Una Temporada

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A mi viejo

 

La verdad que no sé cómo empezar a contar esto, ese tiempo en que todo giraba alrededor mío. No sé, me cuesta bastante, pero es lo que quiero contar y será cuestión de ir dándole al lápiz, llenando el cuaderno. Estoy acá, en la mesa del lavadero, con esta poca luz, un poco atragantado con la cena, mientras mis viejos charlan en la cocina de cosas que no me importan. Hace frío y fumo el último cigarrillo. Titán me mira desde su cucha, enroscado en mi viejo blazer del San Agustín. 

Lo único que sé es que hubo una época en que la pasaba bien en esta casa, cuando no tenía que hacerme la cama y no importaba si dejaba las medias o los calzoncillos tirados por ahí, porque trabajaba y mi vieja decía eso: que yo trabajaba, que dejara todo así. Ella me sacaba los zapatones ridículos del laburo y los ponía a airear. En esos días, podía usar el control remoto a la velocidad que se me cantara. Hasta me dejaban fumar en el living y tirar las cenizas en esos ceniceros que siempre fueron de adorno. Y, sobre todo, comía bien. Eso es lo más importante. Me iba mejor que ahora, sin dudas. Ahora estoy viviendo de prestado, pasando los días, de lástima. Antes era como si fuera otro.  El centro de todo.

Escribo y tengo que pensar para atrás, ver cosas que en su momento se me escaparon, aunque la historia que quiero contar fue hace tan poco. Me parece que todo empezó cuando mi viejo se quedó sin trabajo. Toda su vida fue dibujante de barcos y trabajó en astilleros del puerto. Hace un tiempo empezó a tener problemas. Volvía a casa malhumorado, no quería contar nada y se dormía enseguida. Una semana no fue a trabajar lunes y martes. Otra, jueves y sábado. Un día no fue más. Dijo que el astillero estaba en quiebra, que no lo necesitaban. Recién cumplía 52 años. 

Yo había terminado el secundario y estaba totalmente confundido: no sabía qué estudiar, no tenía vocación, no tenía novia, no tenía un peso. Me gustaban cosas que –según mi familia- no dejaban plata ni servían para nada: la música, el dibujo, los libros sobre la Segunda Guerra, tocar la guitarra en la cama. En quinto año una profesora me invitó a hacer un test vocacional. Llené como doce formularios  y me terminaron diciendo que tenía que dedicarme a la pediatría, al atletismo o, de última, a la logoterapia. No sé qué será eso, ni quiero saberlo. En casa, mi vieja quería que fuera abogado. Doctor. Estaba obsesionada con ese tema. Me acuerdo una charla que tuvimos.

-Nunca vas a ver un abogado pobre. Nunca. Mal o bien, todos tienen un buen pasar. Pensá en tu primo Hernán.

-Hernán está preso, vieja.

-Bueno, eso le puede pasar a cualquiera en este país. Lo que yo te digo es que entrás a un lado, decís que sos abogado y te respetan. La gente te tiene miedo.

Siempre fui gordo, con granos, torpe: no necesitaba estudiar abogacía para que me tuvieran miedo. Además, no tengo carácter, no sé discutir. Me imaginé de traje y corbata, peleando con un juez: iba a mandar en cana a todos mis clientes, los familiares me iban a linchar.

Igual me anoté en Derecho. En casa ya había un clima raro. Mi viejo, acostumbrado a trabajar doce horas por día, era un tigre enjaulado. Se levantaba a las cinco de la mañana: iba de la cocina al sillón, volvía a la cocina, caminaba como un sonámbulo. Lo que más hacía era sacar a pasear a Titán a cada rato, cuando antes ni lo miraba. No creo que a Titán le gustaran tantas salidas: es un salchicha de casi diecisiete años y renguea bastante, además de estar ciego del ojo derecho.

Otra cosa que me viene a la memoria es que mi viejo estaba siempre en el medio, como si se hubiera multiplicado: uno quería ir al baño y te lo chocabas, mi vieja se ponía a barrer y lo tenía que ir corriendo de pieza en pieza. Yo volvía de la facultad -caminando casi veinte cuadras, para no gastar en colectivo- cargando unos libros inmensos y, después de hacerme un sándwich de lo que hubiera a mano, me ponía a subrayar las ideas principales. No puedo estudiar si no como algo. Recuerdo estar leyendo un libro de teoría política y de pronto levantar la vista y ver a mi viejo mirando el piso, no sé cuánto tiempo, sin moverse, como si estuviera tratando de hipnotizar el parqué. Si le preguntaba en qué estaba pensando, me respondía como a los cinco minutos: en nada, en nada. 

