La historia, De Angelis, se me ocurre, empieza cuando Pablo Dillinger y Mara, su mujer, llegaron a la cabaña en el lago del sur. Yo la arrancaría ahí, pero ahora es su historia y usted decide. El propio Dillinger me la contó cuando no daba más de remordimiento y, por eso mismo, no espere demasiadas precisiones geográficas ni de las otras. Me atengo a los hechos, a la memoria que guardo de aquella confesión.
Un lago. Empecemos por ahí. Imagine un lugar de esos que la gente como nosotros, atrofiada por las ciudades, llaman paradisíacos; una cabaña de troncos, con un hogar de leña siempre encendido, rocas y árboles milenarios. Imagine mucha paz, sonidos de pájaros, el lago rodeando todo, como una tarjeta postal.
Dillinger y su mujer llegaron agotados después de un turbulento viaje en avión, en micro y, por último, en un taxi con un chofer charlatán que no paró de contarles anécdotas y datos de supuesto interés turístico. Pero las vicisitudes del viaje no importan. Lo que importa es que ellos, como pareja, atravesaban una profunda crisis. No me mire con esa cara. Parece que me adelanto o que sintetizo demasiado pero es mejor dejar las cosas claras de entrada. O, por lo menos, ciertas cosas.
Dillinger y Mara estaban casados hace diez años; se casaron en lo que podríamos llamar la cúspide de su enamoramiento y les parecía que nunca iban a bajar de esa cúspide. A quién no le ha pasado. En fin. Por delante, sólo veían felicidad, progreso, el indudable cumplimiento de sus sueños. Nada les parecía imposible. Sin embargo, diez años después, los hijos no habían llegado, vivían en un departamento alquilado que les desagradaba, tenían trabajos mediocres y rutinarios y, sobre todo, habían perdido la química, por llamarlo de alguna manera.
El matrimonio, como le dije, estaba en crisis. Según me contó Dillinger, aunque siempre habían sido muy apasionados, en los dos o tres años previos a esta historia, el deseo sexual había prácticamente desaparecido. Creo que habló de que eran como hermanos. No quiso expandirse mucho en este tema, así que más no puedo decirle. Si le hace falta, usted intercale alguna cosa que sea verosímil, con moderación. Continúo.
Como Dillinger y su esposa creían que era posible rescatar algo de esa magia perdida, emprendieron el viaje. Puede parecer candorosa, pero la idea de unos días en la cabaña paradisíaca se les antojó como una ayuda, un apunta de ovillo, digamos, para tratar de arreglar la pareja, de salir de ese laberinto. Yo uso estas metáforas un poco trilladas. Usted escríbalo como quiera. Le pido, eso sí, que no malinterprete a sus protagonistas. Ellos no eran gente tonta ni frívola: estaban simplemente acorralados por el aburrimiento y tenían pánico de quedarse sin nada. Con mucho esfuerzo, lograron conseguir una reserva y no dudaron en viajar.
No tengo mucha información de los primeros tres días. Con todo lo que pasó después, a Dillinger se le borraron detalles, imagínese. Supongamos, sin mucha inventiva, que al asombro y al embeleso por el paisaje siguieron los primeros intentos de reconstruir la pasión. El escenario -he visto fotos- era muy propicio y ellos estaban dispuestos a intentarlo.
Y lo intentaron. Sé que lo hicieron. En forma confusa, Dillinger me contó de ciertas charlas, de reproches, de una serie de arrebatos íntimos un poco forzados. De todas maneras, no fue satisfactorio. Ciertas cuestiones no se arreglan por milagro o por simple voluntad. No encontraron la punta del ovillo. Y fue una lástima, porque al tercer día empezó la historia con el negro. Casi al mismo tiempo en que se enteraron de la catástrofe del circo.
Pero vayamos por partes. No me quiero adelantar ni embarullarlo porque va a entender cualquier cosa. Por lo que Dillinger me contó confusamente, angustiado, llorando como un chico, como un loco, el negro se llamaba Omar Padilla y era una suerte de jardinero o ayudante del dueño de las cabañas. Lo vieron al tercer día, aproximadamente, cuando al levantarse para desayunar, oyeron un ruido muy fuerte. En realidad, la mujer de Dillinger lo descubrió, si es que vamos a confiar en la palabra de Dillinger en este punto, que es bastante oscuro, si se me perdona la humorada.
