Pura tapera

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1

Baltazar Arístides mira al horizonte. Frunce los párpados para que el sol no le lastime los ojos. El camino de tierra serpentea hasta perderse en el monte que delimita el pueblo. Arístides sabe que de ahí, de ese hueco de sombra en pleno sol saldrá la camioneta que trae al abogado y a su sobrina. El aviso de la visita le llegó hace un mes. Una carta cargada de sellos  y palabras que él, Baltazar Arístides, no entendía ni necesitaba entender.  Tenía bien en claro lo que pasaba. La piba, la hija de su hermano, Melchor, ya había andado con ganas de vender el campo cuando el padre cayó enfermo. Pero, mientras Melchor estuvo vivo, que en paz descanse, le dejó bien en claro que la tierra era de él, de su hermano, del Baltazar, el más chico de los Arístides. Él fue el único que se quedó ahí, en el racho de adobe que su abuelo levantó cuando recién el Ejército había limpiado de salvajes la zona. Fue él, Baltazar Arístides, el que cuidó a la madre ciega mientras Melchor rajaba a la ciudad para estudiar de abogado. Por eso fue Melchor el que tuvo familia y no Baltazar, que se arruinó la vida, la juventud, cuidando a la madre y a la tierra porque su padre ya había partido después de esa patada traicionera del zaino que le abrió el mate y quedó ahí tirado abonando la siembra con la sangre de sus antepasados. 

Baltazar Arístides la entiende. Entiende que esa chica no quiera saber nada con la tierra, con el campo. Después de todo había sido criada en ese otro país al que su hermano rajó cuando la cosa se puso peluda y la plata, decía él, no le alcanzaba para nada. Todavía tiene la foto que le mandó de ella: paradita con el pelo arremolinado, el mar de fondo. Era tan linda esa foto que Baltazar Arístides podía imaginarse el ruido del viento saliendo de las olas grises. Esa foto la tenía ahí enganchada al pie de la virgen que fuera de su madre. Ahí la puso él después de leer la carta en la que Melchor le decía que estaban bien, que el invierno era duro en esas tierras pero que el paisaje del mar con la nieve era precioso. Y sí que lo era. Baltazar podía verlo en la foto cada mañana cuando después de chuparse el mate hasta el fondo, tres veces, se persignaba frente a la virgen y rezaba por el alma de sus padres, por la de su hermano y también por su sobrina que había visto poco y nada, pero que a fin de cuentas, era una Arístides más. La más joven. La que está por llegar ahora, para convencerlo de poner todos los papeles en regla y vender el campo.

2

Fabiana Arístides mira por la ventana. Siempre elije ese asiento, el que da justo al ala del avión que la lleva a la tierra de sus padres. Le gusta ver la escarcha que se forma en el metal por más que el sol y el cielo parezcan de verano. Las nubes, abajo, una arboleda blanca, continua. Fabiana Arístides vuela desde siempre y siempre vuela por trabajo. Esta vez la cosa es diferente, pero no tanto. Por lo menos para ella que decidió cruzar el océano para ponerle punto final a todo ese trámite del campo de la familia. Por lo que le había dicho el abogado que contrató para que le llevara los papeles, su tío no le había puesto buena cara cuando le fue a notificar de que en unos días, unas semanas a más tardar, la señorita Arístides iba a llegarse hasta el domicilio para arreglar todo lo correspondiente  para poder disponer de su parte de la herencia.  Y ella, que siempre estaba ocupada con causas, audiencias y juicios, le dijo que no se preocupara, que era un tema simple, después de todo ese campo no era productivo, no servía para mucho, “pura tapera”, como decía su padre cada vez que la ponía en caja para que se olvidara de esas tierras. Pero, ella no… ella decía que había que hacer la sucesión,  para  que cada uno tuviera lo que le correspondía y listo. Punto final. Si no… si no su tío tendría que afrontar un desalojo, por más que le doliera, era lo que correspondía. Después de todo para ella, ese hombre no es más que un desconocido. El actor de una leyenda que su padre le contaba cuando era chica y le preguntaba por qué él se llamaba igual que uno de los reyes magos. Entonces Melchor Arístides le contaba que su madre le había elegido el nombre porque había nacido la noche del 5 de enero y que después, cuando nació su hermano, le iban a poner Gaspar, pero que él lo bautizó Baltazar porque era negrito negrito como el rey mago. En eso está pensando Fabiana Arístides cuando la azafata se le acerca y le ofrece el café de la tarde. La taza de losa tan blanca como las nubes vuelve marrón en los bordes el café renegrido. Fabiana abre un sobre de edulcorante, lo vierte y revuelve. Después sacude la cuchara contra la losa y la apoya en la bandeja. No tolera manchar nada. No tolera tampoco los granos de azúcar sembrándolo todo. Un motivo más para elegir el edulcorante: tan suave, tan limpio. No tarda demasiado en terminarse el café. Llama a la azafata. Le pide que le retire la bandeja. Recién entonces reclina el asiento y trata de dormir un poco. 

