Se lucirá otra vez con la cena. Y eso ni siquiera admite alguna probabilidad, solo una agotadora certeza. Otra vez, otra noche idéntica a las anteriores. Y que sea navidad o noche buena (nunca le sale bien el nombre preciso a la primera) da un poco lo mismo. No es que el evento tampoco prometa alguna diferencia. Será el mismo trueque de siempre: soportar la verborrea desproporcionada del anfitrión como moneda de cambio para degustar platos exquisitos, tan fotogénicos, tanto esfuerzo en cada paso de todo el procedimiento.
Y está el problema del vino. Ahí es cuando Gonzalo tiene la delicadeza de hacerle notar que nunca acierta. Que si el Albariño para el risotto no es de la marca adecuada, que si el Rioja para la polenta toscana viene con un regusto ácido causado por los tubos de luz polvorientos de un badulake. No es que lo haga cada vez que pueda sino siempre, todas las veces: las botellas que Lucas lleva nunca están a la altura de la comida y ahora llegó la navidad, la noche buena, con toda esa estética que le causa tanto pánico cada vez que sale a la calle. Ese despliegue de luces brillantes, la omnipresencia insoportable de la fecha en España, sus calles atestadas, la tristeza del olor de las castañas en las brasas. La sorpresa de extrañar la sobriedad navideña argentina, por que ahora le parezcan tan suaves e inofensivos aquellos protocolos.
El anfitrión abre la puerta con una sonrisa ancha, el delantal blanco, la piel rojiza en su cabeza calva, las arrugas pronunciadas en las sienes, las venas subiendo sinuosas por el cuello. La casa huele a especias, a mantequilla y a madera. Sin quitarse el abrigo, sin identificar si acaba de decir hola o algo que se parezca a un saludo, Lucas mira las dos botellas que trajo con estupor, como si se las hubiese dado alguien, abajo, un desconocido, justo antes de tocar el timbre.
─ Sacá foto, dale. Para Instagram. Mirá qué espectáculo.
─ ¿Qué es?
─ Nunca viste algo igual ¿no?
─ Te paso las fotos y las subís vos.
─ Esto es una joya, nene. Yema de huevo crujiente con gelatina de setas. ¿Querés saber cómo se hace?
─ Mirá que bien. Ahí te las mando. Yo no voy a poner nada.
─ Me parece que le estoy tirando margaritas a los chanchos.
La risa del chef sale chillona, tan exagerada. Gonzalo es de esa clase de gente que nunca puede evitar reírse de sus propias ocurrencias antes que su interlocutor. Lucas saca las fotos y piensa en las botellas de vino, en la navidad, en esta noche buena, en los relieves de la gelatina con su yema reflejados en la pantalla. El fin de la risa del chef da comienzo a la explicación del plato en todos sus detalles, palabras perdidas para siempre hasta que algo hace a Lucas volver en sí. Una orden simple.
─ Tomá, Luquitas. Abrite un vino.
Hacía bastantes semanas que pensaba en un vino en concreto, aunque el recuerdo se había vuelto abstracto. Uno que compartió con sus padres durante la última visita. Una ciudad medieval, un restaurante con paredes de piedra y enormes vigas de madera, un Ribera del Duero con bastante cuerpo y buen aroma, maridaje ideal para un frío de otoño con carnes castellanas. ¿Por qué no había sacado ninguna foto? ¿Qué le costaba? La etiqueta era roja, estaba seguro, pero no era suficiente pista. Lo habían disfrutado tanto los tres que confiaron demasiado en sus memorias. Durante meses trataron de rememorar su textura y su olor. En Argentina estuvieron mucho tiempo buscando similitudes entre tantas botellas de Malbec. Pero nunca pudieron volver al nombre.
Ahora en la mesa de Gonzalo hay dos botellas, dos etiquetas rojas. Nota excesivo el frío metálico del abridor en la palma de su mano. Toma una botella, se fija en la tipografía negra y gruesa de la marca, la da vuelta unas cuantas veces. No se decide.
─ ¡Dale, querido! La vas a marear. ¿Necesitás ayuda?
