Una noche de película

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No hago gran cosa desde que te fuiste a Bruselas. Por las mañanas leo o escribo cuando no duermo. Por las tardes salgo a pasear por los bulevares hasta agotarme. Ayer fue diferente. Ayer encontré un cine donde anunciaban que hoy darían Hasta el fin del mundo, la última película de Win Wenders, en avant premiere, gratis y con Wenders presente. Un buen plan para alguien sin plan. La chica de la boletería me dijo que era la última entrada. Suerte la mía. Vos en Bruselas y yo con cine gratis y con Wenders cara a cara.
Hoy no leo ni escribo. Me levanto tarde, almuerzo y me doy un baño. Salgo del departamento a la hora en que salgo cada día a pasear. El cielo está encapotado y una gota me cae en la cabeza. Entro al bar más cercano y pido una cerveza. A esta hora el café me cae terrible. De los ocho bares que hay entre el departamento y el cine elijo los cinco que están adornados con guirnaldas y arbolitos nevados, como la mayoría de las tiendas de los bulevares. Para no llegar al cine mojado me voy acercando como en una carrera de postas. Debería haber traído un paraguas pero no sé si tenemos paraguas. Las dos últimas cervezas las tomo en el bar que está al lado del cine. La suma da siete, acá y en Bruselas.
La función comienza sin Wenders. Me parece que me estafaron. La película me gusta pero es eterna y me duermo un par de veces. Wenders llega sobre el final. Entra por una puerta lateral. Las luces de la sala se encienden. La gente aplaude. Wenders saluda en correcto francés y cuenta cosas sobre la duración de la película y el casting. Una chica le pregunta por qué la música es toda de músicos blancos y Wenders le contesta que es porque él se formó con el rock y esa es la banda sonora de su vida. Siempre contesta bien y de buen ánimo aunque le pregunten idioteces. Un chico con cara de estudiante de filosofía levanta la mano.
—¿Por qué filmó en Australia? —pregunta todo excitado cuando le ceden el turno.
—Cuando estuve en Australia —dice Wenders buscando la respuesta en el fondo de su cabeza de alemán cabeza cuadrada, como les dice un amigo que convivió con ellos—, sentí que era el fin del mundo y quise que eso estuviera en la película.
¿Y cuál es el principio del mundo, maestro? ¿La casa donde naciste? ¿Cuál es el fin del mundo para un australiano? Una pregunta se me atora en la garganta. Levanto la mano. Voy a hablar en francés delante de trescientos franceses, ¿y qué? En ese momento dan por finalizada la actividad y te vas contando un buen chiste, un chiste de salón digno de un hombre que nació en el mismísimo ombligo del mundo.
—Intenté que mi película tratara a la imagen como Fahrenheit 451 de Truffaut trata a la escritura. Así que los invito a ver el último rollo de esa película.
Se apaga la luz y te esfumás por la puerta por donde habías llegado. En la pantalla arranca Truffaut. Qué jugada genial, maestro. De esa forma nadie te va a martirizar con más preguntas idiotas y fotos.
El rollo se termina y se enciende la luz de nuevo. En un par de minutos el cine se vacía. Es raro ir al cine el 24 de diciembre. Debe ser gente que tiene la familia lejos o que no tiene. Yo la tengo pero en Bruselas.
Todavía tengo tiempo de recorrer la avenida y volver al departamento para llamarte y desearte feliz navidad antes de abrir una botella de vino y cocinar algo. Vuelve a llover. Me refugio en el bar donde había bebido las últimas cervezas. No sé si tengo cara de enojo o las cervezas se me subieron tardíamente a la cabeza pero el barman me atiende mal. Pido otra cerveza, la última, y me voy, te lo juro, maestro. ¿A Bruselas? No, hombre, a mi casa a pasar nochebuena solo.
Se oyen voces en el fondo del salón. Hablan a los gritos y en alemán. Son tres tipos y Wenders. Están cenando. Cuatro cabezas cuadradas es sinónimo de ruido. Uno más y te declaran la guerra. Están brindando. Debe ser por la suerte de haber nacido en el ombligo del mundo. Me tomo la cerveza de un trago y en dos pasos estoy frente a ellos. Qué pena que no sé putear en alemán. Se debe sentir como tener un superpoder. Los cabeza cuadrada no entienden nada. No están acostumbrados a que un tipo se les plante así.
—Et que serait la fin du monde pour un australien? —les grito.
Los camareros se me vienen al humo. Uno se interpone entre los alemanes y yo.