Parece que Mara corrió una cortina y vio al negro cortando un árbol. Esa actividad no debe sonar extraña: la necesidad de leña es constante en esa zona. El negro debía estar bastante lejos, como si dijéramos setenta metros. Por ese tipo de intuición que tenemos al ser observados, apenas ella lo descubrió, él se dio vuelta con el hacha en la mano y la miró. La miró mucho tiempo. Mara estaba desnuda. Dillinger vio la escena desde la cama y pensó que ella miraba el paisaje y nada más. Supo la verdad (la horrible verdad, según él) poco tiempo después. Usted acá puede alterar la cronología de los hechos, crear suspenso. Lo que puedo decirle es que Dillinger, de ese episodio, únicamente recordó que su mujer volvió despacio a la cama, sin cerrar la cortina y sin decir una palabra. Parecía sofocada. Él le preguntó qué le pasaba. Ella le contestó que nada. Hicieron el amor. Otra metáfora de las mías. En verdad tuvieron sexo. Y del bueno, parece. Con mucha violencia, me dijo Dillinger. Con odio, casi. Por primera vez desde que habían llegado a la cabaña, Mara tuvo un orgasmo. Dillinger todavía era inocente. Disfrutó lo que le parecía un pequeño triunfo, un comienzo.
Fue al otro día, al cuarto día, cuando realmente conocieron a Padilla. Estaban caminando por un sendero de piedras que llevaba al lago, cuando éste apareció de repente y los saludó. Se presentó como Omar Padilla, ayudante del dueño. Estaba vestido con ropa de fajina. Tendría menos de treinta años pero era difícil adivinar su verdadera edad. Medía cerca de dos metros y a Dillinger le pareció un gigante, un personaje de película.
Usaba la cabeza rapada; una gran musculatura le inflaba la ropa, como si fuera a reventar. Usted agréguele algún tatuaje carcelario, qué sé yo. Hágalo atractivo. Padilla estaba todo lleno de tierra y de su mano colgaba una liebre muerta, que goteaba sangre. Es muy rica, dijo, levantando el animal en el aire. Mara dio un grito y se río. Si quieren puedo cocinarla para ustedes, dijo el jardinero. Torpemente, Dillinger preguntó si él la había cazado. Padilla lo miró y sonrió. Claro, dijo. No hay carnicerías por acá. La cacé con mis propias manos. Se volvió a reír, con boca muy abierta. Tenía la dentadura blanca y descomunal que la gente imagina en los hombres de color. Me sentí un idiota, recordó Dillinger, como si le hubiera preguntado si era negro.
Nos gustaría, dijo Mara y Dillinger por un segundo no supo a qué se refería su mujer. Pronto se dio cuenta. Auspiciado por Mara, quien, siempre según su marido, no podía dejar de reírse como una tonta y decir pavadas, Padilla se comprometió a cocinarles liebre patagónica esa noche. A las ocho iría a la cabaña con los elementos necesarios. Dillinger quiso oponerse a la idea, a esa intrusión en su privacidad, pero no se le ocurrió nada. No quería contradecir a Mara. Sin embargo, apenas se alejaron unos metros, Dillinger sintió que algo desagradable empezaba a gestarse, a crecer. Como un cáncer, me confesó.
Por lo que le conté hasta ahora, a usted, De Angelis, le puede quedar la sensación de que Pablo Dillinger era un idiota o un cornudo en potencia y su mujer una más del multitudinario grupo de mujeres (y hombres) que fantasean con un negro. La realidad no es tan simple. A ver si me explico. Hablé mucho con Dillinger y creo entender algo de su cabeza. Dillinger pensaba que las cosas terribles suceden porque una serie de circunstancias secretas concuerdan sobre un determinado punto. Decía que la desgracia es una tormenta que no se forma en un día. Recuerdo siempre esa frase. Tormenta. Tormento. Ahí las palabras le pueden ayudar para reflexionar algo. Usted sabrá.