La risa del chef esta vez se pierde entre su decoración navideña, en la que recién ahora Lucas presta atención: un árbol enano de color blanco, los adornos en miniatura colmándolo, unas guirnaldas de colores atravesando el salón, las luces parpadeantes, un pesebre de plástico con figuras que parecen bombones de licor envueltos.
─ Este año va el color blanco, el blanco es el que va. El árbol verde ya fue. Viste que a mí me gusta mirar tendencias.
Lucas descorcha y sirve dos copas. El aroma inicial no le recuerda a ese restaurante, el primer sorbo sí, el segundo ya no. Y sigue pensando que podría decir que sí y que no infinitas cantidades de veces. El olor del crianza es tan expresivo, tan persistente su intensidad en la boca.
─ No está mal. Podría estar mejor pero no está mal, tampoco.
─ ¿Por qué no tenés el pesebre también en blanco? Todo en blanco estaría bueno, que no se distinga muy bien nada ¿no? Que sea un pesebre de sombras. Debería ser blanco, también el pesebre.
─ Uy, uy… vos mejor seguí con eso que hacés en internet. Dedicate a eso, mejor, dale, sea lo que sea que hagas.
Sabía que iba a ser imposible dar con el nombre. Dio vueltas durante muchas más horas de las que tenía planeado por varias tiendas de vinos y de productos gourmet para una pesquisa absurda. El tiempo que duró el paseo habría sido mucho menor si no se hubiera topado con una exposición en el Instituto Goethe sobre árboles de navidad, lo que le causó repulsión al instante pero que enseguida lo atrajo, ni bien bajó la vista a la imagen del cartel: un hombre ataviado con bolsas de compra de marcas reconocidas, globales, formando la silueta de un árbol. Él era el árbol. El hombre era el pino, el abeto inmóvil adornado con sus propias compras compulsivas. Dentro de la sala, otra obra mostraba un tanga verde en forma de triángulo alpino con pequeñas bolitas incrustadas y la estrellita de Belén como cereza del postre. Y había diálogos con el surrealismo, el hiperrealismo, el pop-art, la Bauhaus y también obras que no dialogaban más que con su propia ocurrencia. Se entretuvo bastante, más de una hora mirando parodias alemanas de árboles navideños. Y se alegró de no ver ninguna obra con libros colgados como adornos, un motivo que ya vio demasiadas veces estos días en algunas vitrinas pretenciosas y en tantos memes. Antes de abandonar la exposición, se detuvo ante un tipo alto y delgado que parecía tener algo que ver con el lugar por el solo hecho de permanecer quieto durante un tiempo bastante considerable en la entrada. Quería saber por qué el nombre de la exposición: O Tannenbaum. Villancico alemán, muy popular. Cantan todos en Alemania en navidad. Andrea Bocelli buena versión, recomiendo. Esa fue su respuesta de labios finos y ojos inmóviles. Lucas le dio las gracias y el tipo se quedó pensativo mirando a la pared: no había terminado. Agregó que “tannembaum” significa abeto, pino, árbol resistente, árbol fuerte para invierno, para frío, mucho frío, muy duro invierno en Alemania.
Cuando Lucas salió del Goethe ya era de noche y no le dio más tiempo de seguir buscando: se metió en el primer supermercado que vio, sacó de la góndola dos marcas diferentes de vino de Ribera del Duero, las dos que tenían algo de rojo en su etiqueta, pagó y se fue. Antes de volver a su casa, ya estaba muy cerca, una farmacia lucía en su fachada un árbol alto que, en vez de bolas brillantes, tenía caja de medicamentos colgados: Omeprazol para la gastritis, Ibuprofeno y Paracetamol para la fiebre, inflamaciones y dolores de cabeza, Frenadol para los resfriados y todo lo que uno podía necesitar para sobrevivir a estas semanas de excesos. No dejó de mirar las botellas hasta que entró en su casa, pensó en ellas durante la ducha y siguió mirándolas durante todo el trayecto hasta el portal de la casa de Gonzalo.