“Por motivos de seguridad las luces de cabina serán atenuadas, si desean continuar leyendo encontrarán una luz individual de lectura en los paneles superiores”.

La voz en español la despierta. Afuera todo es oscuridad. Fabiana mira su reloj. Las agujas están inmóviles en el horario del despegue. Se olvidó de darle cuerda y cada vez que le pasaba se arrepentía de usar esa reliquia de su madre. Todavía un poco dormida, desprende la malla, y con el pulgar y el índice gira la perilla, después se acerca el reloj al oído, así se queda ese instante ínfimo en el que los engranajes rompen la inercia para iniciar el paso marcado del segundero. 

3

Baltazar Arístides se pasa la mano por la frente, la transpiración le deja perlada la piel curtida. Sabe por el lugar que ocupa el sol en el cielo que es el horario de darle de comer a los animales. Por eso va hasta la bomba, le da un par de sacudidas a la manija y espera que el agua del pozo llene el balde. Ahí se queda mirando el chorro cristalino que cae con potencia hasta cortar de repente y deja un par de gotas que caen solitarias. Ese ruido lo hipnotiza. Lo deja ahí, pegado a la bomba, con la vista perdida en las aureolas de agua que se forman con la caída de cada gota. Baltazar Arístides no puede dejar de pensar en el estanque del molino viejo. Ese en el que se bañaba con su hermano cuando el verano apretaba tanto que no podían hacer otra cosa que quedarse en el agua hasta que el cuerpo les quedara arrugado como la piel de su madre, de su abuela, craqueladas por el tiempo. Melchor gustaba de jugar a los buzos, entonces era él, Baltazar Arístides, el que tiraba una piedra de canto rodado que juntaban de la vía para que el otro la recuperara del fondo de ese mar en el medio de la pampa. Y era él, también, Baltazar Arístides, el que no podía dejar de mirar esas olas circulares que se armaban con el peso de la piedra y que distorsionaban el cuerpo de su hermano hundiéndose. Del estanque y del molino solo quedan algunas chapas y fierros oxidados. La sombra enrejada del esqueleto que sostenía las aspas. Y cuando esa imagen se le dibuja en el reflejo del agua del balde en la bomba que ya no gotea, Baltazar Arístides cree, al menos por un instante, que por ahí la piba tiene razón y no tiene sentido seguir: ya no queda nada de lo que fue, todo es pura tapera. 

