Una mujer única (cap.1)

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Prólogo

¿Tiene unos minutitos?

 

Los cuatro sepultureros acababan de depositar el lustroso ataúd en la profundidad del pozo y ahora descansaban, apoyado uno sobre la pala, otro sobre el tronco de un árbol, los otros dos con la mirada perdida en el piso, sus botines negros gastados y mugrientos. Era el sexto entierro del día. El barro, producto del diluvio de la noche anterior, dificultaba mucho las cosas. Un sol apagado, casi gris, como si estuviera tras un celofán o fuera parte de una esas fotos viejas, se veía en el cielo: no alcanzaba siquiera a entibiar el aire. Se escuchaba un eco del viento de la mañana invernal en ese cementerio privado del conurbano, que parecía más bien un campo de golf, con esa variedad infinita de verdes, árboles añosos —pinos, en su mayoría—, silencios, el lugar cerrado y exclusivo donde descansan los habitantes de los countries, cerrados y exclusivos, de la zona.

 

Eran, minutos más o menos, las 10:30.

Mientras los sepultureros tomaban aire, un gordo desubicado rompió el clima de silencioso respeto.

—Los mu-cha-choooos pe-ro-niiiii…

El resto de los asistentes lo frenó, como si hubiera existido

un pacto previo entre ellos.

—Shhhhhhhh.

 

En ese momento, Garmendia sintió, por primera vez, su presencia. Algo apartada del resto de los asistentes, se ocultaba tras unas gafas oscuras. Sería exagerado decir que la vio: fue como una sombra, una señal fugaz pero magnética, algo que le llamó la atención, cierta inquietud.

Cuando empezó a caer la tierra para cubrir el ataúd, Isabel se acercó, discreta y conmovida, al borde del pozo. Se acuclilló —de una manera rara, apoyando toda la planta del pie sobre ese piso irregular— abrió su bandolera naranja, extrajo de ella un corpiño plegado, tal vez de encaje negro, y lo arrojó al fondo. Pareció un gesto póstumo de ternura y lealtad. Isabel calzaba unas botas negras de media caña, sin tacos, que cubrían sus pantalones. Su polera roja caía sobre los jeans gastados. Luego de arrojar el corpiño, se persignó y volvió a pararse tras la única nena que estaba en ese entierro: posó las manos sobre sus hombros minúsculos y puntudos, quizá para contenerla,vez para buscar ella algo de calidez en ese contacto.

Desde donde estaba el periodista no se la podía ver bien. Así que Garmendia giró suavemente, retrocedió unos pasos y buscó el ángulo. Ella estaba ahí, un metro y medio detrás de Isabel. Morocha, tez blanca, uñas rojas, chatitas, pantalón angosto y camisa negra, su pelo aindiado caía recto y pesado hasta la cintura: casi como Catherine Zeta Jones diez años atrás. La vida, finalmente, se la había puesto ahí, en un entierro, a unos pocos metros.

Mientras la ceremonia agonizaba, se dedicó a desvestirla, es decir, a imaginarla desnuda. Le gustó. Catherine, en bolas, estaba tremenda. No era cierto que hubiera engordado. Sintió que eran, definitivamente, el uno para el otro.

Mirar a una mujer que lleva gafas oscuras es peligroso: uno nunca sabe cómo son sus ojos —un detalle clave— y mucho menos si ella devuelve o no la mirada. Catherine las movió hacia adelante, para poder ver por encima de ellas, y lo miró directa, agresivamente, durante unos segundos. El periodista pudo, entonces, ver sus ojos aindiados.

Lo intimidaron.

Bajó la mirada y sintió una incipiente erección.

Hay una sensación devastadora que domina a ciertas personas en algunas ceremonias: casamientos, fiestas de fin de año, entregas de diplomas, discursos de ocasión, clases magistrales y, especialmente, en entierros. No la pueden evitar ni siquiera en momentos críticos como, por ejemplo, la muerte de sus propios padres. La palabra más cercana que la define es languidez. Cobardía, falta de energía, ánimo y valor, dice el diccionario.

No saben comportarse en los entierros.

Algunos psicólogos norteamericanos lo llaman el síndrome del tiempo ajeno, o vacuo, o hueco, según la traducción. Los músculos se ablandan, los párpados pesan como nunca, la panza cruje y se les instala un deseo voraz de huir o, a veces, de comer todo lo que tienen frente a ellos. Empiezan a odiarse por estar ahí, a detestar al hipócrita que pronuncia la oración religiosa o el discurso de ocasión, a planificar mecanismos de fuga, a calcular cuántos putos minutos faltan para recuperar la libertad. Les agarran ataques de risa o se ponen claustrofóbicas, irritables, movedizas.

Esa mañana, lo de Garmendia fue más discreto pero igualmente impresentable.

En el momento en que sintió el cosquilleo en su entrepierna, Garmendia se sumergió en una especie de ensoñación y recordó su historia de amor con Catherine Zeta Jones. De fondo, se escuchaba una oración religiosa. Todo había empezado en La emboscada, esa película en la que ella intentó robar, junto con Sean Connery, el tesoro oculto en el último piso de las torres más altas del mundo, en Bangkok, justo en los últimos diez segundos del milenio. El día que la vio se enamoró perdidamente, sobre todo durante la escena en que Catherine, en un catsuit negro, aprendía a evitar los rayos infrarrojos de un sistema de seguridad, practicando a través de una red de hilos muy finitos. Para hacerlo, se contoneaba como una serpiente mientras Connery intentaba sin éxito resistir ese amor otoñal. Esos ojos oscuros, esas caderas, ese cuerpazo. Garmendia estaba convencido de que si la vida, por esos raros giros que da a veces, los hubiera cruzado, habrían sido felices para siempre. ¿O acaso eso no le pasó a Hugh Grant con Julia Roberts en Notting Hill? ¿O no hay un argentino como él que está de novio con Sharon Stone? Garmendia la volvió a amar en La máscara del Zorro: a ella, sus hombros blancos y redondos, su sarcasmo, su boca tentadora, su pelo negro, frondoso, pesado. Después Catherine se casó —previo contrato prenupcial—, engordó y todo se fue al cuerno.

Es posible, de todos modos, que eso que afectó a Garmendia durante el entierro del Maestro —recordar su historia con Catherine, excitarse ante un cruce de miradas— no fuera el síndrome del tiempo hueco sino algo más elemental y común: quienes conocen el medio sostienen que los periodistas —Garmendia es periodista— son tan ególatras que solo toleran concurrir a un entierro donde ellos sean el muerto.

Puede ser.

 

Estaba allí, por una sencilla razón: la lealtad. Garmendia no es peronista. Es más, desconfía de los peronistas, a los que ha visto traicionarse una y otra vez, todo el tiempo, mientras se llenan la boca hablando de la traición ajena. La mayoría de los peronistas diría de él que es un gorila, o medio gorila, o gorilita, como le dijo una vez un ministro ya caído en desgracia. En otra época él aclaraba que no lo era pero ya le cansa esa discusión. En todo caso, su sentido de la lealtad pasa por otro lado. No cree que la manera de homenajear a nadie sea concurrir a un entierro a bostezar. Eso es un formalismo, como ir a un cumpleaños o dedicar un libro. No cuesta nada, por eso no significa nada.