Cerraba los apuntes y me iba a mi pieza a tocar la viola o a escuchar algún disco de Cirrosis Camboyana. No soy bueno con la viola, mis dedos son muy gordos, pero la música me ahorraba oír las discusiones que se armaban, donde mi vieja insistía que algún trabajo tenía que haber, que llamara a sus ex-compañeros, que mirara el diario, pero no la parte de deportes, sino los clasificados, y mi viejo sí, sí, pero qué querés a mi edad, y todo terminaba a los gritos, mi viejo persiguiendo a Titán, para sacarlo por quinta vez en el día.

Ahora me cuesta ver con claridad lo que pasaba; era como una película que no termina nunca, donde se repiten las mismas escenas, las mismas palabras, pero poniéndose peor en cada vuelta, como cuando entra una basura o un pelito en la cinta y todo se va pudriendo.

Sé que un día me cansé, tiré los libros y dejé la facultad, sé que mi vieja lloró y me dijo te vas a arrepentir, sé que pasé días haciendo mandados para comprarme con el vuelto algún paquete de diez cigarrillos, sé que un día mi viejo habló de economía de guerra y yo pensé que nuestra guerra debía ser nuclear, sé que un día nos cortaron el cable por no pagar y gracias a un vecino nos enganchamos de nuevo.

Pasé horas sentado al lado de mi viejo, sin hablar, mirando partidos de fútbol, de pato, de básquet filipino. Él se había convertido en un especialista en cuanto deporte se jugara en el mundo. Podía comentar la buena atajada de un arquero malayo, así como criticar un saque de tenis o distinguir, de una ojeada, los diferentes palos de golf, en grosor y largo. Mientras, mi vieja se trataba de teñir el pelo para ahorrarse la peluquería y puteaba con la letra chiquita de los frascos y se le caían los ruleros en la pileta y el pelo siempre le quedaba más oscuro o más claro de lo que quería. Como pasaba el tiempo y no había novedad de ningún laburo, mi viejo se pasaba el día tirado en el sillón, en chancletas, barbudo, tomando mate con la pava apoyada en la guía telefónica. Mi vieja se encerraba en la cocina a pedalear en la bicicleta fija. Para no escucharla, mi viejo subía el volumen del televisor. El departamento se llenaba con el relato insoportable de una pelea entre dos peso mosca.

Me acuerdo de muchas escenas como éstas, pero no vale la pena escribirlas porque son bastante parecidas; nuestros días eran siempre iguales. Lo importante es que una mañana las cosas cambiaron. Y no fue un cambio así nomás, fue importante, al menos para mí. 

Era un martes, a principios de diciembre. Hacía un calor bárbaro y yo estaba metiendo las cubeteras en el freezer. No me olvido más; mi vieja entró de hacer unos mandados y después de renegar por los precios, dijo que me había conseguido un trabajo. Mi viejo, que estaba preparando unas tostadas, se dio vuelta asombrado. Yo, la verdad, no estaba asombrado. Sabía que iba a pasar en cualquier momento. Mi vieja puede hacer cualquier cosa hablando, hasta conseguir un trabajo para mí. No tiene vergüenza. Habla, se mete en cualquier lado, discute con los mozos, en la fila del banco, en el supermercado, con el verdulero puede llegar a pelearse una hora por el peso de un zapallito. A mí no me van a pasar por arriba, dice siempre. 

No estaba asombrado, pero sentí una ansiedad terrible, algo caminando en la panza, como si  estuviera por patear un penal en una fecha decisiva. 

-Bueno, ¿qué laburo es?–dije, temblando. Mi vieja dejó la bolsa en la mesada. Unas hojas de perejil, secas, se asomaron. 

-Pará, pará un poco-dijo ella-. Resulta que en la panadería estaban rematando los bizcochitos de ayer. Están medio duros pero calentándolos un poco…  

Apoyó la bolsa de los bizcochos en la mesada y se oyó un ruido tosco, como de cemento. Puse cara de asco, pero mi viejo, que ya había terminado con las tostadas, se acercó anhelante a la bolsa. Mi vieja seguía hablando.

-Contame del laburo -dije.

Siempre se va por las ramas. Mientras mi viejo atacaba los bizcochos, mi vieja  puteó a unos vecinos, al gobernador, a mi tía, y, por fin, fue redondeando. Me contó mi futuro trabajo. O mi futuro. Ahí me avivé: no era yo el que pateaba el penal. Era ella. Yo era el arquero. O no. Peor, mucho peor: era la pelota. El gordo pelota, como me decían en la escuela. Era la pelota y estaba en el fondo del arco.