Rápido espanta ese pensamiento con un chasquido de lengua y un gargajo que se hunde en la tierra reseca de la galería. Baltazar Arístides manotea el balde y en el camino carga la bolsa de maíz partido que fue a buscar ayer nomás a la cooperativa. Primero al gallinero: abre la puerta de tejido y se mete entre las gallinas que lo reciben a picotazos y cacareos. Baltazar les pide que se calmen, que hay para todas, mientras vuelca el maíz en los comederos. Vacía el balde de agua y después lo usa para juntar los huevos del día. Cuando sale deja la puerta abierta, es bueno que las gallinas salgan y caminen un poco, que se mezclen con los gansos y el único pavo que le queda. Para ellos, Baltazar Arístides riega la tierra de maíz mientras va hacia el chiquero a volcarle a los chanchos un poco de nueces y manzanas bichadas. El olor es insoportable. Es lo único a lo que, a pesar del tiempo, de una vida entera en ese pedazo de tierra, no puede acostumbrarse. A Melchor no le molestaba. Él era el que le se encargaba de darle de comer a los chanchos cuando eran chicos. Incluso era capaz de meterse en el chiquero a correr a los lechones recién paridos. A Baltazar le daba miedo que la chancha se le fuera encima y por eso le gritaba desde el alambrado que no fuera pelotudo, que mamá le iba a dar con el cinto si se ensuciaba. Pero Melchor no, Melchor era de esos que se cagaban en las advertencias porque después se bancaba las biabas. El que no se bancaba ver cómo le daban a su hermano era él, Baltazar, por eso lo llamaba desde el alambre, por eso también muchas veces lo ayudaba a lavarse en la bomba mientras su madre dormía la siesta, rezándole a Dios y a la virgen que le secara las ropas antes de que ella se despertara.

Pero la peor que le hizo Melchor fue aquella vez que ató un alambre entre el poste del chiquero y una estaca que se usaba para los caballos. Melchor se encargó de que los pastos y la paja brava tapara el alambre tenso. Después le pidió a él, a su hermano menor, que llamara a su padre, que le dijera que la chancha recién parida se estaba comiendo a los lechones. Y su padre, poco antes de morirse, corrió desesperado, y no pudo ver el alambre porque para eso estaba hecho. Tropezó y terminó desparramado entre las maderas apiladas para la leña. Ese día, Baltazar Arístides recibió la paliza de su vida mientras su hermano lo miraba temblando por el miedo a que lo delatara. Pero no. Baltazar se quedó callado y toda la vida su hermano le dio las gracias.

Ahora, Baltazar Arístides mira el sol una vez más y por la posición en ese cielo diáfano sabe que en la radio seguro estará por empezar el informativo. Es miércoles, eso lo sabe porque arrancó el talón del almanaque apenas se levantó, y puso la pava y se tomó los primeros mates de la mañana, amargos, calientes. Así se toma en el campo, le había dicho al abogado el día que le llevó la notificación y le convidó uno que el otro chupó como si fuera un bebé prendido a la teta. El gesto del tipo le arrancó una sonrisa a Baltazar Arístides. Así se toma en el campo, le dijo entonces y ahora se ríe de nuevo, solo, mientras espera que llegue su sobrina, la hija de su hermano, que viene de afuera, de otro país, para venderle el campo.

4

Fabiana Arístides dice el cartel que sostiene el hombre de traje en el lobby del aeropuerto, a la salida de la puerta Internacionales. Ella lee su nombre y se agradece haber previsto que el abogado estuviera ahí esperándola para ir directo hacia el campo. El vuelo fue un desastre, no sabe por qué pero los anuncios de la cabina se reiteraban a cada rato y eso no la dejó descansar. Sentía la cara hinchada, los ojos demasiado resecos. Por eso llevaba las gafas oscuras y por eso también se las dejó cuando saludó a su abogado extendiéndole la mano y apretándola firme pero con delicadeza. De inmediato le da la valija para que sea él el que la arrastre, mientras ella se acomoda un poco el pelo, se alisa el blazer de pana. No pensó en el calor. No pensó en varias cosas que recién ahora se le vienen a la cabeza. La ropa que lleva en la valija es suficiente pero no apropiada. Después de todo, lo de su tío no es más que una reunión informal, por más que lo que haya que tratar sea importante.