Dillinger también creía que si uno era cuidadoso y precavido podía evitar muchas desgracias, anticipándose al desastre. Si se era una buena persona, la bondad y la armonía recaerían naturalmente sobre uno. Creía, para decirlo de alguna forma, en algo que podríamos llamar Justicia Superior. No hablo de Dios, no se confunda, sino de una Justicia Universal. Para hacerla fácil: creía que todo vuelve. Le dejo a usted las citas o las notas al pie que vengan al caso. En definitiva: él se había portado bien, había hecho todo lo que debía hacer como hombre. Y estaba esperando ese retorno.
La teoría está muy bien; el tema es que Dillinger, que se creía previsor, no vio nada. O vio todo mal, que es peor. El tema (no quise decírselo en aquel momento, cuando me contó la historia, porque era tarde y de nada servía) es que justamente porque esas circunstancias –o causas- son secretas, uno no puede descubrirlas. Uno está atado a sufrir las consecuencias. A verse envuelto por la tormenta.
Habiendo perdido el tiempo en esta digresión, que usted sabrá disculpar, sigo contando y llego a la cuarta tarde, cuando Dillinger y Mara volvían de andar en bote por el lago. Ambos estaban algo taciturnos. Dillinger, en verdad, estaba furioso contra todo el universo. Sentía que, a pesar de sus esfuerzos, todo se desordenaba y que la felicidad, si existía, se alejaba a cada instante de él. Se arrepintió de haber viajado hasta ahí, donde todo le era ajeno. Acaso ya lo perseguía la imagen del negro y la liebre sangrando. El paseo en bote no estuvo tan divertido como habían pensado. Volvieron mareados, de pésimo humor. Dillinger culpó al aire, demasiado puro, que los dejaba medio abombados. Mara dijo que tendrían que haber ido al Centro Cívico (su idea original para esa tarde) y no a tambalearse como tontos en ese bote. Dillinger no respondió: había remado mucho, le dolían los brazos y no quiso quejarse ante su mujer. Mara era una aficionada a la fotografía; había sacado unas cuantas fotos y siempre comentaba algo sobre la luz o los planos, pero en mitad del lago guardó la cámara, se quedó en silencio y volvieron al muelle sin hablar.
En ese momento, mientras bajaban como podían, agarrados de la baranda, el hombre que les alquiló el bote les contó lo del circo. Ocurrió en el pueblo más cercano. Un incendio -al parecer gigantesco, pero ya controlado- había destruido todas las instalaciones y se comentaba que algunos animales habían escapado al bosque. El diario local (cuatro páginas de noticias sociales y propagandas) hablaba con preocupación de «la fuga de un león y de dos o tres primates». Las autoridades policiales rebajaban el hecho pero todo el mundo –les dijo el hombre del bote- sabía que habían reforzado las guardias forestales y que estaban haciendo un rastrillaje en las inmediaciones del lago.
Mara y Dillinger volvieron a la cabaña charlando muy por arriba del tema pero pronto se olvidaron. La tirantez entre ellos seguía. El despertar apasionado del otro día parecía haber quedado muy atrás. Mara entró a darse una ducha, mientras él reforzaba los troncos del hogar. Era un hombre de ciudad, un asesor de seguros, casi un inútil: estaba cansado y le dolían mucho los brazos. Se sentó en un sillón a esperar su turno para bañarse. Mara tardaba demasiado, lo cual era extraño, porque los días anteriores se había quejado del frío que hacía en el baño. Cuando Dillinger por fin pudo entrar, notó que Mara se había embadurnado con varias cremas. No era tan detallista: vio los potes en la mesita cerca de la pileta. Desde el living, le llegó la voz de su esposa. Escuchó que ella silbaba y tarareaba una canción. Era raro: estaba súbitamente alegre (feliz, dijo él) cuando hasta un rato antes la dominaba el malhumor. Dillinger odiaba esos cambios abruptos en el carácter de su mujer; lo desconcertaban y siempre le parecía llegar tarde a la alegría o al enojo. Enseguida recordó la visita del negro Omar. En una hora iba a visitar la cabaña para cocinarles. Algo se nubló en su interior. Algo que -sabemos- debió haber refrenado.
