe a cuadros muy gastada.

   Mientras me conducía a su estudio le pregunté si hablaríamos en inglés, porque no sabía nada de italiano.

   –Ma no -me dijo-, somos latinos: nos entenderemos.

   Me indicó un sillón frente a su escritorio, pasó hacia el otro lado y despejó como pudo una parte de las publicaciones amontonadas de cualquier manera hasta dejar libre un espacio entre los dos. Bajó de un estante de la biblioteca una botella de vidrio facetada y dos copas pequeñas de licor.

   –Tomará un poco de limoncello conmigo, espero –dijo-. Es de Sorrento, de los mejores de Italia -y avanzó la botella hacia mi copa.

   Yo, que estaba a punto de negarme, me di cuenta, por algo en la vehemencia de su tono, de que él, sobre todo,  parecía necesitar esa copa, o al menos que no lo dejara tomar solo. Cuando asentí pareció animarse instantáneamente, como si hubiéramos cruzado la barrera más difícil. Brindamos por Italia, por Argentina y después otra vez por el Napoli y por el retorno de Maradona. Me decidí a sacar entonces de mi carpeta los papers que había subrayado con las preguntas que tenía para él. Eran casi todos trabajos que había publicado él mismo o en coautoría, pero aun así pareció atemorizarse al verlos sobre el escritorio, como si hubiera hecho sonar una nota imprevista de peligro.

   –Estuve revisando estos trabajos –traté de empezar-, en particular los espacios topológicos que usted define para lógicas de tres valores.

   Hice girar el paper y le mostré las condiciones que figuraban en la definición. Sacó de un cajón un par de anteojos y se los calzó para poder leer los renglones de fórmulas. Me di cuenta de que las seguía con mucha dificultad, como si no alcanzara a reconocerlas del todo.

   –Certo, certo –murmuró, y pareció evocar un recuerdo remoto-. Pero estos trabajos los escribí hace casi treinta años, tendría entonces tu edad; imagina: ¡era feliz en ese tiempo! Recuerdo que pensé en llamarlos espacios “arrugados”, aunque eran lo único arrugado en mi vida. Había ganado una beca, me sentía inteligente, un soldado orgulloso de Peano, estaba recién casado y mi esposa me decía que me quería.

   Se quedó callado y vi que se servía furtivamente un poco más de lemoncello.

   Quise explicarle por qué me había interesado por estos espacios, y de mi intento por generalizarlos dentro de la teoría de dualidad topológica de mi adviser. Saqué mi cuaderno de apuntes y traté de hacer algunos dibujos y diagramas para que pudiera entender la conexión con la nueva teoría. Muy pronto advertí que no me seguía, y que posiblemente nunca había escuchado hablar de estas dualidades, aunque movía en asentimiento con educación cada tanto la cabeza. En un momento se echó un poco hacia atrás, como si ya no tuviera sentido seguir fingiendo.

   –Lo escucho a usted y es como si me viera a mí mismo en  mi juventud. Un bravo ragazzo. También así era yo: estudioso, responsable, el único que llegó a la universidad de mi familia. Mi hermano Tonio trabajaba para mantenernos a todos y para que yo pudiera dedicarme a la matemática. Le causaba admiración y gracia ver mis cuadernos de fórmulas. El día que me doctoré organizó por sorpresa una gran fiesta: vino la familia entera, de Lombardia, de Bologna. Comíamos y brindábamos, y brindábamos y comíamos. Él comió y tomó tanto que en un momento se desplomó sobre la mesa. Todos nos reímos: Tonio, levántate, ya basta de hacerte el gracioso. Pero estaba  muerto. Muerto sobre la mesa. Mi hermano mayor Tonio, el único que me protegía. Quedé aturdido, a la intemperie. Ese fue el primer golpe que me dio la vida. Y cuando todavía no había logrado reponerme, menos de un año después, mi mujer, que me quería tanto, me echó de la casa como un perro –y se apuntó con el índice el pecho-. ¡De la mía casa! Quedé en la calle, a empezar otra vez de cero. Todo porque me acosté con una profesora en un congreso. Pero si a ella había dejado de interesarle el sexo, ¿qué se suponía que debía hacer? No soy hombre de prostitutas. Aun así, no escarmenté y al tiempo volví a estar con otras mujeres. Pero las mujeres, ya lo verás, siempre quieren algo de uno, como si debieran arrancártelo para guardar. Está esa canción que cantaba Gian Franco Pagliaro –pareció hacer un esfuerzo por recordar el estribillo y de pronto empezó a canturrear, marcando con un dedo en el aire-: Tú me amaste, también te amé: /y qué más se puede pedir/ a un hombre y a una mujer/ qué más se puede pedir -Calló abruptamente y me hizo una mueca amarga-. Y sin embargo, no es así, siempre piden más: sobre todo, lo que uno no puede dar. Pero en fin, bajé la cabeza y seguí esquivando los golpes como pude. La muerte de mi madre; el cargo de profesor titular que no me dieron. Y entonces murió mi hijo, il mio unico figlio. –Señaló sobre uno de los estantes la foto enmarcada de un chico de siete u ocho años-. Y ya no pude levantarme otra vez. Porque la vida es así: te da primero un golpe, y después otro, y otro más -Me miraba ahora con fijeza desorbitada y hacía con un brazo el gesto de aferrar una cabeza y de golpearla ferozmente desde arriba con el puño-.  Ah, ¿todavía quieres levantarte? ¿Todavía te quedan fuerzas? ¡Aquí te doy este otro!