Afuera, en el estacionamiento, la camioneta del abogado. Negra, doble cabina, vidrios polarizados. Fabiana ya desea sentir el aire acondicionado que le saque la modorra que le dejó el viaje y también, que se lleve ese calor hediondo que le da la bienvenida en ese país del que escuchó mucho pero nunca nada interesante.

Fabiana llama a su abogado por el apellido. Márquez, le dice cada vez que quiere comentarle algo, con un dejo de confianza propio del que paga por un servicio y no quiere discusiones. Márquez, prenda el aire por favor. Y Márquez, que recién ponía la camioneta en marcha, obedece, pone primera y sale despacio por el estacionamiento del aeropuerto mientras la radio anuncia que la temperatura prevista alcanzará los 40 grados de sensación térmica. 

Fabiana baja el parasol. Se acerca al espejito y recién entonces se levanta las gafas oscuras. Los ojos enrojecidos no le quitan belleza a ese verde esmerilado que heredó de su padre. Busca en la cartera unas gotas: se pone una en cada ojo. Pestañea, las lágrimas le caen demasiado pesadas, como lo que son: artificiales. Respira hondo. Márquez la mira de reojo sin quitarle atención a la autopista.

—¿Cuánto tenemos? —pregunta mientras se calza las gafas, levanta el parasol y guarda las gotas en la cartera.

—Cinco… seis horas, como mucho, depende del tránsito.

—¿Pudo verlo?

—La semana pasada… un hombre huraño, un tanto difícil… 

—¿Le dijo algo que deba saber?

—Nada, como le adelanté por teléfono, le informé que usted tenía previsto el viaje, el motivo por el cual lo hacía y él se quedó pensativo un rato largo, se movía nada más que para cebarse un mate tras otro, hasta que me dijo que no había problema, que esa era su casa también…

Fabiana larga un chasquido de aire por la nariz y levanta las cejas. Márquez no puede verle el gesto pero por lo que escucha se da cuenta de que poco le importa a ella lo que diga Baltazar Arístides. Para ella lo que queda por delante es un trámite más. 

—¿Y el lugar?

—Un rancho… Si usted me permite, con todo respeto, no vale nada… 

—Pura tapera —susurra Fabiana, recuperando la voz de su padre en cada charla sobre los campos de la familia.   —Pura tapera —repite ahora sí un poco más alto y Márquez se sonríe un poco sorprendido por el uso de un lenguaje que no calza con esa mujer de trajecito sastre y zapatos de taco, que poco a poco se interna en la pampa a bordo de una camioneta negra, doble cabina y aire acondicionado.

5

Baltazar Arístides manotea una zanahoria y le mete un tarascón sin pelarla. Mastica sentado en la sombra que le da la parra de uva chinche, uno de los pocos frutales que resistió el tiempo. El manzano también está de pie, pero bichado. No hay una manzana que madure antes de ponerse fea. Con el nogal es distinto: se llena de nueces que se terminan pudriendo en el piso o en el tarro donde junta la comida para los chanchos. A él no le gustan. Raro porque siempre comió de todo, pero desde chico ese gusto amargo y pastoso le da tal asco que ni se calienta en juntarlas. A Melchor le encantaban. Incluso un día se dio tal atracón que tuvieron que llevarlo para que lo viera la vieja Hermida, la curandera que vivía en un rancho perdido en el monte. Baltazar Arístides no se olvida de ese día por más que hayan pasado más de cincuenta años. La figura de su hermano doblado por el dolor mientras la vieja le apretaba la panza y diagnosticaba que el chico, Melchor Arístides, se había empachado con algo. Las nueces, dijo él Baltazar Arístides, por lo bajo mientras su madre le contaba a la vieja Hermida que ya estaba podrida de decirles que no comieran las frutas soleadas, que había que pasarlas por agua no solo para limpiarles un poco la mugre sino también para sacarles el calor de la tarde. Doña Hermida lo miraba a él, a Baltazar, y nunca supo por qué, pero se le acercó y con el pulgar le hizo las cruces en la frente para bendecirlo. Cómo le gustaban las nueces al Melchor, piensa ahora, Baltazar Arístides y se persigna. Justo en ese momento, un galgo viejo que cada tanto se le mete en el rancho se aparece por la tranquera y se le tira a los pies. Baltazar Arístides le acaricia el lomo y se hace lamer las manos. Un chimango se para en el poste del alambrado que limita el campo. Sin saber por qué, Baltazar Arístides se levanta del banco bajo la parra para agarrar el balde que descansa en la bomba. Y sin saber por qué camina descalzo la tierra y se pone a juntar de a una las nueces que el nogal fue soltando porque ya están listas para comer. A la piba por ahí le gustan, se dice y junta, suelta en el balde de a una las nueces que se amontonan llenas de tierra.