Isabel lo había llamado un día antes del entierro, exactamente seis meses después de todo lo que ocurrió. Lo citó a tomar un café en el hotel del Abasto, frente al edificio plateado de los colombianos. Estaba triste, serena, más gastada que de costumbre y, en medio del dolor, bellísima. Garmendia intentó abrazarla. Ella recibió el abrazo tensa, rígida, en un claro esfuerzo por no quebrarse.

—Ahorremos palabras, escriba. Estoy acá para transmitirte el último mensaje del Maestro.

Antes de que pudiera hablar, una camioneta púrpura, estilo nave espacial, estacionó en la puerta del hotel. Bajaron ocho colombianos que daban miedo. Se quitaron las gorras con viseras y hablaron con solemnidad.

—Señorita, nos acabamos de enterar. Vinimos a decirle que lo sentimos. Nosotros lo respetábamos mucho al Maestro.

Uno por uno, le dieron un ceremonioso beso a Isabel.

Al quedarse solos, ella abrió su cartera. Su mano temblaba cuando sacó un sobre de papel madera.

—Me dio esto para usted. Dijo que lo iba a disfrutar.

No era el momento de abrirlo. Tenía, adentro, un libro pesado.

—Mañana lo enterramos en una ceremonia muy reducida.

Pidió que no fuera ningún dirigente del Gobierno. Se ve que no pudo superar algunos rencores. Y que le avisara a usted. compromiso, escriba, es lo que me dijo que le dijera.

El Maestro había sido, según quien lo contara, un canalla, un reverendo hijo de puta, un hombre encantador, con códigos claros, o una mezcla de ambos personajes: un mafioso, un sabio, tal vez un asesino, un tierno, un resentido, un titiritero. La historia del peronismo, desde el regreso de la democracia, no se podrá contar sin hacer referencia a él, que sin embargo supo mantenerse a resguardo de la prensa y desconocido para el gran público. En cualquier caso, fue uno de los personajes más fascinantes que Garmendia había conocido en su vida. A estas alturas, además, ya sabía que seguir su juego era un buen negocio: uno entraba en mundos que ni siquiera imaginaba que existían, mucho más interesantes que la nota que había ido a buscar.

Tenía que ir por lealtad a todas esas historias y particularmente a la mejor: la última aventura del Maestro, que lo tuvo a Garmendia como testigo privilegiado y, casi, protagonista.

O sea que fue al entierro.

—Este puede pasar. No lo revisen —dijo, señalando hacia Garmendia, el urso que estaba a cargo del operativo de seguridad.

La entrada del cementerio era bastante parecida a la de un barrio privado de la zona norte: una garita, una barrera que impedía la entrada libre a los que no eran socios, guardias armados, con uniforme de color marrón claro, frondosos pinos al fondo del camino. En este caso, además, media docena de grandotes, vestidos con traje y camisa negros, casi rapados, habían copado el ingreso y obligaban a bajar de los autos a los asistentes para palparlos de armas mientras revisaban el interior de los vehículos. Lo curioso es que encontraban armas, las retiraban y las numeraban, entregaban un recibo a cambio, como si se tratara del guardarropas de un boliche. Y todos aceptaban esas reglas. El jefe de esa especie de patota era Carucha. El periodista lo reconoció la ventanilla de su auto.

—¿Qué dice, Garmendia?

—Hola, Carucha. Lo siento mucho. Debe ser duro para usted.

Carucha miró a un punto fijo: era como un animalito que había perdido a su amo. Un rottweiler, quizá, pero eso no atenuaba su desamparo.

—Pase, pase tranquilo.

La playa de estacionamiento del cementerio estaba ocupada, mayoritariamente, por esos autos importados, brillantes, de alta gama, que se pusieron de moda en la última década y que, igual que en la década anterior, adquirieron vorazmente los miembros de las burocracias política y sindical. El más imponente de ellos era un Audi A7 sportback, gris plateado. Garmendia recordó a Al Pacino, ciego, con aquella Ferrari, en Perfume de mujer, y pensó que a él también, antes de morir, le gustaría manejar uno de esos. El más ostentoso era un BMW X6 azul petróleo. Las Toyota Hillux, en ese conjunto, eran  autos del montón. Los mini-cooper pasaban desapercibidos. En algunos de ellos, esperaban los matones de los asistentes. El periodista estacionó allí su Gol 2008, repleto de CD desordenados, libros, un par de botellas de plástico vacías.

Es muy rara la manera en que se distribuye el tejido adiposo en el cuerpo humano. Algunos hombres acumulan grasa en la panza, que se les vuelve redonda como una pelota. Otros, en los salvavidas, alrededor de la cintura. A otros, simplemente, se le derrama hacia adelante. El más llamativo de los personajes que despedían al Maestro era un gordo al que la grasa se le había concentrado en dos enormes tetas, una de las cuales se le escapaba por el agujero de la musculosa de los Spurs que vestía como único abrigo: un barra brava peligroso y sin cuello que reconoció a Garmendia y lo saludó de lejos, con un movimiento de mentón hacia arriba, algo despectivo y amenazante. Junto a él, caminaba un tuerto, su ojo derecho cubierto con un parche, al estilo Moshé Dayan. Y, entre ellos, Garmendia creyó reconocer a una especie de pastor evangélico que había creado un rentable microemprendimiento alrededor de las charlas de autoayuda que daba por televisión: últimamente, había sido contratado por la explosiva industria del juego, y contenía a la gente en las salas contiguas a los casinos oficialistas. Era delgado, cortito, movedizo, y todo el tiempo trataba a la gente de «negrito». «¿Qué haces, negrito? ¿Todo bien, negrito? Dale, hablemos después, negrito. Si querés, un día voy a tu sindicato, negrito».

De haber muerto cuando estaba en la cúspide de su po-

der, el Maestro quizá habría sido despedido como un jefe de Estado, o tal vez, con más pompa, como el dueño del fútbol. Así eran sus cumpleaños en los buenos tiempos: desfilaban ex presidentes, ídolos deportivos, personajes con prontuario y tal vez un par de celebrities, se encontraban en la misma mesa tirios y troyanos. Pero terminó su vida derrotado, resentido y aislado, en gran medida, por decisión propia. Todos perdonan a un muerto, pero él no quiso ser perdonado.

Dos de los colombianos que se cuadraron ante Isabel la tarde anterior conversaban con un cantante de tangos petiso y maquillado —zapatos blancos con taco alto y cuadrado, peluquín ocre, traje negro con rayas blancas—. Garmendia pudo distinguir además a algunos sindicalistas de segunda y tercera línea, un conocido empresario de la medicina prepaga, un gordo enorme que se especializa en escribir libros sobre los bodegones de Buenos Aires, un ex secretario privado de Carlos Menem que solía jugar al básquet y hacía tiempo había perdido interés para los medios: estaba arrugado y canoso. También estaban los dos hijos mayores del Maestro con sus distinguidas mujeres: lindas, diáfanas pero desclasadas, en guardia ante esa fauna que les resultaba tan ajena. Uno de ellos, supo después el periodista, es abogado penalista. El otro, toca el violín. Hablaban bien entre sí.

Isabel acompañaba de cerca el cajón, tomada de la mano deuna nena de pelo largo, zapatos guillermina marrones, vestido a cuadritos de lana, campera azul con la figura estampada de Hermione Granger. Lucía estaba seriecita, concentrada, muy atenta a lo que sentía su mamá. No se cruzó en ningún momento con sus hermanos paternos.