Nunca, ni loco, ni aunque me esté muriendo, no, no, estás loca, nunca, ni en pedo. Todas estas palabras o capaz que algunas peores le dije cuando terminó de contarme. Se las dije bien, riéndome, tomando agua porque hacía un calor impresionante y soy de transpirar mucho. Ella también se reía. Por unos segundos pensé que era una joda, que no podía ser verdad, pero de a poco se fue poniendo seria y yo también me puse serio. Casi triste.

-Es un trabajo. ¿Qué querés? ¿Empezar de gerente?-dijo. Estaba agachada, acomodando unas cebollas en el canasto-. Acá parece que a todos se les caen los anillos.

-A mí no se me caen los anillos, pero…

-¿Pero qué? Es un trabajo. No seas chiquilín. Tenés que trabajar. ¿Qué querés? ¿Estar todo el día acá, panza arriba? 

-No.

-Entonces andá mañana y hablá con ese hombre.

Me alcanzó un papelito con algo anotado. Dijo:

-Vas a  andar bien. Vos sos un chico capaz.

Capaz de cualquier cosa, pensé. No quise discutir porque ya sabía para dónde iba la mano: me iba a echar en cara que dejé abogacía, vos que tenés tanta facilidad para estudiar, te acordás ese diploma, ese premio, que te dio el padre Lorenzo en quinto grado, y tan chico y ya leías…

Me encerré en mi habitación. Puse a todo volumen el último de Cirrosis. Hacía como cuarenta grados y me transpiraba la cara. También me picaba el cuerpo. Estaba inquieto. Me moría por fumar. Soy una persona que sufre mucho cualquier abstinencia. En algún lado tenía que tener un cigarrillo. Busqué en todos los cajones, entre las revistas, en la funda de la viola, pero nada. Ni un pucho por la mitad. Me quedé acostado, mirando un mosquito que daba vueltas. Con hambre, como yo. En cualquier momento me pica, pensé, y cuando me pique, lo hago mierda. También pensé en mi vieja, en que el laburo que me había conseguido era horrible, pero que yo necesitaba urgente algo de guita.  Si seguía así, iba a tener que vender la viola o la colección de discos. Estaba fundido. Pero no me servía de nada pensar. Tenía que ir a laburar. Miré el papelito de mi vieja. No me quedaba otra salida. 

Fui al otro día. La dirección era de un bar muy chico, lleno de olor a fritura, un olor que siempre me da hambre. Encontré al tipo del papel, un petiso morocho, de camisa amarillenta, con el pelo engrasado para atrás. Se llamaba Burzatti. El nombre no me acuerdo. Creo que Ángel o algo así. Yo siempre le dije Burzatti. Estaba parado en la barra, masticando un pebete de cantimpalo y queso, que era un espectáculo. Tenía una cámara de fotos gigante, colgada del cuello. Parecía que se iba a partir en dos por el peso de la cámara. Hablamos un rato, se acordó enseguida de mi vieja y me dijo que esa noche, tipo nueve, podía empezar. Después me miró de arriba a abajo. Sos grandote, pero algún traje te va a andar, dijo. Cuando ya me estaba yendo, me gritó: eso, sí, gordo, venite livianito de pilchas.

No voy a escribir lo que fue pasar ese día, hasta que se hicieron las nueve: la amargura, el miedo, la vergüenza. Voy a contar cómo era el trabajo. Cerca de casa hay una fuente, en una calle peatonal, donde en verano andan miles y miles de turistas. Bueno, en esa fuente, suele haber pibes disfrazados de dibujos animados, de Superman, del Pato Donald, de cualquier personaje que esté de moda. Se zarandean como unos tarados en el borde de la fuente y la idea es tratar de enganchar a los chicos para que se saquen una foto. El que saca la foto es el jefe, el tipo que te contrata. Burzatti.  Yo fui durante tres meses uno de esos muñecos. Yo fui Tribilín.

Nunca en mi vida pensé que iba a meter mis casi dos metros y mis 122 kilos dentro de un traje gastado, hecho de goma espuma, algodón y cachos de tela de cualquier color, en pleno verano. Nunca. Ni en una pesadilla. Y lo peor no era el traje sino la cabeza del muñeco, una especie de satélite peludo pesadísimo. La cabeza apenas me dejaba respirar, porque se bamboleaba para todos lados, y casi no podía ver donde caminaba, porque de afuera Tribilín tenía ojos grandes, pero de adentro eran dos agujeritos y había que ir adivinando al pisar, no fuera cosa que uno se tropezara, se cayera en la fuente y quedara electrocutado. O lo que es peor, que aplastara a algún pibe o, en mi caso, a la familia entera.