No lo hizo. Todo lo contrario. Sin duda, pensó Dillinger, Mara no estaba arreglándose para que él la viera atractiva, para seducirlo y superar la mala tarde del bote. No. Nada de eso. Mara estaba preparándose para después, para algo que podía suceder después. Mara estaba feliz porque el negro Omar Padilla los visitaría. Mara se vestía para el negro. Su mujer deseaba al otro.
Dillinger fue bastante impreciso al contarme este momento. Capaz que usted y yo podemos ver algo más. O, al menos, ordenarlo un poco. Me dijo que al sospechar eso, sintió una especie de puntada en el pecho. No sólo lo sospeché, me dijo. Lo supe. También supo, en ese instante, que Mara se había mostrado (exhibido, dijo Dillinger) a Padilla en la ventana, aquella mañana en que oyeron los ruidos al despertar. Vio -dijo- a su mujer desnuda, oyó el golpe del hacha, el negro devorándola con la mirada, ella dejándose devorar. Eso explicaba, según él, la turbación de Mara y su posterior apasionamiento. Explicaba, también, su único orgasmo.
Apoyó la cabeza contra la pared de la ducha y cerró los ojos. Dejó que el agua le diera en la nuca. Qué estaba pasando. Por qué pensaba esos delirios. Nunca me sentí peor, contó Dillinger. Agregó que nunca había sido un hombre demasiado celoso; ahora, la figura del negro lo molestaba, lo hería de una manera increíble. No podía creer en los deseos de su esposa, en que justo en esta instancia donde intentaban reconciliar y salvar la pareja ella estuviera sacudida, impregnada de deseos por ese jardinero sucio (uso las palabras de Dillinger). Me describió sus pensamientos: ¿Acaso no era evidente la fascinación de Mara por el negro? ¿No había alentado que los visitara, como si fuera imprescindible comer esa liebre asquerosa? ¿No se había reído como una adolescente, mientras que con él, su marido, apenas hablaba? ¿Por qué se había maquillado, por primera vez, recién al cuarto día, cuando antes andaba a cara lavada y parecía una enferma? Estaba rumiando confusamente, cuando se cortó el agua y tuvo que salir de la ducha con restos de champú y jabón en todo el cuerpo. Ni siquiera se quejó. Se secó y se quedó sentado un rato en el inodoro. Temblaba. Tengo que controlarme, pensó. No puedo volverme loco por algo que quizás sólo esté en mi cabeza.
No tenía pruebas. Es verdad. Lo de las cremas era una pavada. La risa y la turbación acaso eran producto del miedo o la desconfianza. No podía acusar a Mara. Si bien ella se consideraba una mujer moderna y liberal, nunca había dicho nada al respecto de incluir otra persona en el sexo. No se contaban sus fantasías. Yo soy un hombre de otra época, pero ese tipo de decisiones -la de hacer una cama redonda o como se llame ahora- se supone son compartidas. Bien, Dillinger ni siquiera lo consideraba admisible.
Pero no nos perdamos en análisis ni en hipótesis. Salgamos de ese berenjenal y vayamos a los hechos. Dillinger se limitó a salir del baño, cambiarse y esperar. Tal vez por la minuciosidad con que se puso la ropa, se calmó. Aparentemente, se calmó. Fue al living y vio a Mara leyendo una revista. La luz del hogar la iluminaba, ella parecía una ramificación de las llamas. Estaba realmente hermosa, con un vestido blanco que dejaba ver cómo su cuerpo se mantenía casi igual que cuando la conoció a los veinte años. Dillinger me confesó que al verla, ahí sentada, con ese vestido, tuvo una erección.
Dillinger se acercó a Mara y la beso. La tocó por encima del vestido y por debajo. Por un segundo, olvidó el tema del negro, como quien olvida una pesadilla. Mara notó su erección pero lo detuvo con una sonrisa. Dillinger me juró que su mujer le prometió que después de la cena iban a hacerlo como nunca, en diez años, lo habían hecho. Las palabras fueron otras, claro. Fueron brutales.