6

Hace rato ya que la camioneta de Márquez salió de la autopista y surca la ruta doble mano que después será camino de tierra. Un hilo de pedregullo que corta el campo, cicatriz resquebrajada que divide de un lado los girasoles y del otro el maíz todavía verde, todavía sin mazorcas. 

Fabiana tiene la cabeza recostada sobre la ventanilla. El andar apenas le hace vibrar la mirada que se pierde en la banquina. Hace un par de quilómetros vio un peludo metiéndose entre las matas y ahora espera, atenta, encontrar otro. Por eso le pidió a Márquez que bajara un poco la velocidad, por eso y porque, aunque no lo pueda creer, quiere retrasar el encuentro con su tío. Márquez desacelera mientras busca en la radio alguna compañía. Fabiana solo le habla para darle órdenes. En la autopista le preguntó algo sobre él, sobre su estudio, las causas que llevó de sucesiones similares a la que ella tiene que hacer. Pero le duró poco la charla, sobre todo porque él, Márquez, no tenía muchas ganas de tener una clase de legislación comparada. Fabiana se empecinaba en demostrarle cuánto conocía el código de su país y no perdía oportunidad para sugerirle cosas que ella hubiera hecho, tanto en el expediente de su familia, como en el de otros clientes. Por eso ahora, mientras ella mira correr la banquina a toda velocidad, Márquez agradece en silencio y busca alguna estación de pueblo para ir escuchando.

—Vamos a llegar de tarde —dice Fabiana sin despegar la cabeza del vidrio.   

—Como le había dicho… con el tiempo justo para arreglar todo y volver con algo de luz.

—Ojalá… Me gustan los girasoles.

Márquez asiente, siempre la mirada en la ruta, siempre las dos manos en el volante.

—Mi papá me hablaba de ellos… de las semillas que se comían con su hermano después de que mi abuela las tostara. No me imagino ese sabor…

—Algo amargo, rico…

—¿Usted también comía?

—Se vendían en los kioscos, las comíamos en la escuela, en los recreos. ¿Allá no hay?

—No… preferimos los dulces. ¿Podemos parar?

Márquez se sorprende y toca el freno un poco brusco. Fabiana lo mira. Él se disculpa mientras acomoda la camioneta en la banquina. 

—¿Se siente bien?

Fabiana no responde. Se saca los zapatos y baja de la camioneta. Descalza se interna en el campo de girasoles. Márquez la ve a la distancia acariciando los pétalos amarillentos. Tiene ganas de decirle que se cuide, que los tallos son ásperos, que puede lastimarse, pero no, no le dice nada. La deja hacer mientras él aprovecha a remangarse la camisa. 

Están a una hora de viaje. Márquez lo único que espera es que Baltazar Arístides no se ponga difícil. El plus que le prometió Fabiana depende de que la operación se resuelva en poco tiempo. Él hizo lo suyo, “el ablande”, como le gusta decirle a esas reuniones en las que sondea y promete, promete y sondea. 