Aunque no ponía ganas, no me iba mal. Tenía bastante éxito y enseguida me destaqué entre los otros muñecos. Los chicos me veían ahí parado, se me colgaban y me tironeaban del traje. Gritaban como locos, me rompían los oídos. Yo los alzaba. Burzatti no paraba de sacar fotos. Bien, Gordo, me decía despacito. Solo le veía la boca, con sus dientes verdes. Todavía no entiendo qué tenían los pendejos con mi Tribilín. Era el disfraz más deprimente del mundo. Apolillado, con una oreja más larga que otra. Con quemaduras de cigarrillo y hongos de humedad en la nariz. Más que el tonto y simpático amigo de Donald, parecía un  heroinómano, un punk de Londres, un Tribilín que se hubiera fugado de Disneylandia para dedicarse al crimen. Una bestia sin códigos, capaz de patear a Pluto hasta dejarlo muerto. 

Yo tampoco ayudaba mucho porque con mi falta de estado físico la verdad es que, a las dos horas de estar parado en la fuente, me movía en cámara lenta, con los sobacos hirviendo, puteando a medio mundo, la boca llena de pelusa. Mi cuerpo estaba a la miseria; de la cintura para abajo era una zona de desastre. Algo en la tela me sacaba unas ronchas que me picaban un montón. Serían pulgas, me imagino. O garrapatas. Para aliviarme de la picazón, me frotaba disimuladamente contra el catamarqueño que hacía de Minnie, porque tenía el disfraz más duro y me podía rascar. 

No sé si esos movimientos quedaban bien, pero igual los chicos se peleaban por sacarse una foto conmigo. Eso me convenía porque además de un básico miserable, que no estaba muy seguro de cobrar, iba a comisión, y tenía que sacar la mayor cantidad de fotos que pudiera. Por ese asunto de la comisión, se armaba una competencia bárbara entre los muñecos. Cada cual tiraba para su lado y había algunos que eran capaces de las peores trampas para robarte un cliente. Te metían la traba, te tapaban, no querían que los pibes te vieran. Era un ambiente bravo y a mí me tenían un poco de envidia. No todos eran así, tampoco quiero exagerar. Había gente piola, como en todas partes. 

No me ponía nervioso por la competencia. Me esforzaba, eso sí. Pensaba en la guita, para darme ánimo, para seguir y aguantar. Más o menos iba llevándola mejor, aunque llegaba un momento en que no daba más de alzar a los pendejos y de tener que gritar imitando la voz del dibujito. No daba más. Me quedaba afónico. Porque cuando empezaba, a eso de las nueve de la noche, yo decía «Hola, amiguitos» o «Vengan a sacarse una foto conmigo», cualquier pavada que sirviera, y las decía bien, bastante convencido, pero a medida que pasaban las horas, entre el cansancio, la picazón y los treinta grados, terminaba diciendo cualquier cosa, puteando y  renegando para adentro. Con hambre, con ganas de comerme una pila de sándwiches de miga, una parrillada, lo que fuera. Y sed. Calor y sed. Me acuerdo de eso: horas de tener sed. A veces, cuando Burzatti nos dejaba descansar porque había poco laburo, nos íbamos atrás de un árbol con Donald y nos tomábamos una cerveza bien helada, que comprábamos en la calle Mitre. Pero igual no alcanzaba. Las últimas horas, ya cuando estaba por irme a casa, perdía la paciencia y si algún chico se ponía cargoso y tardaba mucho en sacarse la foto, o, una vez que se la sacábamos no se me quería desprender, lo pellizcaba en la pierna hasta que se ponía a llorar y los padres se lo llevaban.

Burzatti estaba feliz. Muy bien, muy bien, me decía. Tenés cancha para esto, gordo. Se reía, metía la mano en el pantalón, sacaba un bollo de plata y me daba lo que me tocaba por foto. Eso pasaba en un bar, a la vuelta de la Fuente. Ahí íbamos todos los muñecos para sacarnos los disfraces, cobrar y tomar algo. Esa parte me gustaba. Mis compañeros eran medio bestias y nos reíamos bastante, especialmente con el que hacía de Batman, un pibe de Lomas de Zamora que había venido a hacer la temporada.