—Vamos para afuera si sos macho —le digo a Wenders asomando la cabeza por sobre el hombro del camarero, y le traduzco—, allons dehors si tu es un homme, un macho, macho —remarco mientras me señalo el pecho.
El barman me toma con firmeza del brazo y me invita a abandonar el lugar. Ahora se está divirtiendo. Ya no tiene esa cara de culo con la que me atendió. El restaurante está repleto. Festejan navidad como la gente normal, brindando y riendo. Me miran escandalizados. Quién es ese extranjero que viene a alterar nuestra paz. Mucha cultura pero nadie reconoce al gran director de París, Texas. Le hago caso al barman. Ya está, ya les di una lección, maestro. Antes de salir a la calle tiro dos monedas sobre la barra. Feliz navidad y quédense con el vuelto.
La llovizna se volvió lluvia torrencial. No sé si alguna vez vi llover así. Quizá en una película de inundaciones. Apuro el paso pensando que puedo llegar al departamento sin empaparme pero dos cuadras después no me queda otra que refugiarme bajo un toldo. Siempre que llovió paró, decía mi abuelo. El agua desborda la calle y sube a la vereda. Pego la espalda a la pared para no mojarme los zapatos. Madre mía, cómo llueve. Un tipo me imita. Otro prefiere correr el riesgo, se saca los zapatos, se arremanga los pantalones y cruza la calle con el agua hasta las rodillas.
—Siempre que llovió paró —le digo a mi ocasional compañero.
—¿Qué? —me pregunta en un francés con mucho acento.
Traduzco la frase y se ríe. Tiene los dientes podridos. Es un clochard, un mendigo. Lleva zapatones enormes, demasiado grandes para sus pies. Rescatados de la basura, imagino.
—Linda nochebuena vamos a pasar acá, bajo la lluvia —le digo.
Miro la hora en el reloj que me regalaste antes de irte a Bruselas como si quisieras decime que tengo que hacer las cosas a tiempo o al menos hacerlas alguna vez.
—Lindo reloj —me dice mi nuevo amigo.
—Me lo regaló mi esposa.
—¿Y ella?
—En Bruselas.
—¿Bruselas? —no puede creer que alguien prefiera pasar navidad en Bruselas pudiendo hacerlo en París.
—Ojalá que a ella también le llueva así —le digo.
Sacude la cabeza sucia y cubierta con una gorra de lana. La broma no le gustó.
—¿De dónde es? —le pregunto.
—Timisoara —dice.
Miente como alguien muy acostumbrado. Antes, los mendigos que decían venir de Timisoara recaudaban más que los otros. La gente se solidarizaba con las víctimas del comienzo del fin de la Unión Soviética luego de la ejecución de Ceausescu. Al rato todos los mendigos de París decían ser de Timisoara hasta que perdió la gracia.
¿Habrá llovido alguna vez así en Timisoara? ¿Lloverá así en Bruselas? Te lo voy a preguntar apenas pueda llegar al departamento y telefonear a la casa de tu amiga ¿Juana, Ana? para desearte feliz navidad. No me vas a creer que pasé nochebuena debajo un toldo en compañía de un mendigo de Timisoara. Suena a mentira de acá a la China. Me vas a decir que seguro que fui otra vez al Bateau Lavoir.
—¿Otra vez al Bateau Lavoir? —me parece escuchar tu voz a pesar del ruido de la lluvia que golpea el toldo como si quisiera derrumbarlo.
—Hay algo ahí —contesto yo—, que no logro descifrar.
—Hubo algo. Ahora es una ilusión, un montaje.
Es tan cierto como que yo te lo conté. No te gustaba nada que una vez por semana te llevara al restaurante que está frente al Bateau Lavoir, donde vivió Picasso y donde se burlaron del aduanero Rousseau.
—¿Conocés la anécdota de la cena del homenaje que era una burla?
—¡Pero si me la contaste la semana pasada!
Un grupo de amigotes invitó a cenar a Rousseau para homenajearlo cuando en realidad era para burlarse. Otros aseguran que era un homenaje con todas las letras porque ese hombre pintaba lo que nadie pintaba y lo admiraban de verdad. Era un artista, no uno que decía que lo era.
Esa anécdota me vuelve loco desde que vi una foto de la cena. En un rincón del atelier, a un costado de la mesa, junto a otros cuadros apilados, se ve que asoma Las señoritas de Avignon que Picasso finalizaría recién un par de años después. Cuando me pediste ver la foto no la pude volver a encontrar. Estoy seguro de que estaba colgada en el mismo restaurante desde donde miramos la puerta verde del Bateau Lavoir, aunque puede ser que la haya visto en el museo de Orsay o en una enciclopedia.
