La cama o la vida

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Entonces ella entró sin apuro, decidida y tímida al mismo tiempo como lo exigía la época, con una suerte de audacia contenida, al departamento de él, y él la llevó sin contemplaciones al dormitorio, mejor no distraerse, mejor no darle tiempo a retroceder, a recordar impedimentos, la voz convirtiéndose en barrera, mejor el silencio de los cuerpos, allí, en el dormitorio, el maldito, soberbio, brutal colchón de agua, uno de los primero del país, orgullo de su dueño, hinchado, definitivo, prohibido, cayeron sobre él, y mientras se desvestían con la torpeza intensa, irrecuperable, de la primera vez, ella aprendía de a poco a montarlo, a mantenerse sobre él, un colchón de agua exigía ser domado, exigía cierta pericia de jinete pero después qué gloria, qué acompañamiento, qué juego de oleajes y de jugos y cómo aprendió ella a disfrutarla, a esa cama loca, mientras él aprendía todo sobre ella, olores, vellos, el roce nunca rutinario de las lenguas, un día ya tan confiados quedándose dormidos para despertarse casi contra el suelo, mojados, en medio de un lago, riéndose, tocándose, arreando con el agua, puteando contra el maldito plástico pinchado, desnudos, empujando el agua con secadores y baldes y trapos y gritos y juegos y el vecino de abajo quejándose de humedad en el techo, sus líquidos de amor exagerados filtrándose hasta el departamento del vecino, motivo de quejas del consorcio y se reían, y escurrían, perseguían el agua, se perseguían. Pero después, entre ellos, ya no todo era un juego, y las caricias llegaban más allá de la piel, se acariciaban los pulmones y el páncreas, ya no era sólo amor de bocas, era amor de amígdalas y almas y separarse dolía después de tanto amor, entonces ella se quedaba a dormir, cada vez más seguido y el oleaje era menos gracioso, placentero, tan loco como siempre pero no tan divino, cada vez que uno se movía en el sueño, las olas sacudían al otro, se dormía salteado, con problemas, despertarse con el colchón pinchado y obligaciones matutinas fue penoso, quisieron arrear el agua y reírse y retorcer los trapos y la vida como antes pero era un día de semana con horarios, el mundo estaba allí, clamando por sus fueros, limpiaron y secaron y decidieron comprar una cama verdadera, tal vez casarse, aunque no por iglesia, un colchón de gomaespuma no muy caro. Entonces el país se sacudía como un colchón de agua, después un maremoto, el oleaje amenazaba con taparlos, había persecuciones oficiales y no tanto, podían venir a buscarlos, era hora de cambiar de lugar, cambiar de cama, no fue fácil encontrar quién estuviera dispuesto a alojarlos, una noche levantaron el nuevo colchón de gomaespuma y de alguna manera lo llevaron, entre los dos, por calles patrulladas, cargar con una cama podía ser signo de perturbación del orden, de peligro, de subversión, signo de muerte. Maldurmieron unos días en la casa prestada, compartida, dándose amor furtivo, amor prohibido, como adolescentes que se ocultan de sus padres, hasta que tuvieron los pasaportes listos, fue en París donde armaron la otra cama, piecita de París con baño apenas y una cama imposible, sommier hundido y roto, poca plata, que al fin se les ocurrió dar vuelta, las patas para arriba, colchón acomodado entre las patas, frazadas del ejército en el Mercado de Pulgas, finitas, apelmazadas y los buenos abrigos argentinos cubriéndolos del frío aburrido, sin pausa, del invierno largo y triste de París, y después de cierto tiempo la certeza de que no era allí donde querían a su hijo, no en esa ciudad ni en esa cama. Entonces, el regreso, iban de vuelta hacia aquél colchón de gomaespuma que no habían vendido, casi nuevo, y allí, en su ciudad de siempre, a ella le creció tanto la panza, parecía tan frágil y al mismo tiempo tan tremenda, tan reina, abarcadora, dominante, que él se acostumbró a dormir acurrucado, se acostumbró a empequeñecerse, ocupar poco espacio, costumbre que vino bien porque faltaba poco para que fueran tres en esa cama, a la bebita la traían solamente a mamar pero enseguida se dormían los tres y en cuanto pudo caminar esos pasitos que invadían clap clap la madrugada, la madre protestaba, el padre la abrazaba, dormía de costado, estirado, casi sobre una tabla, la reina chiquita despatarrada, feliz en medio de la cama, después tuvieron otros, cada uno a su turno supo ocupar el centro de la cama, dormir era compartir nuevos olores, a pañales, a orina, a caca de bebé, a leche fresca y sudor y regurgitaciones pero también poco a poco supieron que los hijos venían y se iban, que por último ninguno se quedaba. Y hay que reconocer en este punto que también conocieron otras camas, las había redondas, con doseles, pero todas con las sábanas cortas, los perfumes violentos de algún hotel de paso, otros él para ella, y él tuvo otras ellas, sin embargo siempre durmieron juntos. Tuvieron más dinero y se mudaron y quisieron algo que los dos habían fantaseado: un sommier como el de París pero nuevito, el colchón más cómodo del mundo, el más mullido, sobre el sommier, un colchón de resortes chicos y otros grandes, ese era el sueño