Después, casi a  las tres de la mañana, me volvía a casa, llevando el traje en una mochila y cargando la cabeza de Tribilín. Eso era espantoso, porque todos los vecinos y los turistas se reían o se hacían los chistosos. Alguna que otra persona conocida me miró con lástima, como si me hubieran amputado un brazo. Yo tenía vergüenza, pero la verdad que solamente rogaba que Yanina, mi vecina del 9 H, nunca me viera con el disfraz ni supiera de mi trabajo. Tuve suerte unos días. Lamentablemente, una noche me tocó subir con ella en el ascensor. 

Estaba todo despeinado y me caía la transpiración como una catarata. El piso del ascensor estaba lleno de agua. Yanina me miraba de reojo, por el espejo. Traté de esconder, como pude, la cabeza de Tribilín. La sostuve atrás mío, en la espalda, la tapé lo mejor que pude, pero con el envión de la subida, se me cayó, rebotó como una pelota y quedó en el medio de los dos. Para colmo, la nariz se desprendió y se fue rodando hasta las sandalias de Yanina, que levantó el pie, aterrada, dio un salto y se apretó contra la pared del ascensor. Traté de decir algo, de pedir disculpas, pero estaba tan afónico y tan nervioso que la voz me salió como un chillido de rata.  Por suerte llegamos a mi piso. Fue el viaje más largo de mi vida. Me agaché, agarré la cabeza, la nariz y bajé. Yanina se apuró a tocar el noveno y volvió a apretarse contra la pared. Estaba pálida y le temblaba un labio. Fue la última vez que la vi. 

Sacando estos detalles tristes que mejor olvidar, gracias al laburo empezó mi buena época, ese montón de cosas que perdí y que extraño. Al principio mucho no me di cuenta, pero mientras pasaban los días noté que mis viejos estaban todo el tiempo alrededor mío. Sobre todo mi vieja. No me dejaba hacer nada, no quería que me cansara: me hacía la cama, me lavaba dos o tres veces la ropa, la tenía siempre planchada. Hubo cambios. Podía fumar en cualquier lado, manejar el control remoto, sacar el noticiero y poner videos musicales y películas de acción, sin que nadie dijera nada. Me daban los gustos y yo la pasaba bien, porque era como volver a ser chico. Y si al principio no me di cuenta, me di cuenta después, cuando se empezó a notar la guita que dejaba cada noche en la mesa de la cocina.  Porque volvía de la fuente y mi vieja casi siempre me esperaba despierta, para saber cómo me había ido. Me recalentaba comida o me daba algo fresco para tomar. Después me enjuagaba la remera en la pileta del lavadero y ponía a airear los zapatones de Tribilín. El traje, gracias a los cuidados de ella, mejoró bastante, aunque se destiñó en la zona del ojo derecho y se achicó en la entrepierna.  Antes de irme a dormir, me quedaba con algo de guita y el resto, casi todo, lo ponía en la mesa.

La mayor parte se iba en comida. En esa temporada que laburé, lo que más disfruté fue comer bien. A mí siempre me gustó comer: no soy gordo por problemas de hormonas o de tiroides. No. Me gusta comer. No tengo límite. No le hago asco a nada. Puedo comer y comer. De chico era igual. Cuando íbamos a los restaurantes, todos estaban por el postre y yo seguía con la comida. Me llevaba los grisines para casa y los mojaba en mayonesa. Pero tampoco me voy a amargar recordando esas historias. A otro lado quiero llegar. Lo importante es que ahora, desde que era Tribilín, yo era el que mejor comía. Lejos. De eso me di cuenta una noche en que mi vieja hizo arroz con pollo, mi comida preferida. El pollo es mi perdición. Siempre, a toda hora, me comería un pollito y si es con arroz al azafrán, mejor. No me puedo resistir. Una noche, cuando ya hacía dos semanas que estaba laburando, mi vieja, para festejar, hizo una olla gigante de arroz con pollo. 

De esa cena no me olvido más, no me puedo olvidar: nos sentamos, mi vieja vino con la olla y la apoyó en el redondel de mimbre. Tenía el cucharón en la mano. Sentí el olor del azafrán mezclado con el pollo y me emocioné. No sé cómo escribir esa sensación. Era como volver a ver a un amigo después de mucho tiempo. O como tener un campo y que después de una sequía terrible, te caiga una lluvia de tres días y te revivan los choclos, la lechuga. Mi vieja levantó la tapa, entre el humo miró a mi viejo a los ojos, después me miró y dijo: primero para el trabajador. 

