Vos te creés que brillás mucho, que chalás a cualquier mina
con tu estampa y tu peinado de tenorio cachafaz;
si no fuera por Brancato que ha inventado la gomina,
tu felpudo de carpincho decí, ¿con qué lo peinás?
Cadícamo describe de esta manera a Robustiano, caudillo conservador en Adrogué que inició su actividad política en alrededor de 1925. Los versos aluden a lo que se consideraba su rasgo característico: la elocuencia, virtud esencial en el ámbito de la discusión política, que le agenció un número no despreciable de seguidores durante la cúspide de su carrera. La elocuencia resultó útil también en el ámbito de las relaciones sentimentales. Describía estos asuntos a sus allegados, encargados de la difusión. Sus detractores, en cambio, afirmaban que la frecuencia de su actividad sexual era cada seis años, cuando se dedicaba a recorrer las casas de los fiscales ocupados en las mesas electorales; aún no se había producido la reforma que redujo ese período a cuatro años.
Tenía un grupo de ayudantes, constituido por el tipo de persona a la que no le importa el medio que se utilice para alcanzar un fin, en quienes confiaba para intimar a votantes descaminados antes de que cometieran un error en la urna. El fraude electoral hizo que el lapso aproximado entre 1930 y 1940 fuera llamado “la década infame”. La decadencia de Robustiano comenzó cuando se mudó a la capital con la intención de progresar en su carrera política. El traslado a un ámbito donde sus méritos eran desconocidos significó la necesidad de revalidar sus títulos, empresa en la que Robustiano fracasó. A esta etapa corresponde la descripción de Cadícamo. No me extenderé en la colección de desplantes y humillaciones que tuvo que soportar, y que se agravaban en la medida en que Robustiano más se esforzaba. Tampoco voy a exponer las razones por las cuales su liderazgo se esfumó, esencialmente porque no las conozco, aunque intuyo que se trató de no haber estado presente en los asados correctos. Además de las dificultades usuales que se presentan a los no capitalinos (“Engrupido con tu pinta que es bastante suburbana”, decía Cadícamo), no se me ocurre más que mencionar los caprichos de la diosa Fortuna. Cito, como resumen, algunos versos de Uno y uno (letra de Lorenzo Juan Traverso):
Se te dio vuelta la taba;
hoy andás hecho un andrajo.
Has caído tan bajo
que ni bolilla te dan.
El momento final de su actividad política ocurrió durante las elecciones de 1937. Se dirigía a depositar su voto cuando dos hombres se interpusieron en su camino y uno le dijo: “vos ya votaste, andate”. Intentó resistirse y recibió una bala en el estómago. Algunas versiones dicen que allí quedó, muerto. Otras le conceden un final más sosegado: sobrevivió luego de una larga convalecencia, abandonó la actividad política y volvió a Adrogué. Según Borges, Adrogué era “un largo laberinto tranquilo de calles arboladas, de verjas y de quintas; un laberinto de vastas noches quietas que mis padres gustaban recorrer. Quintas en las que uno adivinaba la vida detrás de las quintas.” Robustiano se dedicó, durante el resto de su vida, al cultivo de hortalizas en una quinta que pertenecía a una viuda que había sido su amante.
Años después, al sentir próxima la llegada de la muerte, llamó a sus hijos dispersos. Cuando estuvieron reunidos junto a su lecho, les aconsejó: “hay que creerse el mejor, pero nunca hay que luchar por serlo”, y, ahora sí, murió. Es un error suponer que se confundió al intentar repetir la frase de Fangio: “hay que luchar por ser el mejor en lo que uno hace, pero nunca hay que creérselo”. Lo que quiso decir fue lo que dijo. Perdurar, al menos con una frase, es una forma modesta de no morir. Aún más modesta cuando la frase también lo es. Es, en realidad, un placebo ante el sentimiento trágico de la vida, ante la convicción de que, tarde o temprano, se acaba. El mejor ejemplo, quizá, de este afán de permanencia más allá de la muerte es el poema Lleno de vida, hoy de Whitman. Placeres simples y accesibles, como mirar el mar, escuchar una composición de Bach, o saborear un chipá recién horneado, son los que contribuyen al balance positivo de nuestras vidas. El poema de Whitman es uno de ellos. Al leerlo, sentimos la presencia fantasmal de Whitman, victorioso ante la muerte, a nuestro lado, y, como escribió Borges, nos emociona que al poeta lo emocionara prever nuestra emoción. Pero la victoria, si podemos llamarla así, no es holgada, pues los fantasmas tienen el defecto de no existir. Peor aún, si ese fantasma estuviera a nuestro lado, ¿sería Whitman?; nada nos garantiza que no sea un impostor, un fraude, o una ficción.
Robustiano y su frase póstuma evocan a un fantasma algo fraudulento. Lo recordamos con este texto breve, pues no merece uno más extenso. Y recordamos su frase con la esperanza de que alguien, alguna vez, haga lo mismo por nosotros.
Miguel Hoyuelos