Unas cuarenta personas más acompañaron el adiós al Maestro: un humorista de cabeza cuadrada —de los artistas más talentosos del país, en opinión de Garmendia—, un conductor de televisión que rengueaba, un par de periodistas de la derecha clásica con los que a Garmendia le resultó incómodo compartir incluso ese entierro, el bombista histórico del peronismo y el sindicalista al que el Maestro le pidió que se bajara de la CGT cuando todo se pudrió entre él y la Presidenta, acompañado por otros dos grandotes de manos gruesas. Los movimientos, los rostros marcados, la manera ampulosa de abrazarse de estos hombres curtidos y peligrosos le daban a ese cortejo cierto aire entre circense y cinematográfico.

Sobre el ataúd había una estrella de David. Raro, porque el apellido del Maestro no era judío.

—Pero si él tenía un crucifijo de ébano en su despacho.

Lo cuidaba como un tesoro. No me dejó tocarlo —le dijo Garmendia a Isabel.

—Vos siempre tan lineal —le respondió ella—. ¿Qué es lo que impide a un judío tener un crucifijo en su despacho? ¿No te acordás que él iba del cielo al infierno?

 

Al final de la ceremonia, ocurrió uno de esos hechos que solo suceden en las películas, un episodio que demuestra lo sorpresiva, inesperada y magnífica que puede ser la vida: a Garmendia se le acercó Catherine Zeta Jones, la morocha de tez blanca que desentonaba de la mejor de las maneras posibles, sola, al final del cortejo, la que él ya había desnudado mientras se aburría.

—Disculpe, señor Garmendia —lo encaró—. ¿Tiene unos minutitos?

Miró su reloj. La miró a ella. Sintió ahora no un cosquilleo,no una incipiente erección, sino una especie de corriente eléctrica en la ingle. Pensó en alguna respuesta galante, pero solo se le ocurrían ironías fuera de lugar o alguna grosería. Además, tuvo miedo de tartamudear.

—Sí, claro —es la genialidad que le salió.

Ella se quitó los lentes. Y él volvió a descubrir sus cejas que eran como un trazo grueso sobre cada uno de sus hermosos —ya le parecían hermosos— ojos redondos.

—Tengo una historia que contarle. Usted es periodista.

Creo que le va a interesar.

Garmendia estaba algo desencantado con su profesión: pocas cosas podían resultarle menos tentadoras que una historia con valor periodístico. Pero había ido solo hasta el cementerio. Tenía lugar en el auto. Era una compañía agradable: no se le ocurría, en realidad, una compañía más agradable. Y el corazón le latía fuerte, como en los grandes momentos de la historia humana. La convidó a llevarla hasta el centro.

—No escucho historias en un entierro. Pero si querés te doy un aventón.

—¿Un qué? —rió ella, por primera vez—. ¿De qué siglo es esa palabra?

Su sonrisa era linda y pícara.

—Un aventón. Te subís a mi auto y te acerco adonde quieras.

A Garmendia se le curó la languidez en el preciso instante en que Catherine Zeta Jones, antes de engordar y de arruinarse con el sexópata de Michael Douglas, subió a su auto desangelado.

Su erección ya era plena y potente.

Está demostrado: alguna gente no sabe comportarse en los entierros.

 

 

Uno

El que no se puede defender

Si pudiera me levantaría, así como estoy, en medio de la noche. Iría sigilosa, suave, hasta ese cuadro. Puedo. Pero no voy. Y no porque esté débil. No porque me duela algo. No porque respete a los médicos. Bastante les he respetado ya esos consejos: hasta ellos se creen que me han domesticado. No voy para no armar revuelo. Para no tener que tolerar el alboroto del servicio doméstico, su revoloteo, su cargoseo. Señora, ¿le pasa algo? Mire que los médicos no nos dijeron nada. Si necesita algo, por favor, nos lo pide. No. Me quedo acá, acurrucada en esta cama y listo.

No quiero tener que soportarlos.

Pero necesito pararme frente a ese cuadro que tanto nos acompañó,a mí y al compañero de mi vida. Como en otros momentos de confusión, necesito sentarme frente a ese mural. Supongo que a otros le habrá pasado lo mismo con el Guernica de Picasso, o con los murales de Diego Rivera, o con la libertad guiando al pueblo, esas pinturas gigantes, repletas de símbolos, de denuncias, desbordantes de pequeñas epopeyas.

A mí me pasa con Historia Argentina, del olvidado Alfredo Bettanin —injusta, no casualmente olvidado—, que además, lo supe después de recibirlo, es padre de tres desaparecidos. Debería haber reproducciones de ese cuadro en todas las escuelas del país, en las avenidas, en los teatros, en la entrada de los asentamientos que llevan tu nombre.

Me gusta esa mujer desnuda, flaca, que languidece en el medio de la pintura, solo sostenida con parantes finitos y negros: la herida al costado del vientre, los ojos cerrados, su cabeza apoyada sobre el suelo, el brazo que le cubre algo de la cara, a la altura de la frente, la palma de la mano hacia arriba, y sobre esa palma otra mujer, rubia, peinada con rodete, pequeña, erguida, desafiante en ese trajecito gris oscuro. Esa mujer que sufre, como sufro yo ahora, en el medio de ese cuadro, como el sol alrededor del cual giran los planetas. ¿Quién es? ¿La Argentina? ¿Evita? ¿La libertad? ¿La historia? Es una heroína, en el centro de la verdadera historia argentina, no la que escribieron los que ganan, los que me gritan yegua, puta, montonera: sufre por sus hijos, se desmaya, se recupera, pero está ahí, como todas nosotras, al borde de la muerte y la resurrección.

En la base del cuadro, a la izquierda, recuerdo desde esta cama cómoda como una nube, desde esta prisión, está José de San Martín con un uniforme extraño —blanco con una pechera roja— acompañado por otro militar, y por gauchos y por criollos y, sobre todo, por niños descalzos, cuyas cabezas acaricia. Y en el centro, abajo, está don Juan Manuel de Rosas, rodeado de gauchos, uno de ellos con una larga espada, y protegiendo, una vez más, a un niño de pelo oscuro, como son los niños de nuestro pueblo. A la derecha, finalmente, el general Juan Domingo Perón, que también acaricia a una criatura. Pero no es cualquier Perón. Es el general, custodiado por un morocho, con un bigote setentón puntas hacia abajo, que sostiene una ametralladora mientras escucha sus órdenes. Y hay una larga fila de jóvenes, que se van sumando, que llegan desde todas partes: nosotros.

San Martín y sus criollos, Rosas y sus gauchos, Perón y sus montoneros, y todos ellos sostienen a una mujer que languidece pero su palma es el apoyo de otra mujer que nace.

Mañana voy a ir a verlo. Le voy a pedir permiso a los médicos. Pero no porque me importe su permiso sino para que todos los demás se queden tranquilos y me dejen ir, sola, en la noche, a ver ese cuadro inspirador. Que no se alarmen, ni alboroten. Que no molesten. Que se me despeguen, que salgan de encima mío, que me dejen respirar. Quiero bajar de este primer piso, salir por la terraza que da a la fuente del frente del chalet, bordearla y caminar hacia mi despacho.

Porque se me van olvidando los detalles.