Puede ser que Mara quisiera jugar con las fantasías de Dillinger, dejarlo entusiasmado o que estuviera probando si todavía lograba conmoverlo con ese tipo de promesas. Nunca lo sabremos. Pero a Dillinger ese rechazo le cayó mal y se alejó, disimulando su contrariedad.
Necesitaba tranquilizarse y se le ocurrió algo. Dijo que iba hasta el almacén a comprar un buen vino. Seguramente, los lugareños sabrían recomendarle uno para acompañar la liebre. Mara sonrió y le dijo que era una excelente idea. Ella mientras tanto iba a ordenar un poco la cocina, así Omar se sentía cómodo.
Furioso porque su mujer llamara al negro por su nombre, cuando él apenas lo recordaba, Dillinger salió de la cabaña. El frío casi lo tira al piso. Voy a agarrarme una gripe terrible, pensó. Pero no quiso volver a entrar por una campera. Mi cabeza -me confesaría- no dejaba de darme ideas siniestras, de llenarme de imágenes de Mara montada a ese hombre. Veía a mi mujer arriba, abajo, de costado, con el inmenso negro dentro de ella, dentro de su boca. Veía la cara de goce de Mara, la sonrisa de él. Me veía a mí, insignificante, incapaz de hacerla gozar.
Con esas ideas, no era difícil perderse. Dillinger estuvo dando vueltas entre los árboles hasta que encontró unas luces; vio una construcción en madera. Unos perros le ladraron. Se acercó a la casa: era el almacén. La puerta estaba cerrada. Dillinger golpeó varias veces hasta que se asomó un hombre por una ventanita. Dillinger me contó el diálogo.
—¿Qué hace por acá a estas horas? —dijo el hombre.
—Vine a comprar un vino –contestó Dillinger—. ¿Es muy tarde? Disculpe.
Pasó cerca de un minuto, donde se oyeron ruidos de llaves. Se abrió la puerta.
—Entre, entre rápido.
Una vez que Dillinger entró, el hombre cerró enseguida y dijo:
—No es por la hora, si cerramos a las once. Es por el león.
—¿El león?
-—Dicen que está por acá cerca. A los monos los encontraron pero el león anda suelto. La policía no quiere armar escándalo por los turistas. Pero mi sobrino es Cabo Primero y me avisó que nos metiéramos adentro. Por lo menos hasta mañana.
Dillinger pensó que el hombre estaba bastante loco, pero prefirió no llevarle la contra. Quería volver lo más pronto posible junto a su mujer.
—Bueno, deme un vino para acompañar una liebre y me voy—dijo.
El hombre sacudió la cabeza, como si hablara con un chico que dice estupideces.
—No puede salir, ¿no entiende? Es realmente peligroso. Ni borracho le abro la puerta. Si el león lo ataca, se va a enloquecer con sangre humana y nos va a comer a todos.
— Eso es una locura—dijo Dillinger—. Deme un vino, uno cualquiera y ábrame la puerta.
No podía quedarse ahí, supuestamente a salvo, mientras su mujer estaba en la cabaña, sola. O, peor, con el negro. Si no me abre (pensó) tiro la puerta abajo. El hombre debe haber visto algo de eso en la mirada de Dillinger, porque fue hasta un estante y le acercó una botella.
—Trate de ir rápido. Y cierre bien todo—dijo. Le abrió la puerta, apenas la rendija necesaria para que pasara el cuerpo de Dillinger. Cuando éste salió, se dio cuenta de que no había pagado. Mañana arreglamos cuenta, pensó.
El tipo parecía loco, me contó Dillinger, pero en algo tenía razón: no andaba nadie y todo estaba cerrado. No se veía un alma. Soplaba un viento helado, con aguanieve. Tiritando, con la botella apoyada contra las costillas, como si llevara un diario, Dillinger empezó a caminar. Si no calculaba mal, en media hora o menos, Padilla estaría en la cabaña con la liebre. Si es que se animaba a salir. Pero él sabía que al negro no le iba a importar la amenaza del león.