y fue cumplido y por unos años durmieron semi hundidos, sus huesos todavía jóvenes acomodándose de acuerdo a su peso relativo y sin embargo, al paso de los años, el páncreas los pulmones las amígdalas que habían tanto amado y en cierto modo amaban todavía, se iban desgastando y empezaron los problemas de columna. Renunciaron al colchón de resortes, volvieron a un colchón de gomaespuma que nada se parecía a aquel primero, era más grueso y sobre todo muchísimo más duro, tan duro como algunos colchones de lana de sus infancias respectivas, esos que había que llevar a cardar de tanto en tanto. Pero con todo y dureza no alcanzaba, de a poquito siguieron renunciando, abandonaron el sommier primero, después vino la tabla debajo de colchón, dolor de espalda, las noches eran largas ahora, complicadas. Ya no se dormía como en la adolescencia, tampoco con la desesperación profunda de aquel sueño perturbado por los hijos, los dos se levantaban, se movían, se despertaban más temprano, a medianoche clamaban las vejigas, orinar era parte de las horas. Sordamente luchaban, siendo ya dos personas de volumen, de peso, de cierta edad, luchaban por el espacio vital, silencioso combate, ring la cama. Cada noche al acostarse dividían el campo, preparaban sus armas, distribuían con equidad almohadas y frazadas, un poco más del lado del que menos tiraba, una parte de la colcha debajo del colchón para defender las posiciones de batalla. Entonces él empezó a habar de camas separadas, visitaron mueblerías comunes, tal vez dos camas, visitaron mueblerías sofisticadas, camas unidas pero también independientes, movidas a motor, un poco caras, cuando ella se enfermó gravemente, y una larga internación la sacó de su casa, él tenía la cama entera toda la noche y no la disfrutaba, extrañaba codazos y empujones, los bruscos movimientos en el sueño, la forma desconsiderada y brutal con la que ella se dejaba caer otra vez sobre el colchón, extrañaba él, extrañaba sus olores molestos, vergonzantes, de mujer que envejece, el roce de la carne un poco floja, un poco blanda, la piel ya no tan tensa en los abrazos pero siempre tan suya, los cuerpos compitiendo y tocándose, dándose odio y calor en esa cama: extrañaba. Así, cuando ella volvió, ya no se habló de camas separadas, aunque después de una tregua relativa volvió el combate cada noche y el fastidio, él sufría acidez y les recomendaron que durmieran en plano inclinado. Se discutió, entonces, si serruchar las patas de adelante, se decidieron a incorporar soportes, levantando las patas posteriores, también sería bueno para mejorar la respiración, reducir las apneas y ronquidos, sus noches ya eran un concierto, se habían vuelto, peor si él estaba un poco resfriado, se despertaba a veces ella en la oscuridad con sensación de tormenta, vientos enmarañados y profundos, con la respiración de él en el oído, exquisita, deseada y ahora insoportable, estaban viejos. Cierta noche la despertó otra vez el sonido intolerable, la expiración profunda de él, larga y casi estertorosa pero después qué alivio en el silencio, ella pudo recuperar el mejor sueño, el sueño hondo de la primera madrugada y despertó con una curiosa sensación de falta, algo había quedado incompleto, faltaba el sonido molesto del aire que entraba, pero esta vez la inspiración no se había producido, a partir de la próxima noche ella fue dueña por fin del espacio entero de la cama, la ganadora del combate, solitaria. Y así fue durante años todavía, años lentos como los de la infancia, su mente alejándose, borrosa, abriéndose paso en la niebla por momentos, las palabras de un médico ese día, ya cerca del final, que aconsejaba, hablando con sus hijos, al borde de su cama, para evitar esas zonas rojizas que tendían a ampollarse, formando llagas, escaras, esa voz que aconsejaba firmemente: hay que ponerla en un colchón de agua. 


Ana María Shua

Ana María Shua
Ana María Shua
nació en Buenos Aires en 1951. A los dieciséis años publicó sus primeros poemas reunidos en El sol y yo. En 1980 ganó con su novela Soy paciente el premio de la editorial Losada. Sus otras novelas son Los amores de Laurita (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim), La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Municipal en novela) y El peso de la tentación. Su última novela es Hija. Seis de sus libros abordan el microrrelato, género en el que ha obtenido el máximo reconocimiento internacional: La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos, Temporada de fantasmas y Fenómenos de circo, reunidos en Todos los universos posibles. El último se llama La Guerra y fue publicado en 2019. También ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Con Miedo en el sur obtuvo el Premio Municipal. Que tengas una vida interesante reúne sus cuentos completos hasta 2011, Contra el tiempo y su último libro en el género, Sirena de Río, 2022. En 2014 recibió el premio Konex de Platino y el Premio Nacional de Literatura. En 2016 recibió en México el Premio Internacional Arreola de Minificción, otorgado por primera vez. Su obra ha sido traducida a quince idiomas.

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