Creo que se ve por ahí el fusilamiento de Dorrego, y los de José León Suárez y que hay tumbas repletas de cuerpos oscuros, y un león imperial, y terratenientes postrándose frente al dios Vaca. Y, si no recuerdo mal, hay un triángulo con la bandera británica, en cuyo vértice sobresalen los bustos de Sarmiento, Mitre y Urquiza, esos cipayos, y un toro español como bandera de una carabela, y Manuel Belgrano rodeado de palomas. (Qué hombre, Belgrano, por Dios. Dicen que era mujeriego. Pero, humildemente, creo que a mí no se me hubiera escapado).

Imagino ese cuadro y mi corazón palpita, se retoba.

¿O es que está errático, caprichoso, arbitrario? ¿O es solo eso que dicen que tengo?

Esa mujer que sufre, desnuda, languideciente, en medio de ese cuadro, ¿es Evita? ¿es Juana Azurduy? ¿es Hebe? ¿Estela? ¿es mamá? ¿son esas mujeres envueltas en telas blancas que vuelan por el aire en nuestros actos? ¿soy yo esa mujer única? No, no quiero ni pensar en eso porque van a decir que me comparo con ella.

No. No soy yo.

Y Perón allí rodeado por jóvenes valientes, heroicos: esa ametralladora.

Me voy a levantar y lo voy a ir a ver. Me importa nada que merodeen, se pongan nerviosos, se pregunten si me volví loca. La vida está llena de símbolos: esa mujer, San Martín, Rosas, Perón, los niños, el sable, el Che, el cura Mugica, los fusilamientos, los desaparecidos, Colón, Juana Azurduy, Vos.

Voy para allá. Estoy yendo. Nadie me ve. Me muevo entre cortinas. Me recuesto en el sillón ese que te compraste para que te masajee mientras mirabas televisión y te envenenabas con esos hijos de puta.

Qué sueño.

Cuánto sueño.

Mañana voy a pedírselo a los médicos.

O que me lo traigan acá.

Sí. Mejor. Que me lo traigan.

1

—¿Y si se muere?

Era una mañana de lunes calurosa y nublada. La maldita costumbre de poner los aires a tope lograba que, pese a ello, adentro hiciera frío. Parecía el comienzo de un día normal, pero no lo era. El sábado, la Jefa había sido trasladada de urgencia para realizarse un chequeo que, después se supo, no era de rutina. Volvió ese día a la residencia presidencial. Pero el domingo por la noche regresó, imprevistamente, a la internación. Pocos sabíamos lo que estaba pasando —quiero decir, nadie sabía pero algunos teníamos al menos una versión—, y los rumores se extendían por el Palacio. Yo caminaba apurado como siempre hacia mi despacho, en el primer piso de la Casa Rosada, cuando me crucé con Juanita.

—No se va a morir, Juanita. Es una operación de rutina —le respondí.

—¿Le parece, señor Carrillo? —preguntó ella.

Yo todavía no me había puesto a pensar en eso. Es todo un método: no ocuparse de los problemas antes de que ocurran. El pensamiento estratégico es —era— para otros: yo soy —era— un simple ejecutor. Pero la angustia de Juanita era comprensible. Dadas las pérdidas sensibles que habíamos sufrido en los últimos años —la de nuestro Líder, entre otras—, todos sentíamos que en cualquier momento otra desgracia podía ocurrir.

—Ya me explicaron todo —intenté serenarla—. Le hacen un agujerito acá —me señalé el techo del cráneo— con una especie de torno un poquito más grueso que el del dentista. Después le perforan de la misma manera un poco más acá —corrí el índice para el otro lado— soplan con una pajita, dejan que drene y finalmente tapan los dos agujeritos con una masilla que se hace con el polvo de lo que sacaron.

—¿Y eso a usted le parece sencillo?

—Sí, Juanita, me parece. Casi un trámite.

—Gracias, señor Carrillo.

Yo no tenía idea, en ese momento, quién era Juanita, o lo que era capaz de hacer. Uno no conoce a la gente y menos a las mujeres, sería la conclusión —tonta, pueril, obvia— a la que llegaría apenas unos días después, cuando ya era tarde para que todo volviera a su lugar.

La conocí a mediados de 2010. Juanita había llegado recomendada por el Maestro, en una época donde era difícil negarse a un pedido suyo y, además, no correspondía, porque el hombre pagaba bien los favores. Juanita venía de Lanús, de una familia peronista, de origen sindical. Es lo único que recuerdo; eso y su temblequeo, una especie de emoción nerviosa ante la perspectiva de ser incorporada a nuestras filas. La investigué. No tenía ningún contacto con nuestros enemigos. La incorporé, entonces, a la secretaría privada presidencial.

—Gracias, señor Carrillo—me dijo por primera vez.Con el tiempo, esas tres palabras —«gracias», «señor» y «Carrillo»— adquirirían cierta trascendencia.

A la distancia, creo que no la miré como correspondía por mis estúpidos prejuicios de clase: una empleadita es alguien inexistente, conectar con ella solo puede traer compromisos innecesarios. O sea, no se le miran ni el escote, ni el culo, ni ninguna otra cosa, salvo que sean muy llamativos.

Unos días después entré en «la privada» y la vi por segunda vez. La habían ubicado en un rincón, en un escritorio mucho más pequeño que los del resto de las secretarias, como si estuviera en penitencia. Cruzamos miradas por una décima de segundo. No había nada en ella que llamara la atención, salvo el contraste con el resto de las secretarias, más poderosas, sexys y elegantes. Juanita, por ejemplo, era la única de esa oficina que no usaba tacos ni plataformas. Se vestía de negro o con alguna variedad de los grises: su ropa era otra herramienta del sigilo. Trabajaba casi encorvada sobre el escritorio.

Le perdí el rastro hasta octubre de 2011, el mes de nuestra victoria, cuando esa especie de chica de los mandados me cruzó en un pasillo.

—¿Tiene usted un minutito, señor Carrillo? No quería molestarlo.

—No es necesario que estés tan nerviosa.

—Es que quería pedirle algo.

Me abruman todo el tiempo con pedidos: que resuelva la situación de algún familiar enfermo, le consiga empleo a una amante, esas cosas. Enfrié el tono.

—¿Qué necesitás?

Ella bajó la mirada.

—Nada, señor Carrillo. Discúlpeme.

En ese exacto momento, creo que me ganó. Uno no se acostumbra del todo a ser mala persona.

—Disculpame vos, Juanita. Ando siempre demasiado apurado.

Sonrió. Juanita tiene ojos grandes y redondos. Lleva una medallita religiosa colgada del cuello. Su sonrisa tiene cierta chispa.

—Hay unos libros hermosos con las fotos de la vida de don Néstor Kirchner. Envolví varios para mandarlos a diputados y senadores. Quería pedirle, señor Carrillo, si no es mucha molestia, si me podía conseguir uno para llevar a mi casa. Mi madre lo adoraba a Kirchner. Y yo también.

Unos días después, el libro la estaba esperando con una dedicatoria. «Para Juanita, las mejores imágenes de mi Compañero, el que nos guiará por siempre.» Firmaba, simplemente, «Cristina».

—Señor Carrillo, gracias —es lo único que me dijo cuando me vio. Y me dio un inesperado beso en la mejilla.

La miré, entonces, por primera vez.

Juanita tiene piernas largas, ojos grandes, marrones, y labios de mulata. Se come las uñas. Sus dedos son blancos y finitos. No sé por qué, el beso de Juanita me hizo sentir, fugazmente, mi soledad.

Volví a descubrirla cuando internaron a la Presidenta y me hizo esa pregunta que nadie se atrevía a hacer.

—¿Y si se muere?