Apenas dio unos pasos, se percató de que no recordaba el camino. Estaba todo tan oscuro que el bosque y los senderos se le confundían. Empezó a oír ruidos extraños, como si pájaros grandes y pesados volaran de golpe chocándose las ramas. No voy a intentar describir, usted monte la escena con elementos tétricos, use el oficio. A lo lejos, Dillinger vio luces azules, acaso linternas. Pensó en los guardias forestales. Entonces era cierto: buscaban al león. Pensar eso fue peor: le agarró un mareo. Pensó: por algún camino tengo que tomar. Eligió uno. Si la orientación no le fallaba, su cabaña estaba al final del recorrido, justo antes de la bajada al lago. Pero todas las cabañas eran iguales y el lago se veía desde todos los puntos. Caminó como borracho, llevándose puestas algunas ramas, oyendo ladridos y pájaros invisibles.
En un momento, pasó algo que no esperaba: se resbaló en un verdín. Fueron dos metros de resbalar por la tierra, como por un tobogán horizontal, digamos. Dillinger se levantó con dificultad, más asustado que dolorido. La botella de vino se le perdió. Lamentaba no tener un encendedor o aunque sea un fósforo. Enseguida vio luz en una ventana. Era una cabaña, a unos cien metros. Deseó con toda su alma que fuera su cabaña; deseó que Mara le abriera la puerta y se abrazaran, dejando atrás, para siempre, el bosque, el frío, el horror.
Por desgracia, no fue así. Apenas Dillinger dio un paso, escuchó un tremendo gruñido. No era un pájaro ni un perro. No podía ser eso. El gruñido estaba atrás de él. Aterrado, se dio vuelta y vio, a unos veinte metros, al león. En esta escena, De Angelis, convendría dejar en claro que el león era viejo, un animal acostumbrado a la servidumbre, al encierro y la humillación, a comer de la mano de un domador. No era un cazador, un rey africano, de los que enfrentaba Hemingway. Igual, era imponente. No lo degrademos. Tiene que notarse su naturaleza oculta. Para Dillinger fue verlo y caer de espaldas, sobre el tronco de un árbol. Si hubiese sido un hombre de mi edad, se moría de un síncope. El león, que parecía como hecho de bronce, se acercó caminado lentamente. Dillinger lloraba cuando me contó esto, como si el miedo todavía estuviera retorciendo su cuerpo. Esa parsimonia, ese andar lentísimo del león lo desesperó más. No sintió las piernas, estaba mudo. El animal estaba listo para saltar sobre él, cuando se oyó como un silbido. Un silbido de metal, recordó Dillinger. Era un hacha. Era el hacha del negro Padilla que voló y le pegó en el medio de la melena a la bestia. La sangre salpicó; el rugido fue espantoso. El hacha no se había clavado pero llegó a rajarle un poco el costado de la cabeza y le lastimó seriamente un ojo. El animal se asustó y se replegó. En ese momento, Dillinger sintió una mano, la mano inmensa de Padilla que lo agarraba del brazo y lo levantaba en el aire.
—Vamos, rápido— dijo el jardinero—. Corramos hasta la cabaña. Es cerca.
Pero Dillinger no se podía mover. Padilla lo levantó y lo llevó sobre los hombros. Dillinger se sintió un muñeco, un paquetito sobre un gigante. Lo único que quería en el mundo era salir vivo. No pensaba en otra cosa. Padilla corría ligero a pesar de su tamaño; además conocía bien el lugar; detrás se escuchaba el león, furioso y vengativo.
Fue entonces que el negro tropezó. Fue mala suerte, porque estaban cerca de la cabaña. Algún accidente del terreno, una piedra. El mismo terror, tal vez. No sabemos. Pero la caída fue, según Dillinger, abrumadora, como si cayera una montaña. Por estar sobre los hombros de Padilla, Dillinger aterrizó unos metros más cerca de la cabaña. Se incorporó lo más rápido que pudo y vio que Padilla, al caer, se había golpeado la cabeza. Tenía algo de sangre que le bajaba desde la frente, pero estaba despierto, algo abombado, sí, aunque no se había desmayado.