Lo dijo en broma, riéndose. Pero lo dijo fuerte, y a mí me pareció –o me parece ahora, no sé- que esas cuatro palabras quedaron flotando en el aire. Mi viejo y yo estábamos serios, mirando la olla. Impacientes. Entonces mi vieja agarró mi plato, metió el cucharón en la olla, revolvió, y me sirvió un montón de arroz, una cantidad impresionante, como hacía mucho que no comía. Pero eso no fue todo, porque además me puso una pata de pollo enorme, una pata que parecía de ñandú, con mucha carne, bien cocida, una cosa increíble. 

Capaz que ahora que estoy en la mala, todo me parece mejor, pero no creo estar mintiendo: era la pata más grande del mundo. No lo podía creer. Era la felicidad encima de un plato. En mi arroz, medio escondida, había una hoja grande de laurel y mi vieja dijo cuidado, cuidado, y la sacó con el cucharón y la volvió a tirar en la olla. Yo estaba feliz. Después le sirvió a mi viejo: una porción chica, que daba lástima. Creo que se podía contar el arroz con los dedos. Del pollo, le tocó un ala, que ni se veía. Y la hoja de laurel en el medio del arroz, apuntándole con el tallo. 

Cuando terminó de servirse ella -también poco- empezábamos a  comer. Casi no hablamos. A veces, mi vieja me preguntaba algo del laburo y yo contestaba con monosílabos, porque la verdad que no podía dejar de tragar. En un momento lo miré a mi viejo. Él miraba su plato vacío, pasaba una galletita de agua por el jugo del arroz y la daba vuelta en la mano, una y otra vez, como si fuera una carta de truco.

-¿Querés más? -me preguntó mi vieja, al rato.

Estaba lleno, me faltaba el aire.

-No, gracias. 

-Pero comé más. Tenés que estar fuerte -insistió- Estás muchas horas parado.

– No. No doy más. Ponele al viejo.

Mi viejo acercó el plato; ella le sirvió otra porción, esta vez un poco más generosa. Me acordé de un dibujo que nos mostraban en catecismo, en el San Agustín: mi viejo me miró como Lázaro miraba a Jesús, cuando éste lo sacó de la tumba.

Después de cenar me iba al laburo, pero antes, para hacer la digestión, me sentaba en el living y me fumaba un pucho, apoyando los pies en la mesa ratona. Cuando terminaba de fumar, iba a mi pieza y me preparaba para el laburo, siempre puteando, porque no tenía ganas. Me ponía ropa vieja, alguna remera gastada, de esas que habíamos traído de Camboriú. Estaba como un mondongo, muy blanco y gordo. Era el primer verano que no iba a la playa, pero no me importaba. No tenía ganas. Qué importa la playa, pensé. Eso es para porteños. Ahora estaba haciendo plata. Poca, pero plata al fin. Y me iba a comprar discos y libros de la Segunda Guerra.  

Con la plata le pagué la peluquería a mi vieja. Compré el diario los domingos para mi viejo, como hacíamos antes. Me compré unas zapatillas. Llamé a un plomero y arreglé el calefón. Pagué la luz, el gas. Y todo me volvía, me volvía cada vez más, porque con cada cosa que pagaba, me sentía mejor y me hacían sentir mejor. El Centro. El Rey.

Lástima que todo se termina y por más rey que seas, hay un día donde se te acaba todo. Cuando llegó marzo y la ciudad se empezó a vaciar, el trabajo se cortó. Ya se veía venir, porque no andaban muchos turistas y no le sacábamos una foto a nadie. Ni yo, que antes andaba bien, tenía suerte. Los pibes no me miraban, seguían de largo, los padres pijoteaban. Encima se llenó de jubilados del PAMI, que no son nuestros clientes. Burzatti estaba preocupado, fumaba y fumaba. Vamos, muchachos, nos decía, pongan un poco más de ganas. Y nosotros meta hacer morisquetas, pero no era lo mismo que en pleno enero. Yo, por lo menos, estaba en decadencia. No pegaba una. Agarraba un pibe y se ponía a llorar o los padres me decían que no de entrada. Hubo noches enteras donde no metía ni una foto.

Una madrugada, en el bar, Burzatti nos dijo que no fuéramos más. Nos contó que durante el invierno se dedicaba a casamientos o fiestas de quince. Rinden más, dijo, y se bajó de un saque un chop de cerveza. Rinden más y encima chupo y morfo gratis, ¿qué más quiero? Cuando estuvimos un minuto solos, me dijo: Vos anduviste bien, gordo. Fuiste el mejor. La temporada que viene, venite, si necesitás laburo. Yo dije que sí, pero por adentro pensé: ni aunque me des un palo por foto. Después, Burzatti se subió a su Fiat 128 y entre todos lo ayudamos a amontonar los disfraces en el asiento de atrás. El autito parecía que iba a explotar. Burzatti quiso prender el motor. No andaba; estoy corto de nafta, dijo. Denme una manito. Me quise hacer el distraído pero no pude. Lo tuvimos que empujar como media cuadra. Por suerte, el Fiat se sacudió, largó un montón de humo negro y arrancó. Antes de que estuviera muy lejos, vi, por última vez, mezclada con las otras cabezas, la cabeza de Tribilín mirándome desde el vidrio. 