Unos días después se produciría el episodio que dentro de este Palacio se conoció como El Ultraje y que, curiosamente para nuestro escaso talento en estos menesteres, jamás trascendió a la prensa.

Juanita sería una protagonista central en esa historia que recién ahora —tan lejos de allí— me atrevo a calificar como delirante.

2

Todavía no tengo claro si todo se trató de una trampa urdida en mi contra desde el principio o si una cosa llevó a otra y terminé, como tantas otras veces en mi vida, enredado en un laberinto del que ya no se salía sino por arriba. ¿Fue casual el desenlace o fue un plan urdido en las sombras por mi propio jefe? Lo cierto es que la primera evidencia sobre El Ultraje la tuve esa misma tarde, un rato después de la pregunta de Juanita, cuando el Consejero me convocó a su despacho.

—Te quería mostrar algo grave que sucedió. No lo podés contar.

El Consejero es un hombre bajito y torvo. Camina lento, mirando hacia los costados, con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Su piel es oscura pero los pocos pelos que le quedan son blancos y los peina hacia atrás, en un intento vano por disimular la calvicie. Lleva un hombro extrañamente más alto que el otro, como si apretara con él un celular invisible contra uno de sus oídos. El Consejero no saluda. Mira a cada uno que se cruza enfocando sus ojos, como un zorro que mide a su presa.

La oficina del Consejero es gigantesca, aún más grande que el despacho presidencial.

—Mirá esto, Carrillo.

En una de las paredes, alguien había pintado con aerosol rojo una sigla misteriosa: «VXE».

Y, firmado, abajo, con tipografía más pequeña: «El Enemigo».

Así empezó la trampa.

—¿Y? ¿Qué pensás?

Intenté un chiste.

—No sé si es batalla naval o ajedrez.

—No seas pelotudo. ¿No ves que estamos infiltrados?

El Consejero me llamaba pelotudo de diferentes maneras: no seas pelotudo, sos un pelotudo, no parecías tan pelotudo, no te hagás el pelotudo, mirá que sos pelotudo. A veces, yo era apenas un integrante más de «esta sarta de pelotudos».

—¿Alguna teoría de qué quiere decir «VXE»?

—Sí, mirá esto.

El Consejero puso sobre la mesa de reuniones un sobre transparente con varios volantes. Uno de ellos explicaba la sigla del grafitti: «Vamos por Él». Él no era Dios, como todo el mundo lo sabe en la Argentina desde octubre de 2010.

—¿Y? ¿Qué decís ahora, pelotudo?

Solo para que no se enojara más, el pelotudo de Carrillo decidió, entonces, tomar en serio la situación. Se sentó. Miró con detenimiento la pared, el volante, esperó que su jefe se serenara y preguntó:

—¿Qué es lo que usted teme?

—Lo primero que pensé fue en las manos de Perón. ¿Se acuerda de lo que le pasó a ese cuerpo en los últimos años del gobierno de Alfonsín? Ya mandé a poner triple custodia en el mausoleo. Nada puede pasar ahí. O eso dicen estos pelotudos.

—¿De dónde cree que viene?

—Desde que la Presidenta está internada, hay mil operaciones dando vuelta.

Le pregunté al Consejero si eso era obra del Grupo. No, es de adentro, me dijo. Y enumeró una lista enorme de enemigos posibles: el vicepresidente —que estaba a punto de asumir la presidencia por treinta días—, los servicios desplazados por Los Soldados de la Jefa, el Garompa, Los Soldados de la Jefa, o, claro, su viejo enemigo, el Maestro. Esos son los que me acuerdo: había otros.

—Van a aprovechar su enfermedad para para tratar de quedarse con todo el poder. Soy la última garantía para que ello no suceda.

Me pidió que averiguara «por cuál de las redes» circuló el volante. Entre nosotros, todos sabíamos cuáles eran las «redes». Estaba la red de secretarias, la de mozos, la de limpieza y la de choferes. Eran todos sistemas de comunicación, y de conspiración, que se manejaban al margen, independientes o en oposición a los mandos naturales de la Casa Rosada: el poder permanente.

Antes de huir de su despacho, me atreví a preguntarle.

—¿Que tiene la Jefa, Jefe?

El Consejero respondió con fastidio, la mirada concentrada ya en la pantalla de su computadora, su manos regordetas, una sobre el mouse, la otra sobre el escritorio.

—Es una huevada.

—¿Sí?

—Te explico lo que me explicaron. Le hacen un agujerito acá —se tocó la cabeza—, otro por acá —desplazó el dedo hacia el otro lado de la cabeza— soplan con una pajita, dejan que drene, tapan con masilla y ya está. Es más: la masilla la hacen con el polvito que le sacaron antes. Una pelotudez.

—¿Seguro, jefe?

—No lo sé, Carrillo. No me rompas las pelotas. Ya te vas a enterar.

—¿Y si se muere?

—No seas pelotudo. ¿Cómo se te ocurre hacer esa pregunta?

Cuando me estaba alejando, me pareció ver que Juanita entraba al despacho del Consejero.

Debe haber sido un error, pensé.

Qué pelotudo.

3

El Consejero era, por entonces, el hombre de mayor confianza con la Jefa, junto con el Mayordomo, quien debía el apodo a su excesiva disposición a atenderla, su servilismo hasta en los detalles más insignificantes, como a su parecido con el mayordomo de los aristogatos: longilíneo, un tanto amanerado, rencoroso y con una fama de traidorzuelo que quizá fuera un poco exagerada por sus enemigos. El Consejero es de esas personas que no quieren a la gente. Es irritable, se fastidia rápido, la destrata. Su enemigo principal, por entonces, era el vicepresidente que, en pocas horas, volvería de Brasil para ser presidente de la Nación por un mes.

Al Consejero por entonces lo irritaba —aún lo irrita, supongo, porque ambos, como se sabe, sobrevivieron— que el Vice estuviera gordo. Tanto hicimos por él y mirá cómo se deja estar el pelotudo, decía. De hecho, el Vice estaba muy gordo. Justo en la mañana en que internaron a la Presidenta, un diario brasileño publicó su foto en portada: estaba con un ministro de ese país, ambos sobre brutas Harley Davidson, y se podía ver cómo sus excesos prácticamente desbordaban la campera de cuero.

—Tráiganlo. Lo necesitamos —ordenó.

Los kilos de más del inminente presidente de la Nación le agrandaban significativamente la cara. En su momento de gloria, muchos pensamos que su aspecto, su fascinación por las motos, su vínculo con músicos, la informalidad en sus apariciones públicas, su novia con la que se besaban en boliches frente a los fotógrafos, podrían sumarnos votos juveniles.

Desfilaban los nuestros para desentonar con él canciones pasables arriba de un camión. Nuestras militantes se derretían de amor.

Lo que había brillado entonces luego se volvió opaco. Pero él insistía en comportarse como si no pasara nada.

El vicepresidente, en esos días, se hacía anunciar con el ruido de su Harley. Entraba a toda velocidad al playón de la Casa Rosada. Derrapaba para frenar. Aceleraba dos veces en punto muerto: rannn, rannnn, para que se escuchara su presencia. Ubicaba la moto entre dos de los audis que llevan y traen ministros, y se apeaba de un saltito. Se acercaba a los choferes para saludarlos chocando palmas y enfilaba para el salón de los bustos.