El león se detuvo, como si juntara fuerzas o no supiera qué hacer, acaso con miedo a otro hachazo. Recordemos que el ojo del animal era una catarata de sangre. Dillinger retrocedió y notó que estaba apoyando la espalda en una pared. Oyó que adentro Mara estaba cantando. Habían llegado.
Ahora bien, era cuestión de segundos. Si Padilla se levantaba y corría, podía salvarse. Por instinto, por solidaridad, porque correspondía, Dillinger se acercó a ayudarlo. Padilla estiró el brazo para que Dillinger lo levantara. El león, como si recién los descubriera, gruñó y empezó a acercarse.
Fueron segundos: Dillinger miró el brazo levantado del negro Padilla, lo miró después a los ojos, miró después hacia los costados y, en ese momento, empezó a retroceder. Retrocedió de espaldas, lentamente; retrocedió hasta encontrar la puerta; retrocedió dejando al otro librado a su suerte.
Así de espaldas, chocó con la puerta. La abrió. Padilla, desde el suelo, lo miró en silencio, con una mirada que Dillinger, tanto tiempo después, fue incapaz de describir. Padilla lo miró y dejó caer el brazo. Dillinger entró desesperado y trabó la puerta. Sintió que se le aflojaban las piernas. Mientras se desmayaba, escuchó el último grito del jardinero mezclado con la furia que lo devoraba.
La policía y los guardabosques llegaron unos minutos después. Durmieron al león, que ni siquiera se resistió. En una camioneta se llevaron el cadáver del negro. La versión oficial dice que Dillinger y Padilla fueron sorprendidos mientras se dirigían a la cabaña. El almacenero recordó que Dillinger fue a comprar vino. Yo le avisé del peligro, dijo. La policía encontró la botella, en los yuyos. Dillinger declaró que se encontró con el jardinero al salir del almacén y estaban charlando cuando se les apareció el animal. Corrieron. El león alcanzó a Padilla, Dillinger logró entrar a la cabaña.
La tragedia del León y el Jardinero, como la llamaron los periodistas, duró unos días en los diarios. Acá, a la Capital, apenas llegaron los recortes. No había tanta televisión como ahora y el tema se olvidó; nadie, en el lago, quería que se difundiera demasiado, imagínese. Viven del turismo.
Dillinger estuvo unos días en un hospital, reponiéndose. Más nervios que otra cosa. Mara no se despegó de su lado. Desde la cama, Dillinger pensó que había una posibilidad para ellos. La estadía en el sur había sido frustrante pero al menos podían volver a comenzar. Sin embargo, cuando volvieron a la Capital, Mara se fue a la casa de sus padres y pidió el divorcio. Dillinger dijo que en la última mirada de su mujer, vio que lo acusaba, que ella sabía la verdad.
Pero son -o eran, mejor dicho- suposiciones de un hombre que estaba destruido por la culpa. Me confesó que durante años soñó con la mirada desahuciada del negro y que, muchas veces, esa mirada se superponía con la última de su mujer.
Esta es la historia que quería contarle. A su manera, fue un crimen perfecto. Y extraño. La víctima, declarada culpable por algo que tal vez nunca ocurriría, algo que existió únicamente en la mente del asesino; un asesino que ni siquiera se manchó las manos, libre de toda sospecha, a quien nadie podía culpar.
Nadie, salvo él mismo. No me sorprendió para nada, cuando me enteré de su muerte. Se suicidó. Se ahorcó en una pensión de medio pelo. Unos días antes vino a mi estudio y me contó todo. En esa misma silla donde está usted. Era un despojo humano. Me costó reconocerlo, le digo la verdad. No me pidió silencio ni compasión. No le importaba. Lo contó y se fue.
Como le dije al principio, una tragedia tiene miles de causas secretas, imposibles de prevenir o evitar. Circunstancias dispares, inconexas, que se reúnen y caen sobre uno como una gran tormenta. Vemos el final pero casi nunca las causas. Los conocidos de Dillinger, por ejemplo, atribuyeron su muerte a su pésimo estado económico.
Mauro De Angelis