Márquez no se da cuenta que Fabiana está de vuelta. La puerta de la camioneta se cierra. Y recién entonces la ve poniéndose el cinturón de seguridad, ya tiene los tacos calzados. Un abrojo le cuelga de la media de nailon dos tonos más oscuros que su piel. 

—¿Donde vamos también hay girasoles? 

Márquez niega en silencio y arranca. La camioneta muerde el asfalto cuando deja la banquina. Fabiana vuelve a apoyar la cabeza en la ventanilla. La radio sigue muda. No hay estaciones por la zona.

7

Baltazar Arístides ve aparecer la camioneta negra, de vidrios polarizados, apenas deja atrás el monte y avanza envuelta en una nube de polvo. Entonces se acerca a la bomba, sacude la manija y ataja el agua con las manos cóncavas. Se lava la cara. Bombea otra vez y se moja el pelo, lo peina hacia atrás con los dedos  y se  mete al rancho. En la pieza se saca la remera y busca una camisa blanca en el ropero. El cuello sobado, las mangas un poco deshilachadas. Pero tiene todos los botones y eso es suficiente para él que no se pone camisa salvo para los velorios.

Para cuando sale del rancho la camioneta está ganando la entrada. Él mismo había dejado la tranquera abierta para que el abogado pudiera meterse y ella, su sobrina, no tuviera que caminar ese tramo donde el camino de piedra está levantado por las raíces de los eucaliptus. También ató al perro, por más que no fuera suyo, no sea cosa que el galgo se pase de confianza y le manche la ropa al hombre o a la piba, se dijo, mientras ataba la soga al paragolpe de un rastrojero abandonado. Baltazar Arístides, ahora, escucha los portazos de la camioneta que no ve porque quedó estacionada del otro lado del rancho. Siente también el ladrido del perro y el susurro de los pasos que se acercan por el camino de piedra que desemboca en la galería cubierta por la parra de uva chinche. Por ahí la ve aparecer, detrás del abogado que lo visitó hace unos días, y no necesita mirarla mucho para darse cuenta que esa mujer de ropa fina es la hija de su hermano, la nena por la que él pide en cada rezo mirándola en la foto donde está parada frente al mar.

Baltazar Arístides se limpia las manos en el pantalón. Se acerca para cortarles el paso. Los ojos verdes esmerilados, igual a los de su hermano Melchor, igual a los de su madre, se clavan en los anteojos negros que su sobrina lleva puestos. El abogado dice algo, lo saluda, le extiende la mano, pero él no tiene tiempo para eso, quiere abrazar lo que queda de su hermano en la Tierra, y en eso está cuando ve que ella, Fabiana Arístides, le extiende la mano y él se la agarra y  siente el apretón firme de esa piel suave en su mano rugosa. Baltazar Arístides se traga el beso y esconde el abrazo poniendo las manos atrás, haciéndose sonar los dedos. Entonces la voz del abogado aparece y le presenta a su sobrina, le dice que hoy mismo llegó de ese país al que su hermano se fue hace tanto tiempo, y que como está muy cansada, agotada le dice, necesitan ir al grano sin perder más tiempo.

—Disculpemé, señorita —señorita le dice él como si la sangre que corriera en ese cuerpo no fuera la de una Arístides— Disculpemé, señorita, pero lo vamos a tener que dejar para mañana. 

—¿Cómo dice? —interviene Márquez adelantándose a Fabiana para quedar cara a cara con Baltazar.

—Es que mi abogado no ha venido… no sé qué le andará pasando, porque tenía que haber estado acá temprano… ya no creo que hoy se venga.

—Ya le expliqué el otro día que no hacía falta que se pusiera en gastos con un letrado, yo mismo puedo asesorarlo en lo que haga falta para resolver el trámite. Tome… estos son los papeles, una firma en cada hoja alcanza.