El componente más llamativo de su staff era —ya no lo es— Silvia, su secretaria. Si hubiera que establecer una jerarquía entre las mujeres que nos rodean, Juanita se ubicaría en un extremo y Silvia en el otro. Hay cientos de Juanitas, o al menos eso parecía entonces. Pero Silvia es única.

En nuestro mundo, todas las mujeres son frías y distantes. Así se protegen. Silvia dejaba entender que era solo un gesto profesional, que no era así de verdad, que podría ser accesible, pero no fácil y no en ese lugar. Silvia tiene ojos verdes, finitos y transparentes como un horizonte. Yo le había recomendado al vicepresidente que la sumara a su equipo, luego de la caída en desgracia del último jefe de Gabinete, para el que ella trabajaba. Silvia me había venido a pedir el favor. Le sugerí a cambio que nos mantuviera informados de lo que fuera necesario, que vigilara a su nuevo jefe.

El segundo ladero del Vice era —ya no lo es— Carucha, su guardaespaldas. Si en una probeta se mezclaran espermas de Boogie el Aceitoso, King Kong, Manolito y el personaje de Robert De Niro en Cabo de Miedo, todo eso junto, daría un Carucha. No sé de dónde sacan a estos tipos, con cuellos tan gruesos, los músculos marcados hasta en las orejas, las cabezas como cubos. El tercer integrante del staff era —ese lo sigue siendo— Charly, un cincuentón con baby face, surgido de las entrañas del conurbano bonaerense, o sea del barro más oscuro, y que intentaba armar —con cada vez menos éxito— una red de punteros para el proyecto presidencial de su jefe.

El Vice llegaba acompañado por Silvia, Carucha y Charly, como si fueran Brad Pitt, Gene Hackman y Julia Roberts en esas películas de Hollywood donde varias superestrellas planean el asalto del siglo a un casino de Las Vegas. El Vice vistecasi siempre de zapatillas, blue jeans y camperita de cuero: eso no cambió. Esa mañana, subió, eufórico, silbando, de a dos o de a tres los escalones que unen el salón de los bustos con el despacho presidencial.

Si el Vice tiene el encanto de un arribista, el Consejero, en cambio, es un hombre de poder: lleva décadas aprendiendo las mañas de la conspiración y la paciencia. Uno estuvo detenido durante la dictadura, mientras el otro pertenece a una familia que apoyó la represión hasta varios años después del regreso de la democracia. Uno usa sacos grises o, en el colmo de su audacia, marrones, el otro le enrostra su desaliño. Uno es parco, inexpresivo, el otro es simpático, locuaz, liviano y falsamente amable. Uno es austero, el otro es gastador y exhibicionista.

Uno tiene una sólida formación ideológica de izquierda —suponiendo que tal cosa exista— y el otro, bueno, el otro no.

Pero la razón central del odio del Consejero, y de todos los demás, hacia el Suplente se debe a lo rápido que se alzó con el botín de la vicepresidencia. Era lógico: en tres años logró lo que otros no pudieron en treinta.

Por la tarde vi en el despacho del Consejero el momento en que el Reemplazante conducía un acto donde debía estar la Jefa. Gritaba enardecido: «¡A Cristina le importa más el país que su propia vida!»

—Te encargás de que este pelotudo no viaje más. No sé: le pinchás las gomas a los aviones, le ponés laxante en una bebida. Fijate cómo hacés: pero no viaja más —me ordenó.

Al retirarme, en la antesala del despacho del Consejero, me la crucé. Esta vez no tuve dudas. Era Juanita.

Tenía lágrimas en los ojos, como si hubiera llorado unos minutos antes o estuviera conteniendo el llanto. Buen día, señor Carrillo. ¿Se le ofrece algo? No, gracias, Juanita. ¿Se te pasó ya la preocupación por la Jefa? Estoy mejor, señor Carrillo, gracias por preocuparse. ¿Usted sabe cómo está ella? Va a estar bien, Juanita. Dios quiera, señor Carrillo. Avancé unos pasos. Retrocedí.

—¿Te pasa algo, Juanita?

—No, señor Carrillo.

—Cualquier cosa, podés contar conmigo.

Me miró tan sorprendida como lo estaba yo mismo por mi propia reacción.

—Gracias, señor Carrillo.

Sentí una leve excitación.

Muy leve.

A la mañana siguiente, me llamó el vicepresidente, ya cómodamente instalado en el despacho presidencial.

—¿Qué tiene, Carrillo? —preguntó sin muchos modales.

Siempre me sorprendió el contraste entre la capacidad de seducción que este hombre despliega en público, y su estilo, mucho más intimidante, en algunos diálogos privados.

Junto a la puerta, estaba Carucha, el gigante, la mirada fija en un punto lejano, las piernas abiertas, los brazos cruzados, la pistola al cinto. Le calculé un metro noventa de altura. Al lado del Vice, se acomodaba la bella Silvia, vestido rojo de lino, escote recto unos centímetros por encima de los pechos, zapatos negros, clásicos, de taco alto, pelo tirante hacia atrás, las piernas cruzadas, una mujer lejana.

—¿Qué tiene quién?

—La Jefa, Carrillo, no se haga el gil.

Yo empecé a explicarle la teoría de los dos agujeritos y me interrumpió con un gesto de la mano derecha: se paró, me apoyó las manos en los hombros, por detrás, acercó su boca a mi oído derecho. Sentí su aliento.

—Ya me explicaron la pelotudez de los agujeritos y la masilla y la pajita. Ahora contame la verdad, Carrillito. No te hagas el imbécil. ¿Qué tiene?

Calculé que, de haber sabido algo, no le hubiera dicho. Era el enemigo. Nos odia. Lo odiamos. Ya viví situaciones así. Va a correr sangre, pensé. Pero lo peor es que yo tampoco sabía nada.

—Lo único que me dijeron es lo de los agujeritos y la masilla.

Silvia no me miraba. Le caía bien ese vestido rojo, sobre todo la manera en que descubría sus rodillas.

—Andate, Carrillito. El Presidente te da permiso para que te vayas. Pero cuidate. Vos te pensás que todo esto es joda. Pero no: nada de esto es joda.

Qué hermosa es Silvia, pensé con tristeza, luego de esa amable tertulia. ¿Cómo puede ser que me muera sin haber estado nunca con una mujer así?

A la mañana siguiente estalló ese curioso episodio llamado El Ultraje, que terminaría, a la larga, por razones que aún no entiendo —pero que en algún lugar, como se verá, celebro— con treinta años de carrera política: los míos.

4

El viernes de la semana en que la Jefa se tomó licencia, un batallón de espías de la SIDE aterrizó para interrogar al personal. Colocaron siete mesas en distintos puntos del Patio de las Palmeras y obligaron a los empleados a hacer cola, incluidas las chicas de la Privada, todas menos Angélica, que vigilaba el procedimiento, divertida, fumando, desde una esquina. Angélica, por momentos, tiene un aire cercano a Joanne, la secretaria de Mad Men: su estilo desafiante, su cuidadoso y recargado maquillaje, sus tacos altos, su cuerpo un tanto desproporcionado, sus polleras apretadas que destacan sus anchas caderas y, fundamentalmente, sus tetas grandes que debe sostener con corpiños duros y fuertes. La tensión imperante no daba para esos devaneos pero yo, para mi propia sorpresa, no podía evitarlos. Los empleados, mientras esperaban ser interrogados, coreaban los cantitos de Los Soldados de la Jefa: che gorila, che gorila, no te lo decimos más, si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar.