   Pareció arrepentirse, o avergonzarse, y ocultó las manos temblorosas bajo el escritorio; había quedado en su cara una expresión desnuda, terriblemente desvalida.

   –Perdóneme –dijo- todavía me siento un poco enfermo, no podría concentrarme como quisiera para seguirlo. Y usted tiene además su vuelo muy pronto.

   –Claro, claro –asentí, y empecé a guardar mis papeles en la carpeta, también aliviado.

   Me puse de pie y él también. Rodeó lentamente el escritorio y me pareció que juntaba fuerzas para decirme algo más.

   –¿Podría pedirle un favor? Algo que quizá pudiera hacer por mí –empezó vacilante. Me pregunté si me enteraría por fin del verdadero motivo de su invitación

   –Sí, por supuesto, lo que pueda.

   –Ya que usted se ha interesado por mis espacios –recomenzó con esfuerzo-, y que está a punto de revivirlos, después de tantos años… ¿podría pedirle quizá que cuando publique su paper los llamara con mi nombre? Los espacios de Volta –dijo, como si ensayara por primera vez en voz alta una pequeña esperanza después de mucho tiempo-. No crea que es vanidad –dijo-. Sería difícil que pudiera entenderlo ahora, pero es lo único que le daría sentido… Ya ve, ni siquiera tengo un hijo. ¿Ha visto usted Muerte de un matemático napolitano? Ya me siento un poco así, una sombra entre los vivos. Y quisiera que quedara mi nombre en algún lado.

   Sus ojos verdes y húmedos estaban fijos en mí con una ansiedad implorante. Sentí que quería escapar cuanto antes de ese hombre y de esos ojos. Por supuesto que sí, le dije, y le prometí que le enviaría una copia del paper si llegaba a publicarse.

   Debo decir que hice todo lo que pude para cumplir mi promesa y, cuando logré terminar el paper, lo envié a referato con el título On a topological duality based on Volta´s spaces. Pero en la revisión detectaron un error que era difícil de enmendar y fue rechazado. Poco después se terminó mi beca; a mi regreso a la Argentina tuve que cambiar el campo de investigación y abandoné para siempre la lógica matemática.

Guillermo Martinez
Guillermo Martinez
Es autor de los libros de cuentos Infierno grande, y Una felicidad repulsiva, de las novelas Acerca de Roderer; La mujer del maestro; Crímenes imperceptibles (traducida a 40 idiomas y llevada al cine por el director Alex de la Iglesia); La muerte lenta de Luciana B., elegida en España entre los diez libros del año, y Yo también tuve una novia bisexual (todos publicados por Planeta). En 2019 ganó el premio Nadal de España con la novela Los crímenes de Alicia (Destino). También escribió los libros de ensayos Borges y la matemática, La fórmula de la inmortalidad, Gödel (para todos), en colaboración con Gustavo Piñeiro y La razón literaria (todos publicados en Seix Barral). Obtuvo entre otros el premio del Fondo Nacional de las Artes, el premio Planeta 2003, el Premio Konex de novela, el Premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez (2014), el Premio Milovan Vidakovic en Serbia (2016). Fue jurado de los principales premios literarios: Alfaguara, Planeta, Emecé, La Nación-Sudamericana, Fondo Nacional de las Artes. Dio clases de literatura en la Universidad de Virginia, y en la Universidad de Columbus, en los Estados Unidos, y también talleres literarios en el Malba, la Fundación Antorchas, la Fundación Tomás Eloy Martínez. Dicta actualmente cursos de narrativa en la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF. Es uno de los escritores argentinos más traducidos en el mundo. Uno de sus cuentos ha sido publicado en The New Yorker. Su nouvelle Una madre protectora fue llevada en 2019 al cine por Sebastián Schindel con el título El hijo.

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