Al turco Abadi me lo presentaron en la adolescencia. Nos encontramos por primera vez en un bar de Córdoba y Cerrito. Era sábado. Serían las ocho de la noche. El tipo era alérgico. Vivía con la nariz cargada de mocos. Usaba el pelo largo: un grumo compacto de rulos. Antes de conocerlo, me enteré de que lo habían expulsado de la escuela: se colgó de una bandera y la hizo trizas. Asocié ese acto con la rebeldía, pero no se trataba de eso. La verdad es que el turco abrazaba el desorden pero sin fin determinado. Con su estilo personal, encarnaba lo que Gombrowicz llamó inmadurez.
Aquella vez, en el bar de Cerrito, éramos cuatro en la mesa. Afuera, hacía un frío de morirse. El turco contaba una escena del Frankenstein de Whale. El monstruo mata a una nena porque la confunde con una flor. Yo había visto la película varias veces, pero nunca me había detenido en ese detalle. Mientras mi atención se pegaba a la intriga, la del turco captaba lo subyacente.
Nos hicimos amigos. Él vivía en un departamento que quedaba sobre la calle Libertad. Una madrugada, cruzamos a fumar a la plaza. Me habló de un violinista, Jorge Pinchevsky. El tipo había tocado en la Orquesta Sinfónica de La Plata hasta que conoció a la gente de “La cofradía de la Flor Solar” y se enganchó con la historia. Se puso a buscar un sonido eléctrico con el violín. Formó parte de “La pesada del Rock and Roll” con Billy Bond, Kubero Díaz y el negro Medina. Cuando la cosa se puso espesa, se fue a Brasil. Después a Europa. Allá se enganchó con unos delirantes de una banda anglo-francesa, Gong. Hacían una música alucinada que registraron en un disco producido por Nick Mason, el batero de Floyd. La historia terminaba mal: la última noticia era que Pinchevsky había muerto. Recuerdo que el turco, que era muy bueno mintiendo, contó que el músico se había congelado en un subte de París.
Poco después de aquella charla, nos dejamos de ver. Lo crucé de nuevo en el 2005. A los dos nos alegró el encuentro. Fuimos a tomar un café. Se lo veía bien. Tenía el pelo largo como siempre. Usaba unos anteojos gruesos. Me dijo que ahora era actor. Hacía doblajes. Estaba contento. Le acababan de confirmar que sería la voz de Donatello en un seriado de Las tortugas ninja.
Después —como si los años pasados fueran el paréntesis de una historia ajena— retomó el tema Pinchevsky. El músico no había muerto aquella vez, fue todo un mal entendido. Había vuelto a Buenos Aires a mediados de los ochenta. Según el turco, Pinchevsky se cruzó con su padre, que lo creía muerto, en Plaza Italia. El viejo lo reconoció. Por poco infarta de la sorpresa. La cuestión es que el violinista empezó a hacer lo suyo. Vivió en una casa rodante en los bosques de City Bell. Después, se instaló en Berisso y armó una banda de blues con amigos. Empezó a tocar seguido en La Boca. Pero la fatalidad es implacable hasta para los que saben esquivarla. Una noche de junio de 2003, Pinchevsky salió de un ensayo y lo atropelló un ciclista. Según Abadi, el músico voló por el aire y tuvo la mala suerte de golpearse la cabeza. Quedó un rato desmayado. Lo llevaron a una guardia pero se fue enseguida: no creía en los médicos. Murió a los dos días de un paro cardíaco.
El turco se quedó esperando mi reacción. Me froté un ojo, lo hago siempre cuando estoy confundido. Le pedí que hiciera la voz de Donatello. Me dio el gusto. Antes de irnos, anotó mi teléfono. No me llamó ni nos volvimos a ver. Alguien me contó que sobrevive haciendo papeles chicos en cualquier programa. Siempre que prendo la tele, lo busco entre los actores de reparto.