Al parecer, a la Jefa ya le habían hecho los agujeritos en el cráneo, el hematoma había drenado y todo había salido bien. Pero también habían aparecido otros problemas: algo del sistema circulatorio, la parte eléctrica, que no entendí bien.

Apenas llegué, el Consejero me citó, urgente, a su despacho. Vení, pelotudo. Al entrar, salía Juanita, una vez más, con pasos sigilosos y cortitos. Le noté ciertas ojeras y algo de incomodidad al verme.

—Veo que te permiten salir de tu escritorio —le señalé.

—Son órdenes, señor Carrillo. Cosas de rutina —sonrió, con cierto aire victorioso.

El Consejero caminaba en círculos.

—Pasó algo muy grave. Alguien ultrajó el cuadro del Líder en el Salón de Nuestros Mártires.

Yo lo miraba, curioso. El Salón de Nuestros Mártires era el recinto más querido por la Presidenta en toda la Casa Rosada. A ningún otro salón le dedicó tanto tiempo, energía y creatividad. «Nuestros muertos nos guían», había dicho en su inauguración, unos meses antes. «Son nuestra savia, la sangre que recorre nuestras venas y nuestras arterias.»

—¿Qué le hicieron, exactamente? —quise saber.

—De todo: cuernitos rojos, una lengua verde, le colorearon el fondo. Es un desastre. Se metieron con el que no se puede defender.

—¿Y es muy difícil restaurarlo?

—No es eso, imbécil. Esto no puede quedar impune. Tenemos que actuar antes de que la Jefa se entere. Tenés que averiguar urgente quién fue. Vos manejás la red de secretarias y mozos. Seguro que cierran el círculo de sospechosos en tres o cuatro horas, en dos o tres sospechosos.

Unos minutos después me llevó hacia el Salón de Nuestros Mártires. En el camino, a mitad del pasillo, se nos sumó Jorge Etchegoyen, el «pintor del pueblo», otro de los protagonistas del curioso episodio denominado El Ultraje: su principal víctima.

Recuerdo ese recorrido, del despacho del Consejero al Salón de Nuestros Mártires y me parece que fue hace muchos años. Entrecierro los ojos y me veo caminando a toda velocidad, como en una vieja película muda. Trato de que las piezas encajen para entender qué pasó y no lo logro, o no lo logro del todo. Quizá no sea necesario entender nada, tal vez solo con intentarlo sea suficiente para encontrar algo de claridad. Fue, todo, demasiado vertiginoso: cuestión de días y las cosas nunca volvieron a ser lo mismo. ¿Todo ocurrió porque no estuvo la Jefa o hubiera sucedido de todas formas? Caminaba, por entonces, demasiado rápido. Quiero decir: no pensaba lo suficiente. De haber tenido tiempo, y algo de distancia, podría haber distinguido los riesgos que corría o que corríamos todos. Pero también es verdad que con tiempo y distancia no habría arriesgado, todo habría sido más calculado, y no estaría acá.

Pero me tendría que haber dado cuenta. En esos meses, en esos años, El Ultraje era algo imposible de tolerar, contenía una violencia insoportable. La figura de nuestro Líder había sido prácticamente canonizada. Primero, lo llamamos El Eternauta. Luego, Él. Y, más tarde, «el que no se puede defender». He escuchado a dirigentes muy importantes referirse a él, como si tal cosa, de esa manera: «se metieron con el que no se puede defender», «si estuviera con nosotros el que no se puede defender», y así.

Muchas veces, no se discutía si tal o cual medida era correcta: lo central era que interpretara correctamente su voluntad. Y como había dado su vida, como era Él, el que no se podía defender, solo quedaba cumplirla. El problema era que —como no había manera de conocer su verdadera voluntad porque ya había muerto— aparecieron los intérpretes autorizados: la Jefa, el Hijo, el Consejero, la Secretaria de Coordinación del Pensamiento, y tantos otros.

En ese contexto, El Ultraje desataría tempestades. Su autor lo sabía. No se habían metido con un cuadro sino con un Santo: no era un grafitti sino un sacrilegio. Escenas que parecerían ridículas fuera de contexto, encontraban su lógica para quienes conocían el clima interno que se vivía. Pero quienes estábamos adentro no podíamos entender esa lógica porque no teníamos distancia.

Ahora que lo pienso, en realidad, quizás algunos vivos la entendían y la usaban, justamente, porque la entendían.

El pintor del pueblo tenía un aspecto marchito: no quedaba nada del triunfador que entró por primera vez en la Casa Rosada.

«La Jefa quiere conocer al chabón que pintó este cuadro», me había dicho el Consejero una tarde de marzo de 2011. En esos días se realizaba en una de nuestras universidades una muestra llamada «100 artistas con la Jefa». Etchegoyen se había lucido con un colorido cuadro, El Abrazo, que representaba, destacado delante de un cielo muy azul y multitudes que agitaban banderas, el momento en que la Jefa se dejaba rodear por los brazos de nuestro Líder, y se protegía en su pecho, luego de un discurso, en medio de la guerra contra los patrones del campo. El cuadro estaba pintado de tal manera que, de acuerdo con qué perspectiva se lo mirara, se veía el abrazo que se dieron Perón y Evita el día del renunciamiento histórico, en 1951, o el de 2008 entre nuestros queridos líderes.

La Jefa ordenó colgarlo en un lugar central del pasillo que comunica a los despachos del Primer Piso, flanqueado por dos fotos, una en sepia de Perón y Evita en 1951 y otra en colores de nuestros líderes, en 2008.

Ubiqué al pintor, que reaccionó orondo, inflado. «Gracias. Es un honor. Para lo que usted mande.» Era un hombre bajito, que andaba de traje y camisa abierta hasta el tercer botón, una melena blanca y rala que en algunas zonas se parecía a un jopo y en otras desaparecía, tiene voz gruesa, unos mostachos casi mexicanos, la piel curtida, y cierto aire inconfundible de tipo de la noche. Etchegoyen, en esa época, abrazaba a quienes se le cruzaban. A los hombres los palmeaba, a las mujeres les acariciaba la espalda con una mano abierta y movediza.

—La Jefa quiere encargarle el retrato de nuestro líder, para la cabecera del Salón de Nuestros Mártires —le dijo, con cierta solemnidad, el Consejero.

Por ese entonces, yo estaba encargado de supervisar a la Dirección de Liturgia, una dependencia que empezó como una broma entre nosotros y que luego adquirió jerarquía formal cuando, el 3 de julio de 2011, el Boletín Oficial publicó la creación del «Departamento de Liturgia» en el área de la «Secretaría General de la Presidencia» con el objetivo de «disponer las medidas necesarias para que la ciudadanía pueda homenajear a los caídos en la lucha por la liberación de la Patria, tomando las decisiones correspondientes a: diseño de mausoleos, denominación de calles, avenidas y rotondas, ubicación de obras pictóricas y esculturas, demolición y recons-

trucción de monumentos, construcción de salas de reunión y actos específicos, redacción de textos, oraciones, creación de rituales». El Departamento de Liturgia debía mudar estatuas de un lado al otro de las ciudades, subir cuadros, bajar cuadros, sugerir nombres para calles y decorar los salones que fueron rediseñando el Palacio: el del Bicentenario, de las Mujeres Argentinas, de los Héroes Latinoamericanos.