Fui a casa. Creo que al principio no me di cuenta de lo que estaba pasando. Esto de quedarme sin laburo, justo que empezaba el año. Debe ser como cuando uno se golpea en caliente, que te duele después. Caminé por una calle vacía, doblé por una esquina, por otra, fui por una vereda oscura y en un momento pasé por la disquería donde compraba, y cada uno de esos discos me pareció que era de oro. Todo me quedaba caro. Tenía que volver a los cigarrillos de diez,  a cuidar cada moneda. 

Aunque no me gusta caminar porque me agito y me agarran calambres, caminé, caminé mucho, esquivando con odio parejas que se besaban, esquivando perros, patotas, algún que otro turista. Estaba cansado, con la ropa mojada y un tirón en el brazo izquierdo. Era raro, pero no tenía nada de hambre, eso que sentía el peso de dos o tres monedas y podría haberme comprado un pancho por ahí, como hacía siempre. Preferí llegar a casa y ahorrarme esa guita. Entonces, cuando quise darme cuenta estaba en mi edificio. Al abrir la puerta de casa, me recibió un ronquido de mi viejo, desde el sofá cama del living. No sé si dije que él duerme ahí.  En el pasillo que da al baño y a las piezas, estaba parada  mi vieja, en camisón.

-¿Qué pasó? -me dijo- Es tarde.

-Nada. Me fui a dar una vuelta.

-¿Una vuelta? ¿Y cómo te fue en el laburo?

– Bien, pero se acabó. No tengo que ir más.

-¿Te echaron? 

-No, no me echaron. Se acabó porque no hay gente. ¿No ves que no tengo el traje?

Mi vieja me miró las manos, no dijo nada y se fue rápido a su pieza. Me saqué la ropa y me quedé acostado mirando el techo. Después pegué la cara contra la almohada, como empujándola para abajo. Me molestaban las ronchas en las piernas. Sentí los mosquitos en la espalda, picando. Los dejé: no tenía ganas de darme vuelta. Al final, me dormí como a las dos horas. Tuve un sueño horrible. Soñé que estaba en la fuente, haciendo morisquetas, pero totalmente desnudo y todos me apuntaban con el dedo, se reían y  sacaban fotos.

Al otro día, a la mañana, mientras tomábamos unos mates en la cocina, había un clima de velorio que no se aguantaba. Iba a preguntar, en broma, dónde estaba el muerto, pero preferí no hacerlo. Mi vieja me convidó un mate. Yo apenas podía hacer subir el agua por la bombilla, era como que no tenía energía: me quedaba con la bombilla en la boca, pensando, la cabeza perdida.

-Bueno, largando que no es micrófono- dijo mi viejo. Mi vieja no dijo nada. Antes hubiera dicho dejalo, que tiene que reponer fuerzas o dejá que tome como quiera o algo por el estilo. Ahora no dijo nada, cambió la yerba, pasó un repasador por la mesa, se fue. 

Después, como hacía siempre, mi viejo salió hasta la radio que está a dos cuadras de casa, donde colgaban la hoja con los clasificados. Nunca aparecía ningún aviso, nunca encontraba nada, pero él tardaba bastante en volver. No sé qué hacía. Me imagino que daría vueltas por ahí, aburrido, solo. Capaz que se iba hasta  el puerto a mirar los barcos, pensando yo los haría mejor o habría que cambiar esto o aquello.

Mi buena época había terminado. Lo supe cuando mi vieja salió de mi pieza acusándome de dejar todo así nomás, ni siquiera te hacés la cama, dejás las medias todas sucias, como si fueras a herniarte. O cuando de golpe me gritó en la cara ¿vos te pensás que soy tu sirvienta? O cuando me mandó a fumar al lavadero, porque me manchás todos los ceniceros de cerámica y tuve que levantarme del sofá y terminar el pucho en la ventana. 

Algo horrible pasaba en las cenas, al revés de antes: ahora, era la misma cantidad de comida para todos, pero ya no había pollo. No. El pollo era caro. Comíamos hígado con cebolla, fideo blanco, polenta con aceite. Comidas  hechas sin ganas, a los apurones. 

