Cuando se habla de mafiosos y coimeros, se los ve por la tele y se los escucha por la radio, recuerdo al más simpático y creativo que me tocó conocer. Era referí y se llamaba, pongamos, Francisco Gómez Williams, o se hacía llamar así para que fuera más difícil insultarlo desde la tribuna. Igual, sus amigos le decían Pancho y ahí el personaje empezaba a rimar y sufrir como todo el mundo. Era petiso y musculoso, con una gran nariz torcida y la sonrisa siempre bien puesta. Gran conversador, sobre todo dentro de la cancha. Pedía, si la memoria no me falla, mil pesos por cobrar un penal y dos o tres mil para anular un gol. Dependía de la importancia del partido y de la cara del cliente. Uno podía comprarle incluso algún córner, o un tiro libre a veinticinco metros del arco, si se le enviaba un buen emisario a los camarines. Digo buen emisario porque Williams se había ensartado tantas veces que ya estaba curado de espanto: inventaba el penal y después los dirigentes se lo anotaban en el agua, no le daban pagarés ni cheques posdatados. Fue por eso que hizo un acuerdo con la mafia de la gobernación y abrió una cuenta en Chile a nombre de un falso referí de allá.
Vestía bien, salía con chicas que los jugadores le envidiábamos y hasta que lo mataron de un tiro en el aeropuerto de Neuquen fue uno de los personajes más populares de la región. Al entrar a la cancha, si el partido estaba arreglado, casi siempre nos hacía saber. Un domingo de 1962, en el partido contra Estrella Polar, puse un pelotazo en un palo a los cuatro o cinco minutos y enseguida me llamó. En aquel entonces no se usaban tarjetas de colores ni se hacían cambios de jugadores en medio del partido. Me tomó del brazo y me llevó aparte como si me estuviese dando un reto, pero eso era para engañar a la tribuna. Lo que hacía en realidad era contarme que una admiradora de Buenos Aires le había mandado unos zapatos ingleses de puntera ancha y que pensaba estrenarlos en el baile del Tiro Federal. De paso me avisó que no me rompiera, que igual íbamos a perder.
En el entretiempo se lo conté a nuestro entrenador, el Míster Peregrino Fernández, que venía de un asado y andaba con unas copas de más. Nadie hubiera podido imaginar que al año siguiente estaría dirigiendo el Red Star de París y se convertiría en el más respetado teórico del fútbol ofensivo.
-No le haga caso –me ordenó. Usted vaya y gane el partido.
Lo mismo les dijo a los otros y se quedó durmiendo la mona sobre una mesa del vestuario. El Cuco Pedrazzi era el capitán del equipo y lo interpretó a su manera: juguemos al orsay, nos dijo. De esa manera, explicó, estaríamos siempre fuera de la zona de peligro y evitaríamos los penales arteros con los que Williams podía liquidarnos. A los quince minutos del segundo tiempo el Beto Jara, un número diez más lujoso que Galetto y Redondo juntos, amagó pasarme la pelota y desde treinta metros, con una multitud de contrarios delante, la puso en un ángulo. Ni lo festejó. Se quedó mirando a ver qué inventaba el referí para anular el gol. No sé si Williams ya formaba parte de la mafia o estaba por ingresar en esos días, pero le hacía falta mucha imaginación para salir del paso. Hizo un vago gesto que sileció a la tribuna, fue hasta donde estaba Jara y lo invitó a dar un paseo por la cancha. A él también le contó de los zapatos ingleses, le refirió la otra cara de una historia de adulterio que había terminado con el exilio del comisario en La Rioja y por fin le pidió consejo:
-Vos, en mi lugar, ¿qué harías?
-Doy el gol, no hay otra.
-Son dos mil pesos, che. Termino la casita y me compro el Winco con mueble que les gusta a las chicas. ¿No la habrás bajado con la mano? ¿No viste particulares en la cancha? ¿Nada raro?
-Y el linesman ¿para qué está?
-Si lo consulto tengo que arreglar con él y eso me quita autoridad. Voy a parecer un vendido. ¿Sabés qué podemos hacer?
-¿Qué? -Vos me das un piña y yo te echo. Aquí se arma un quilombo bárbaro y después nadie se acuerda del gol.
-Ni loco.
-Maricón… ¿Sabés lo que hace tu novia mientras vos discutís conmigo?
Y siguió así hasta que el Beto Jara le dio una piña. Entonces sí la cancha se llenó de particulares y policías, el partido se suspendió hasta que Williams volvió en sí, nos expulsó cuatro jugadores, echó a uno de sus jueces de línea por no haber levantado el banderín y anuló el gol sin dar explicaciones.
La hinchada rompió todo lo que encontró a mano pero a la hora en que el Míster Peregrino Fernández despertó de su siesta, ya había vuelto la calma. En la tribuna había tantos carteristas y colados que a nadie le convenía encontrarse con la policía. Poco importa lo que pasó después, pero perdimos dos a cero. Williams terminó de construir su casa en un barrio elegante y con el tiempo hizo una pequeña fortuna. Todo el mundo sabía que era coimero y mafioso, pero a nadie parecía importarle. Hasta nos divertía que fuese tan desfachatado. El tiempo pasa con tanta rapidez, decía el Míster Peregrino Fernández, que los necios sólo saben rascarse el ombligo y mirar para otra parte.
El día en que lo mataron, Pancho Williams ya había llegado a presidente de no sé qué cuerpo de árbitros, viajaba en avión y los penales que cobraba eran más selectivos y caros. La mafia que le disparó en el aeropuerto quería terminar con el negocio artesanal y las conversaciones amables. El juez los demoró unos minutos y se conformó con lo que le dijeron: según ellos el mafioso era Williams, que como todo el mundo sabía era un vendido y no se podía confiar en él. Había arreglado campeonatos enteros y ese día en el aeropuerto se le había caído al suelo un revólver que se disparó solo y lo mató.
En ese tiempo yo me fui a jugar a Independiente de Tandil pero después supe que desde entonces en lugar de comprar la simpatía de Williams empezaron a sobornar a jugadores y hubo que esperar el virtuoso gobierno de Arturo Illia para que la gente se animara a hablar. Prefiero recordar al Beto Jara clavando la pelota en un ángulo, evocar la piña que le dio al coimero de Williams, que imaginármelo arreglado y tirando un balín dos metros afuera del arco.
Osvaldo Soriano