En ese rol —supervisor de la Dirección de Liturgia— tuve que contener al pobre Etchegoyen, quien, a medida que pasaban los meses, fue cambiando: entró sintiéndose un Miguel Ángel autóctono, a punto de pintar la Capilla Sixtina, para, lentamente, degradarse hasta la desesperación y la ginebra.

Un día, lloró en mi despacho:

—No sé lo que quiere, Carrillo. Le juro que no sé lo que quiere.

Intenté consolarlo.

—Nadie sabe lo que quiere, Etchegoyen. Son todas órdenes que se transmiten a través de terceras personas. Hay que interpretar. Interprete, Etchegoyen, como hacemos todos —le dije.

—Pero ¿cómo lo hago, Carrillo?

En un primer momento, el pobre Etchegoyen recibió la orden de inspirarse en un óleo que nos regaló Hugo Chávez, en el que se ve a nuestro Líder con el venezolano, uno muy cerca del otro, compartiendo secretos.

—Yo empecé a pintar variaciones de eso y un día, de sorpresa, apareció el Consejero en mi atelier. Dijo que no le gustaba, que le faltaba mística y heroísmo.

Etchegoyen empezó a recibir órdenes de los más diferentes orígenes: otros artistas, la oficina de estética presidencial, prensa, los soldados de la Jefa, encuestadores, Carta Abierta, el Hijo, nuestro equipo de psicólogos sociales, de la influyente Dirección de Liturgia, que más tarde y, naturalmente, fue absorbida por la flamante Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional.

—Dicen que la Presidenta quiere que mire esto para inspirarme —se lamentó.

Me mostró, primero, unas pinturas de Daniel Santoro, el plástico preferido de la Casa Rosada. En una de ellas se veía a Evita dándole unos chirlos a un bebé rubio y desproporcionado, sobre una leyenda: «Evita castiga a un bebé gorila». En otra, un monumento gigantesco al descamisado, al fondo de una calle oscura y tenebrosa, limitada por edificios altísimos. Además, las «fuentes de inspiración» que había recibido Etchegoyen incluían algunos dibujos de Carpani, con esos puños potentes, esos brazos musculosos y sudados, esos rostros aindiados y furiosos y fotos de los años cincuenta, donde, en medio de las multitudes, algunos alzaban efigies de un Perón musculoso y fuerte.

Yo hojeaba todos esos anacronismos con curiosidad.

—Allá adentro dicen que el peronismo busca la felicidad en el pasado.

—Es una frase de Santoro, justamente.

—¿Y entonces? ¿Qué hago?

—Interprete, Etchegoyen. Interprete. Es lo que hacemos aquí todo el tiempo. Al principio es difícil, pero uno se acostumbra.

Me miró con miedo.

Etchegoyen se perdió, como tantos otros, en la necesidad de agradar a tanta gente al mismo tiempo. Empezó a usar corbata, se emprolijó el bigote y ya no toqueteaba a nadie.

La versión definitiva mostraba a un Líder de piedra y acero, gigante, con cada músculo del pecho y del abdomen marcado por debajo de una camisa apretada, seguido por una multitud de hombres que eran más grandes si estaban cerca suyo, y se iban empequeñeciendo hacia el final del cuadro. Junto a la figura central estaban Hugo Chávez con su camisa roja y José de San Martín, de a pie, junto a su caballo blanco. El color dominante era, justamente, un gris plateado un poco sucio. Los trazos eran rectos, duros. En la esquina superior izquierda, se podía ver, además, un sol de rayos puntiagudos, con una boca repleta de colmillos filosos, enojado, un tanto monstruoso.

Debajo del Líder se leía: «Transformó en arcilla el miserable barro que éramos», una frase de una de nuestras periodistas más aguerridas.

Los nuestros lo elogiaron en la inauguración del Salón de Nuestros Mártires. Etchegoyen sintió ese día que el alma le volvía al cuerpo: todos lo abrazaban, la Jefa lo llamó «pintor del pueblo», entre lágrimas, en su discurso. Igual, ya era otro hombre: prolijo, cuidadoso, domesticado. Para entonces, se atendía con la doctora Rubinstein, una mujer que por entonces me parecía rígida e insípida y oficiaba como psiquiatra de cabecera de la Casa Rosada.

El destino lo colocaba ahora a Etchegoyen frente a otro sacudón: su obra más importante había sido violada.

—No se deprima, Etchegoyen —le dije—. Aquí todo tiene solución. Ya lo verá.

El Consejero abrió con su llave y prendió los reflectores.

El Salón de los Mártires estaba en silencio y vacío. Adentro se sentía un frío distinto, el del silencio, la oscuridad y el encierro. Pude ver El Ultraje por primera vez. Era un trabajo magnífico. Nuestro Líder tenía una lengua larga, es cierto. Y cuernitos, como si fuera un diablo. Su piel había sido pintada con un naranja oscuro —al estilo de esas viejas fotos blanco y negro, que se coloreaban para aparecer en la tapa de las revistas de la década del cincuenta. El Jefe había recuperado algo de su humanidad, perdida en el original. No se lo quise decir a Etchegoyen, ni mucho menos al Consejero, pero El Ultraje era mucho mejor que la pintura sobre la que alguien se había divertido. Es cierto que el original era un óleo y esto parecía más una ilustración. También es cierto que el Líder se había transformado en un diablo. Pero era un diablo cómplice. Me hizo acordar a la foto de Albert Einstein, cuando saca la lengua y ríe, y la portada de un disco de Lennon que había dibujado Andy Warhol, donde el líder de los Beatles aparecía con la cara naranja, un fondo negro y el pelo pintado de diferentes colores. El Lider parecía burlarse de nosotros, o de la Argentina, o de la muerte. No tuve dudas de que el autor —o la autora— era kirchnerista porque El Ultraje estaba hecho, decididamente, con cariño.

No dije mi opinión. Recité lo que se esperaba de mí.

—Estos hijos de puta. Nos tienen infiltrados. Vamos a encontrar al culpable. Cinco por uno, no va a quedar ninguno.

El Consejero perdonó la ironía.

Enumeré para mí mismo: el sospechoso o la sospechosa tiene formación como dibujante, es kirchnerista de verdad, no forzó la cerradura del Salón de Nuestros Mártires, trabajó una noche entera tranquilo. Es obvio que tiene protección interna. No debe haber muchos que cumplan esos requisitos. Sería fácil resolver el intríngulis. Pero no era nuestro estilo. Nosotros, por entonces, encontrábamos problemas a las soluciones, como escuché decir después a Juanita.

Pedí al jefe de los espías que me enviara la lista de empleados con formación en dibujo o bellas artes.

 

 

 

Ernesto Tenembaum

Ernesto Tenembaum
Ernesto Tenembaum
Es un periodista político que ocupó lugares destacados en su extensa carrera en periodismo gráfico, radial y televisivo. Es coautor de Identidad, despojo y restitución (1989), donde se cuentan las experiencias de restitución de niños desaparecidos durante la represión ilegal a sus familias de origen. Es, también, autor de los bestsellers Enemigos (2004) -una larga discusión vía mail con un alto funcionario del FMI sobre la crisis del 2001- y ¿Qué les pasó? (2009), uno de los primeros ensayos críticos de la experiencia política kirchnerista, que en su momento desató una polémica agresiva e intensa. Actualmente coconduce Palabras más, palabras menos, que se emite en el canal televisivo Todo Noticias y Tierra de locos, el programa periodístico de la radio Rock & Pop.

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