Ahora Lucas come con voracidad, sin detenerse en ningún sabor específico, sin dejar nada. La botella va casi por la mitad y ya empieza a sentir los primeros leves mareos, ese inicio de euforia. Gonzalo habla, no soporta el silencio, y Lucas sigue inmerso en las texturas de la uva. Cuando se agota de pensar en eso, lo calma el recuerdo reciente de los árboles conceptuales alemanes. Pero enseguida vuelve, no puede evitarlo, a su regodeo histérico con la madurez del vino tratando de que cada trago lo transporte ese momento que necesita recuperar, hasta que el Duero se pierde y se cruzan sobre su cabeza imágenes minimalistas que pervierten la estética navideña. Gonzalo sigue hablando y ahora le golpea el brazo. Lucas lo mira, tan entrenado en no escucharlo. De la boca del chef sale algo sobre una chica rusa con un pelo sensacional, que no pasa de los veinticinco años y que trabaja de camarera en el mismo restaurante, la fantasía de una ducha juntos, de lavarle esa melena larga y lacia.
─ Este es el mismo vino que tomamos, estoy seguro.
─ ¿Cómo?
─ Tendrían que estar acá para ayudarme ¿entendés? Entre los tres podríamos recuperarlo ¿no?
─ ¿Me escuchaste lo de la rusita?
─ Estar acá, los tres solos, para que esto tenga otro sabor. Papá tiró una copa casi llena, un crimen. Y no tenían más de esa marca, así que no pudimos pedir otra. Menos mal que no se manchó. Pero tiene que ser éste. Es el mismo cuerpo y sabor. Éste tiene que ser.
Gonzalo se pone de pie y sigue hablando de esta chica imposible mientras coloca en la mesa dos platos en los que se ve la pata de un pulpo sobre un puré de color anaranjado con algunas trazas verdes y blancas, otras verduras pequeñas rodeando la instalación y lo que podrían ser gambas o langostinos (Lucas nunca supo, no sabe la diferencia). Es evidente que todo eso merece mucha más atención de su parte. Pero aún queda vino en la botella, al menos dos copas más por indagar.
─ Hasta mamá estaba indignada con los del restaurante. No podía creer que no tuvieran más de esa marca. ¡Imaginate lo bueno que estaba! No entiendo cómo ninguno de los tres se acuerda.
─ Uy, uy… divina esa rusita, no sabés.
─ Estadísticamente es imposible ¿no? Al menos uno de los tres, uno solo, debería acordarse.
─ Tendrías que haber traído un blanco. Para el pulpo, vino blanco.
A Lucas le cuesta acabar el plato, pero lo consigue. Se termina él solo la botella y sigue igual de confundido que cuando llegó. Mira los adornos navideños, imagina como sería el pesebre blanco, sus figuras diminutas en una misma textura, como una gran masa. Gonzalo mira su teléfono y a Lucas le viene la melodía pegadiza del villancico alemán, el inicio que Bocelli canta en italiano, que escuchó hoy en su teléfono cuando volvía de la exposición: “O Tannenbaum, O Tannenbaum / Risplendi nella notte”. Trata de cantarlo: “O Tannenbaum, O Tannenbaum / Risplendi nella notte”. Suena el villancico en su cabeza y vuelve el hombre-árbol con las bolsas de las compras, al tanga de color verde, a la estrella dorada en la punta del clítoris, a los labios finos del portero del Goethe: abeto, ese símbolo, la fortaleza, el árbol rígido, fidelidad y constancia. Hasta que la verborrea de Gonzalo arrasa con todo para enseñarle las últimas tendencias en memes navideños. Sus dedos gruesos, engrasados, sostienen un teléfono enorme con Karl Marx vestido de Papá Noel haciendo el símbolo de la paz.
─O Tannenbaum, O Tannenbaum, lara la la la la lá.
─ ¿Qué cantás? Mirá este, mirá. Mirá que bueno.
En la pantalla aparece un texto que dice que Papá Noel es el primer hipster de la historia porque parece que vaya fumado, tiene una barba piojosa, se viste como un payaso y viaja en un vehículo no contaminante.