Baltazar Arístides agarra los papeles. Sabe muy bien lo que tiene que hacer, no necesita que nadie lo asesore. Pero no sabe por qué le salió así, alargarle la cosa con la mentira esa de su abogado, lejos estaba él de conocer alguno. Pero así le salió, cosa de mandinga, una palabra atrás de la otra con la mentira justa y ahora no podía dar marcha atrás, porque los Arístides podían ser algo brutos —no así su hermano Melchor— pero no iba a permitir que los tildaran de muleros.

—Yo le entiendo, pero mejor si esperamos a mañana. Si quieren, pueden quedarse… hay una pieza de sobra.

—Imposible, tenemos que volver hoy mismo —se adelanta Fabiana dando por sentado que ahí, en ese rancho de adobe, ella no iba a pasar la noche.

—Lo lamento mucho, señorita… Ahí nomás en el club, donde antes estaba el viejo hotel, todavía alquilan habitaciones… Mañana será otro día y si Dios quiere el abogado se llega temprano para hacer las cosas. 

Baltazar Arístides se da vuelta y camina despacio con la cabeza gacha hacia el rancho. Se mete en la cocina y ahí se queda sentado mirando la virgen y a su sobrina. Entonces escucha que el abogado le pide a la chica que no se preocupe, que es cuestión de hablar un poco con él, con Baltazar, y hacerlo entrar en razones. Pero para Baltazar Arístides la cosa esta dicha. Hoy no se firma nada… mañana veremos.

8

Desde la ventana de la habitación del Club, Fabiana puede ver a su tío arriando las gallinas. De lejos se parece a su padre. De cerca menos. La piel demasiado morena y ajada por el sol, los dientes desparejos, amarronados. Los ojos igual de verdes pero hundidos, quizás no tanto como la última vez que lo vio en el hospital, todavía consciente. Fue ese día que le pidió que le hiciera la promesa de no seguir con eso de vender los campos, de esperar al menos que su hermano se fuera con Dios. Que seguro mucho no le faltaba. Y ella, sosteniéndole la mano puro hueso, le acarició la frente y le dijo que no se preocupara, que ella se iba a encargar de que se cumpliera su última voluntad. De eso se acuerda ahora, a poco del campo donde creció su padre, donde su tío Baltazar Arístides se niega a firmarle los papeles para dejarle el poder a Márquez, para que cuando le llegara el momento pudiera vender todo y transferirle el dinero. Fabiana Arístides se queda ahí, asomada a la ventana y respira hondo. Se llena los pulmones con el aire del campo sin quitarle la mirada a su tío que se mete en el rancho después de guardar los animales. Una sombra recortada por la luna. 

Por un momento, se arrepiente de haber viajado, “pura tapera”, se dice y piensa que es una pena que su tío no haya plantado girasoles. 

9

El campo es todo silencio y oscuridad. Baltazar Arístides se levanta y sale de la pieza rumbo al galpón. Él único pedazo del rancho que tiene paredes de ladrillo y techo de chapa. Él mismo lo levantó cuando se quedó solo. Lleva en la mano los papeles firmados. Ahí los deja, enganchados, debajo de unas herraduras oxidadas. También la foto de su sobrina y la imagen de la virgen. Después manotea el bidón con el gasoil que usa para el tractor que le presta un paisano amigo en épocas de siembra. Antes de salir se prende un cigarro y lo pita fuerte para verle la brasa. No tarda mucho en rociar el rancho. Tampoco en soltar el cigarro en la paja del techo que ahora se prende y crepita. Baltazar Arístides se queda mirando. Las llamas se llevan todo. Incluso el silencio. Se persigna y sale caminando en dirección al monte. La camisa blanca le da un aire fantasmal. Fabiana lo mira pasar desde la ventana. Pura tapera, piensa Baltazar, y chasquea la lengua, resignado. 

Lógica de la perturbación. Salta el Pez. 2022

Juan Carrá

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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