Peatonal

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Todos los veranos dejaba su pueblo para pasar las vacaciones en Mar del Plata. Parte de su rutina era esperar que llegara la tarde noche. Sus cabellos claros y sus ojos atraídos por todo acompañaban sus clásicos vestidos floreados. Llegar hasta ahí era palpitar el deseo. La fuente iluminada podía humedecer su piel blanca, solo dependía de qué lado volaba el viento y cuán apresurada estaba ella. La inmensidad de gente que circulaba a lo largo le provocaba una sensación de encierro. Entrar a ese túnel era atravesar todas las posibilidades. La primera cuadra la sabía de memoria, desde allí anticipaba hasta dónde caminaría con solo detenerse en ella. Las luces opacas de los carteles intentaban dar brillo a su andar. Las vidrieras oscuras lucían trajes rígidos, zapatos acharolados y hasta algún otro jugador vencido por el azar. El olor del café de la esquina ya estaba lejano. Los señores de corte clásico, clientes del lugar, no se veían de noche. De reojo y ya en la segunda cuadra, estaba su lugar preferido, la confitería que vendía los merengues con dulce de leche. Para ella, eso era el verano. Sabía que al regreso se jugaría la suerte de que su papá comprara uno o dos como postre para los cinco. Si pudiera elegir libremente, pensaba, llevaría uno con dulce de leche, ninguno con crema y una milhoja, la que luciera más empalagosa. No sabía bien qué es lo que determinaría poder comprarlo o no. Como si el deseo tuviera precio o, en realidad, sin saberlo, sospechaba que a veces se paga muy caro. Pasar a la tercera cuadra significaba abandonar la incógnita. En esta ya sentía rasgos de libertad, había lugares para ella, al menos dos. De mano izquierda, lo imposible, la ropa de moda que veía en todas las publicidades; del lado derecho, lo real, la que estaba al alcance de sus padres. Para pertenecer tenías que estar dentro de una lata pintada con soles y flores; en cambio, los que querían ser libres, corrían detrás de las burbujas que ansiosamente aparecían del otro lado de la calle traídas por el soplido lento de ese viejito de años luz. Los helados más ricos también estaban de ese lado, del derecho. Una inmensidad de turistas esperaba su turno con el número en la mano para ser llamados. ¡Cómo le gustaban las cucharitas de colores que ponían en el vasito! Rosa, amarilla, celeste, naranja, fucsia…y otra vez el azar y el deseo. Esperar cuál le tocaba (a gusto del heladero) era casi tan importante como que no se hubiera terminado el helado de chocolate. En la próxima cuadra no había vidrieras, el andar daba paso a galerías lujosas. Adentro estaban los locales más caros. Las señoras paquetas circulaban por ahí sin mirar. Afuera, los hombres esperaban a sus mujeres, cuidando nietos o hijos. La entrada a esa galería era el lugar ideal para ellos, los vendedores de ilusiones. El señor de cuchillos filosos estaba un paso atrás, el juguetito de plástico desbordando brillo y luces multicolores era manejado con un palo haciendo la vez de mascota domesticada. La señora que cortaba verduras artesanalmente dándole formas variadas usaba el mismo aparato para cerrar una empanada con decoración de lujo. A su papá le gustaba quedarse mirando. ¿Qué le gustaría tanto? De los cuchillos decía que era imposible no verlos sin filo. ¿Mascotas? Nunca le dejaron tener una porque era mucho trabajo. ¿Utensilios de cocina? Ese no era útil para el asado. Su mamá no estaba en la galería. Las últimas dos cuadras parecían desvanecerse ante la cercanía del mar. A partir de ahí todo era de paso, menos la vidriera que tenía recuerdos de la ciudad. Los recuerdos nunca están de paso. Se lo había enseñado el abuelo con su silencio. El tiempo y ese adorno que cambiaba de color daban autoridad al azul violáceo cuando anunciaba mal pronóstico. Como si el anhelo del rosa ofreciera buen clima o como si este buen clima tuviera relación con el tiempo. La tía Susana sí creía en eso. El regreso era con prisa. El apuro en llegar corría hasta la segunda cuadra o hasta la cuarta, según sintiera si ese instante era para empezar o para terminar. Su papá nunca lo supo o ella nunca supo que él caminaba tan rápido también por lo mismo. Volver a trazar su andar ya no era entretenido, como si a ese túnel le hubieran sacado la oscuridad, como si caminar al revés te diera otra posibilidad. Quizás no estaba mal, al deseo se llega mejor si uno puede ver. Los merengues la esperaban. Y el azar también. Faltaba menos, cien metros, esa información la supo de grande. La ansiedad no le daba lugar a la pregunta, sabía que nada se podía preguntar. ¿Me comprarían un merengue? ¿Algún día podría comer uno entero? ¿Me dirá mi papá parado en la puerta del lugar, elegí lo que te guste? ¿Y si la suerte del apostador esta vez estuviese de mi lado? La marcha rápida no permitía ni siquiera ver si faltaba poco o faltaba menos. De lo que estaba segura era de que si no se apuraban la confitería estaría cerrada, y no solo no podrían comprarlos, sino que deberían esperar hasta el próximo verano. Era su última noche en la peatonal. Cruzaron la calle. Santiago del Estero siempre corta el semáforo a favor del peatón. Los pasos de ella alcanzaban mayor longitud, casi la misma que la de su papá. De reojo, lo miró tratando de descubrir el destino final. Tenía rasgos duros, su rostro no le dejaba anticipar su acción. Faltaba nada, estaba a tres metros cuando escuchó tormentosamente el ruido de una persiana de metal pesado que caía sobre la puerta de entrada. Se detuvo. Miró. No lloró. Sí lloró. Decía que extrañaba a su abuela. Entendía que así estaba justificada la tristeza. Giró. Miró para adelante tratando de buscar la salida a lo lejos. Levantó su mirada, vio la cruz. La catedral no pertenecía al deseo.

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Marianela Nicocia

Marianela Nicocia
Marianela Nicocia
nació el 19 de Julio 1975 en Lobería. Vive en Mar del Plata desde los 18 años. Mamá, docente y psicopedagoga, le gusta escuchar historias y contar cuentos. Participo del Taller Literario “El Péndulo”.

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