Cuando el Míster Peregrino Fernández dejó el club Confluencia, ninguno de nosotros podía imaginar que iba a dirigir en Francia y se iba a hacer famoso como creador del fútbol espectáculo. Se llevó con él al Cuco Pedrazzi que lo seguía como a un padre y los dos hicieron fortuna en el viejo Red Star de París. Pedrazzi se casó con una viuda francesa y a los cincuenta se fue a Nancy como consultor de defensores y arqueros. Me lo encontré por casualidad en el Parque de los Príncipes y después de tanto tiempo me costó reconocerlo. Me lo presentaron como a un argentino más y hablamos de todo un poco. Comentamos la derrota de los nuestros en la Copa América y me preguntó por algunos jugadores que le habían parecido horribles. Al rato, hablando de Passarella, de Veira, de Bianchi y otros técnicos, recordó la epopeya del Míster Peregrino Fernández y ahí caímos en la cuenta que de jóvenes habíamos jugado en el mismo equipo, allá en Cipolletti.
El Míster está un geriátrico cerca de Neuilly, me dijo. Cuando lo rajaron de la liga francesa por jugar un partido con doce hombres se fue a Australia y allá anduvo bárbaro porque la gente sabía muy poco de fútbol. Me contó que el Míster siguió fiel a su filosofía hasta el fin de su carrera e hizo sensación en Sidney y Melbourne con el fútbol espectáculo. Los mandaba al ataque a todos, ponía siete delanteros y conseguía partidos 6 a 5, 4 a 7 y llegó a perder 12 a 8 en una final de 1981 que todavía muestran en la televisión y las escuelas de fútbol.
El día en que llegó a Cipolletti, hace más de treinta años, ya insinuaba esa determinación de rebelarse contra los esquemas y los tabúes del fútbol. En aquel tiempo yo había cumplido los diecisiete y empezaban a ponerme en la primera con los grandes. Orlando el Sucio, que había sido el técnico anterior, nos hacía jugar con el esquema que Helenio Herrera aplicaba en Italia. Ponía cuatro defensores en línea, otros dos criminales unos pasos más adelante y un tercero que les quitaba a los contrarios las ganas de asomarse. Ése era el Cuco Pedrazzi, que tenía el récord de ocho expulsiones por juego brusco en un solo campeonato. A los lados, boyando en zona, colocaba un par de corredores sin historia de los que se consiguen en cualquier potrero. El que llevaba el número once era un poco más despierto, corría por delante de la muralla y tenía que ordenar el despelote que se armaba cada vez que venía una pelota dividida y se chocaban entre ellos. Todos tenían prohibido pasar la mitad de la cancha. Sólo el Manco Salinas, que era número diez, podía irse unos metros, no muchos y allá arriba, solo y puteado por toda la hinchada, quedaba yo como único delantero. Fueron tan pocos los goles que hice ese año que me los acuerdo todos, hasta aquel cañonazo del Cuco Pedrazzi que pegó en el travesaño, rebotó adentro y como el referí hizo seguir tuve que ir a meterla de chilena. No sé cómo hice pero desde ese día la tribuna empezó a putearme menos a mí que a los defensores contrarios.
Terminamos siete veces cero a cero, perdimos cuatro o cinco por uno a cero y hasta ganamos dos partidos por un gol. Entonces, como el club tenía otras ambiciones, un día contrató al Míster Peregrino Fernández para jugar al ataque. Todos los defensores, menos el Cuco Pedrazzi, se quedaron sin puesto y fue la fiesta de los delanteros. No éramos muchos y cualquier tipo capaz de dominar la pelota entre tres defensores se ponía la camiseta y entraba. Era lo contrario de lo que nos había enseñado Orlando el Sucio. Una revolución que empezó a llenar las canchas. A la carga Barracas, decía el Míster, que venía expulsado de Chacarita y todos salíamos al frente, picábamos como locos habilitados o en orsai. Fue en ese tiempo que empezó a meter un jugador de contrabando. Lo hacía cambiar al chileno Jara, lo escondía entre el masajista y el utilero y al rato, cuando se armaba algún revuelo alrededor del referí, lo mandaba a colarse en la cancha. El truco funcionaba casi siempre pero un sábado, en un nocturno que jugamos en Villa Regina, un comedido se puso a contar los jugadores y descubrió que teníamos dos tipos con el número siete. Encima Jara estaba haciendo el mejor partido de su vida, se los apilaba a todos y nos servía los goles en bandeja de oro y todo el mundo empezó a fijarse en ese siete que a veces era él y a veces era otro, dos cabezas más alto. Ganamos 5 a 3, pero el Tribunal de Disciplina nos sacó los puntos y casi nos manda al descenso como castigo. Por un tiempo, el Míster paró la mano. Ahora creo que no lo hacía por tramposo sino porque le encantaba ver la pelota cerca de los arcos. Dejaba dos backs y los otros íbamos a buscar el gol. Así tuve a mi lado todo tipo de delanteros, improvisados y profesionales. Estaba el Tuerto López, que era zurdo y del lado derecho no veía nada. Abel Corinto, un buen cabeceador, tan veterano que refería anécdotas del 17 de octubre, cuando jugaba en Temperley y cruzó el Riachuelo para reclamar la libertad de Perón. Juan Cruz Mineo, que le contaba películas al referí para tenerlo distraído. El Lungo Suárez, que tarareaba tangos mientras llevaba la pelota. El Tincho Saldías, que solía abandonar los partidos antes del final porque odiaba que le quitaran la pelota. Si no recuerdo mal era el único jugador del equipo que tenía coche propio.
Lo cierto es que el club se quedó sin defensores y nos hicieron tantos goles como nunca volví a ver. El Míster Peregrino Fernández había abierto el negocio del fútbol espectáculo pero al final lo nuestro se parecía al básquet, un gol para acá, un gol para allá. Un día que perdimos 7 a 4 desapareció y nunca más se supo de él. Ahora, el Cuco Pedrazzi me dice que está en un geriátrico de París y a veces lo llama por teléfono para recomendarle que, dirija a quien dirija, vaya al ataque. Le pregunté si había sacado alguna enseñanza del Míster y me hizo una mueca de desdén: Mientras duró hicimos buena plata, pero después la gente empezó a fijarse en la tabla de posiciones y llamaron a Orlando el Sucio. El Míster tenía un vértigo bárbaro pero de contraataque nos llenaban la canasta.
Tal cual. Pero aquella temporada de 1960 en el área llovían pelotas, salían de abajo de la tierra, aparecían como hongos, parecía que cada jugador tuviera una que había traído de su casa. Lo que no tuvo en cuenta el Míster Peregrino Fernández fue que el miedo puede más. Fueron tantos los sustos que nos dimos que empezamos a perderle el gusto al espectáculo. Lo suyo era lindo para la tribuna visitante, pero cada vez que nos hacían un gol se nos retorcían las tripas. Recuerdo un partido que estaba cuatro a cuatro: retrocedí para ayudarlo a Pedrazzi a cubrir un contragolpe y me tocó sacar la pelota sobre la línea del gol. Al terminar el primer tiempo, en el vestuario, el Míster se me acercó y empezó a gritarme: ¡Qué hace ahí perdiendo tiempo! ¡Su arco es el otro, carajo!
Ahora está escribiendo un libro de estrategia ofensiva y Pedrazzi me dijo que se hace preparar compactos de partidos en los que sólo se ven los goles. Cada tanto lo llevan a la cancha pero después no puede dormir de tristeza. Me digo que un día de éstos voy a ir a verlo para evocar con él los tiempos en que nuestra vida estaba llena de goles.
Osvaldo Soriano