Trencitos de la alegría

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Como alucinaciones causadas por altas temperaturas o un exceso de sidra navideña, el avistamiento del tren de la alegría, en el verano de la Costa Atlántica, tiene todas y cada una de las características psicotrópicas propias de un estado alterado de consciencia. Son vehículos parecidos a colectivos o camiones pero con carrocerías intervenidas por luces titilantes, carteles, dibujos, pinturas y muñecos de chapa gigantes. Algunos emulan, como su nombre lo indica, la estructura de un tren, aunque el maquillaje elemental de esta ficción nunca logra conjurar las obvias ruedas de auto que asoman por debajo. Otros, como el Olitas de Mar del Plata, quieren ser barcos rodantes y navegar por el asfalto. Circulan a velocidades cansinas, en segunda, lentificando el tránsito alrededor, con música de cachengue a un volumen decididamente bolichero, por las calles y avenidas de la ciudad, en un breve pero intenso recorrido, donde exhiben a través de sus ventanas en forma de vidrieras todo lo que sucede en su interior. Sin duda el trencito de la alegría inventó la noción de multiverso antes que la franquicia de Marvel, que debería pagarle a estos vehículos un porcentaje de sus regalías. ¿Quieren saber lo que es un multiverso? Basta con subir a uno de estos trenes para experimentar un verdadero cambalache cuántico de mundos inconciliables por sus imposibles e impulsivos contrastes: ahí están los Teletubbies junto a  Batman, Mickey abrazado a Iron Man, los Minions bailando con El hombre araña, Hulk y Pepa Pig subidos al techo, Tribilín y Thor vendiendo boletos; incluso, en otra época, podíamos encontrar a Alf, Mazinger Zeta, la Pantera Rosa y las Tortugas Ninjas juntos en un cóctel variopinto que fundaba sin saberlo la lógica radical de los multiversos. Sus trajes suelen ser invariablemente rudimentarios pero la actitud de sus actores es tan comprometida que a fuerza de voluntad logran, por medio del efecto alquímico de la fiesta, eliminar la distancia impuesta por la falta de recursos. De pronto, estos muñecos rústicos con trajes confeccionados con la estética de una pesadilla se transforman en personajes de luz que parecen extraídos –sin mediación ni tercermundismo– de un dibujito animado o una película de superhéroes. Bailan con cada uno de los niños y niñas que encuentran, se trepan al techo, se cuelgan de una baranda, hacen piruetas, sacan medio cuerpo por la ventana, hacen la vertical, tiran papel picado, esparcen nieve artificial por el aire, arengan por el micrófono y musicalizan la escena manualmente. ¿Qué más se le puede pedir a un superhéroe? La música agrega otro elemento fundamental al efecto lisérgico: Spiderman baila el meneadito, Flash corre de una punta a la otra cantando un tema de Rodrigo, Batman se pone de cabeza con Loco Mía, Pepa Pig desaforada convulsiona al ritmo del trap, un Ironman de felpa en zapatillas deportivas se mueve con un tema de L–Gante, todo sumado a las letras de canciones que desentonan enfáticamente con el público infantil que sería el supuesto destinatario del trencito, letras que hablan de drogas o sexo, wachos y nalgas retumbando. El trencito de la alegría se transforma –como si sus efectos semióticos fueran pocos– en el Delorean de Volver al futuro: estamos en una fiesta de quince en los noventa, con luces y rayos intermitentes que pixelan la experiencia a tal punto que nos da la sensación de estar adentro de un arcade ochentoso a base de fichines, tipo Wonder Boy o SnowBros. Una máquina del tiempo donde el rey es un espíritu de kermese que funde lo berreta en el oro lírico de la genialidad. Bajo este cuadro carnavalesco, algunas oposiciones binarias quedan suspendidas por el tiempo que dura el viaje: conviven sin conflicto la perversión del payaso y la pureza infantil, la obscenidad de un stripper y la ternura del mundo de hadas, lo ominoso freudiano y la fantasía naif. Cualquier foto parece tomada en una rave psicodélica para infancias. Cada ciudad del partido de la costa tiene su Trencito de la Alegría. A la prensa gráfica y el periodismo se les hace agua la boca cuando acontece una noticia que los involucra: un Spiderman cae del tren y casi no la cuenta; otro Spiderman de San Bernardo es apuñalado por resistirse a pagar una coima, pero sobrevive y vuelve a su trabajo; un trencito choca en Villa Gesell; otro se descarrila en Mar del Plata. Hasta las noticias no pueden evitar una mezcla indisoluble entre lo trágico y lo cómico. Batman se anuncia a los gritos como DJ Batman; la gente aplaude, feliz, porque el trencito cumplió con su promesa. Llega el final del recorrido. Un Minion habla en castellano y dice que hay que llegar a la parada saltando, haciendo bochinche, hasta que el tren se parta por la mitad. Las luces siguen titilando, los niños y niñas se bajan, todavía eufóricos y sobreexcitados, con sus familiares. El trencito queda vacío pero la música sigue como una invitación. Mientras, de fondo, el mar se refleja en la ventanilla.

Andrés Gallina y Matías Moscardi (2022). Guía maravillosa de la Costa Atlántica.  Buenos Aires: Random House Sudamericana.

Matías Moscardi
Matías Moscardi
nació en Mar del Plata, en 1983. Es investigador de Conicet y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Mar del Plata, donde trabaja como docente a cargo de la materia Taller de oralidad y escritura. Coescribió, junto a Andrés Gallina, tres libros: Diccionario de separación. De Amor a Zombie (Eterna Cadencia), Guía maravillosa de la Costa Atlántica (Sudamericana) y Museo del Beso (Reseirvoir Books). Publicó los libros de poesía Bruma (Vox), Los misterios del punk rock (Neutrinos), Strobel Street (Club Hem), entre otros; las novelas Mediopelo (Puente Aéreo), Las Cosas (Clase Turista), Las palabras (Puente Aéreo); El Gran Deleuze para pequeñas máquinas infantes (Beatriz Viterbo; seleccionado por la Dirección General de Cultura y Educación para integrar la Colección “Identidades bonaerenses”); y Las respuestas. 1779 preguntas (Beatriz Viterbo); Diario de limpieza (Bosque Energético) y la novela infantil Marina Maravilla y el Fabuloso Dojo Literario de Katsumoto Hagakure (Editorial AZ). En género ensayo, publicó La máquina de hacer libritos. Poesía y editoriales interdependientes en la década de los noventa (Eduvim; premio FNA) y La rosca profunda (Prebanda; que reúne sus colaboraciones en el blog de Eterna Cadencia).

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