─ O Tannenbaum, O Tannenbaum… Dame tu teléfono. Escuchá: O Tannenbaum, O Tannenbaum / Wie treu sind deine Blätter!
─ ¿Qué es eso, che?
─ A vos que te gusta tanto la decoración, cantá, cantá, dale…. “Oh Christmas tree / Oh Christmas tree / Yours branches green delight us”.
─ Mamita querida.
─ No, no. ¡Cantá!
─ Traé acá, boludo. Voy a servir el postre.
─ El vino. El vino, Gonzalo. Queda otra botella.
─ Yo no quiero más, dejá.
─ ¡La tengo que abrir! ¿Sabías que los alemanes toman vino caliente en navidad?
─ Caliente venís vos.
─ Vino caliente toman, che. Con especias y no sé que más mierdas le ponen. Vino caliente. ¡Vino, caliente!
Ni bien se pone de pie, Lucas siente un mareo instantáneo que consigue convertir en risa ácida.
─ Necesito comprobar una cosa, Gonzalo. Quiero saber, nada más. Si no lo hago ahora, este momento se pierde. Se esfuma. Chau, se va para siempre. Y yo necesito que no se vaya. ¿Me entendés?
El corcho sale con un ruido seco. Las notas especiadas del segundo vino le hacen picar la nariz. Gonzalo abre el congelador, saca cajas de un armario y botes de la heladera: en un tiempo imposible, a demasiada velocidad, arma un postre con un helado de color morado, otro de color crema, unas tejas de galleta que parece que hizo él mismo inspirado en alguna receta sueca, unas salsas que parecen cítricas.
─ Qué detalle, Gonzalo. Si le hubieras dado un toque más navideño te lo compraba el Goethe. ¿No?
─ No sé de qué carajo estás hablando. Pero si supieras el trabajo que cuesta hacer esto.
─ Pero no sé un carajo. Y acá sigo, podrido pero firme. Constante.
La primera copa del tempranillo se la toma en tres sorbos. El primero, corto y sesudo, siguiendo todos los pasos de una ceremonia de cata: fresco y sedoso. El segundo es largo, tratando de que los taninos envuelvan toda su lengua y colmen su paladar: confuso. El tercero a fondo blanco, un trago seco: hastío y angustia.
─ ¿Vas a comer el postre o no?─. Las dos bochas de helado empiezan a derretirse en el plato de Lucas. Las tejas de galleta siguen en su sitio, parecen cada vez más altas.
─ Está buenísimo. Los contrastes de los dos helados, la dulzura de la galleta, el toque cítrico apenas invasivo ¿no?
─ ¡Pero si no lo probaste!
─ Gonzalo, a ver… decime una cosa. Pero sé sincero ¿sí? Por favor te lo pido. No me mientas. Con lo bien que cocinás, con esa sensibilidad tan tuya para dar en la tecla con cada detalle, con el buen gusto en general que tenés. Porque tenés buen gusto. ¡Un hombre que sabe vivir! ¿Cómo puede ser que no te guste el vino? Es que no lo entiendo.
─ Sí que me gusta.
─ No, no, no. No te gusta. Se nota que no te gusta.
─ ¿Vos qué sabés?
─ Eso no se puede actuar, querido. No te gusta el vino y punto. A mí no me engañás. No sabés disfrutarlo. Ni puta idea tenés.
─ Andá a la concha de tu hermana.
─ Dame un abrazo, vení. Te perdono.
─ ¿Qué me perdonás, pelotudo?
─ Te perdono todo. Por todo te perdono, Gonzalo. Por absolutamente todo.
Al ponerse de pie nota el temblor en sus piernas y tiene miedo de caerse. Le cachetea la nuca al anfitrión, toma su abrigo y le da las buenas noches, la feliz navidad. Es la primera vez que se marcha de ahí sin lavar los platos, sin recoger la mesa, sin una mínima muestra de gratificación. Y sin probar el postre. Quiere llegar a su casa lo más pronto que pueda y hablar con sus padres por teléfono para darles una buena noticia.
Laureano Debat