Para esa época, empezamos a vender cosas. Vendimos un televisor chiquito y una cama turca donde dormía algún pariente de visita. Le vendimos la videocasetera al vecino de arriba. El portero nos compró una trituradora de verdura que mi vieja nunca aprendió a usar. También liquidamos la bicicleta fija y la máquina de vaciar aceitunas, que nos había mandado mi tío Tochi de Miami. Mi vieja era la encargada de esas ventas: conseguía los clientes, les hablaba, los convencía. También administraba la plata.

Me parece que iba a terminar vendiendo hasta al perro, si no hubiese sido que todo volvió a cambiar. Fue uno de esos días aburridos de otoño, que no terminan nunca.  Nos estaban por cortar el teléfono. Creo que el tipo de la telefónica ya estaría desarmando los cables, cuando sonó el aparato. Pensé que sería por el aviso del lavarropas, que habíamos puesto el día anterior. Pero no. Una voz gruesa preguntó por mi viejo. Lo llamé.

Mi viejo se acercó despacio, con miedo, pensando que sería alguien del banco o de la tarjeta de crédito. Agarró el tubo temblando, como si fuera una anaconda.  Con mi vieja escuchábamos desde la cocina. La voz de mi viejo, al rato de hablar, se calmó y entró en confianza. Sí, sí, cómo no, decía. Se rio, nos miró y nos guiñó un ojo. Cuando colgó, dijo:

-Era el ingeniero Lavanda. Me necesita para un trabajo largo, de varios meses.  Me pidió que vaya el lunes. 

Mi vieja, de la alegría, pegó un grito que casi me mata. Pensé que la había pisado. La verdad es que estábamos contentos y esa noche, haciendo un gasto extraordinario, compramos dos botellas de vino para la cena y las tomamos todas. Medio borracho como estaba, mi viejo fue al armario y se puso a ordenar sus herramientas de laburo: le sacó punta a los lápices de dibujo, le pasó un trapo a las reglas, al compás. Lo hacía con delicadeza, muy despacio, chiflando un tema del Club del Clan. Mi vieja le planchó una camisa, la mejor que encontró, y le cosió el cierre del pantalón. Tenés que ir bien presentable, dijo.

Cuando empezó a trabajar con ese tal Lavanda, la situación entró a mejorar bastante. Claro que no para mí. Para mí no, porque también empezaron estos días que estoy viviendo, a los tumbos, sin hacer nada, sin guita, lejos de todo, mientras mi viejo, afeitado, de buen humor, como rejuvenecido, se acaba de comer una pata de pollo impresionante, con  mucho arroz, contando chistes y anécdotas del nuevo laburo con mi vieja. Yo no me meto en esas charlas. Los primeros días, sí, un poco, tiraba algún bocadillo. Ahora no quiero. No tengo ganas. Me siento, como la miseria que me toca y me levanto. Tengo que llevar mi plato sucio hasta la pileta y lavarlo. Después vengo a fumar acá al lavadero, donde hay una mesa. Tengo  un cuaderno de tapa naranja y lápices, algunos con punta. Vengo y  me acomodo cerca de Titán que se rasca en mi blazer, me fumo el último pucho que me queda y miro para afuera: la calle Santa Fe, o lo poco que se ve, entre tantos edificios llenos de murciélagos y bombachas colgando. Es invierno y todos los días y las noches son iguales. Hoy fue distinto porque en vez de dibujar pavadas en el cuaderno, me puse a escribir. No sé para qué. Capaz que para hacer algo, mientras trago saliva y  bajo esa  hoja de laurel que me quedó ahí, por la garganta.

Mauro De Angelis

Mauro De Angelis
Mauro De Angelis
Nació el 8 de agosto de 1976, en Capital Federal. Desde los diez años vive en Mar del Plata, donde asistió a los míticos talleres literarios de Daniel Boggio. Obtuvo el 1º lugar en el Premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano 2011, en la categoría Poesía, con su libro Tierra leve; en 2009, en el mismo certamen, rubro Cuento, logró el 2º lugar. En 2013 su relato «Guapo» fue seleccionado en el Premio Itaú de Cuento Digital e incluido en la antología Mate. Un cuento suyo fue seleccionado por Pablo Capanna para integrar Más acá. Antología del género fantástico argentino (Letra Sudaca Ediciones, 2015). Ganó el Premio Alfonsina en Creación Literaria. En 2016, editó el libro de cuentos Vía Crucis (Letra Sudaca Ediciones) Ha escrito las novelas (inéditas) Tríptico de la feria, El artista de las esferas, Wilson, y, junto a Sebastián Chilano, El Lémur.

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