—Una parte de la historia de la humanidad sucedió detrás de esa puerta, ¿entendés? —te digo—. Con ese cuadro comenzó el cubismo y…
Me sacaba de quicio que no le diera la importancia que tenía.
—Sí, me lo dijiste también varias veces. Pero esa puerta no es la puerta. Ese lugar se quemó y lo que vemos ahí, desde acá…
Decías, señalando la puerta verde desde la ventana del restaurante, siempre la misma ventana frente a la misma mesa, porque yo no entro si no me puedo sentar ahí, desde donde se ve claramente el Bateau Lavoir. Una vez monté guardia en la plaza hasta ver que la mesa se liberaba de clientes.
—… es un montaje para turistas.
—Lo sé, si te lo conté yo.
Esa puerta verde es algo a lo que no puedo ponerle nombre. La creación y la parodia, la acción y la representación. Todo y nada. Lo verdadero y lo falso. Por eso no puedo dejar París. Antes debo resolver el enigma que significa esa puerta. Pero vos no podías esperar, no, claro. Para vos todo es urgente. Y tuviste que inventar un viaje a Bruselas. ¿Qué hay en Bruselas además de mil cervezas diferentes?
—¿Conoce el Bateau Lavoir? —le pregunto a mi amigo de Timisoara.
—Trabajé un tiempo ahí. Muchos turistas, poco dinero. Mejor los lugares relacionados con el cine. La gente es más generosa —y señala el restaurante detrás nuestro.
Él percibe al instante mi desconcierto. Es una persona acostumbrada a leer a la gente. De eso depende su comida diaria.
—¿No sabe dónde estamos? —me dice.
Aprovecha para darme una lección de historia de la cultura. Estamos bajo el toldo del Grand Café. En el Salón Indien de este lugar los Lumiere proyectaron la primera película de la historia.
—¿No lo sabía? —me dice.
—Yo creía que era en el Café Indien y no en el Salon Indien del Grand Café.
Había pasado mil veces por ahí sin saberlo. Qué vergüenza. La gente que está festejando navidad en el Grand Café señala la lluvia que inundó por completo el bulevar de vereda a vereda. A pesar de todo es una bella imagen. ¿Qué significará? Algo nuevo a descifrar. Tarea para el año próximo.
—¿Vienen muchos turistas acá? —pregunto.
—No muchos. Y los que vienen se van decepcionados. Demasiado artificial.
—La acción y la representación —digo.
—¿Cómo?
—No me haga caso.
—Vea —dice señalando la lluvia que ya no es torrencial—, siempre que llovió paró.
Miro el reloj. Un minuto pasada la medianoche. Esa había mi nochebuena. A lo lejos se escuchan cohetes y bocinas de coches.
—Es una ley universal, parece —sentencio.
—¿Y usted de dónde es? —me pregunta.
—De Argentina —digo.
—Oh, la, la… —dice haciéndose el francés—, del fin del mundo.
Me levanto el cuello del abrigo y me voy sin saludar. Todavía llueve pero no me importa. Logro hacer varias cuadras sin mojarme los zapatos. A veces me veo obligado a saltar un charco o a correr buscando refugio. Una carrera de postas sin más premio que no llegar fatalmente tarde.

Javier Chiabrando

Javier Chiabrando
Javier Chiabrando
músico y escritor, autor de las novelas “Caza mayor” (Eduvim, Argentina e Ilíada, Alemania), “Todavía no cumplí cincuenta y ya estoy muerto” (Océano, México y Barataria, España). Sus últimas novelas son “Los hijos de Saturno” (Negro Absoluto), y “La novela verdadera” (Vestales y Barataria, España), “Siempre es ahora”, (Baltasara), “El olvido imperfecto”, (Negro Absoluto); y las novelas juveniles “Dos miserables besos”, “El capitán Gamboa y la cruz de Cuzco” y “El Ñato”. Sus novelas integran el catálogo de audiolibros de Storytel. Es autor de “Querer escribir, poder escribir”, libro que analiza el proceso creativo y que lleva varias ediciones en diferentes países. Es contratapista de Rosario/12 y ha colaborado con Radar, Perfil, Telam, y La Stampa de Italia. En 2017 Blueart Records editó su disco "Etcétera" de composiciones propias y está terminando un disco de canciones. Es director del Festival Azabache.

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