La luz del sol no atraviesa las paredes. Me doy vuelta en la cama, escondo la cabeza debajo de la almohada y aun veo aureolas anaranjadas, rojas. No puede ser y aunque sea mi primer día de vacaciones decido levantarme. Quiero separar los párpados pero una gelatina me lo impide. Intento despegar la goma y no me encuentro los dedos. Sin abrir los ojos, veo un muñón recién zurcido. Empiezo a gritar y la voz se me acumula en la garganta, en el pecho. Abro tanto la mandíbula que logro despertar.
Tengo las manos sobre los fierros de la reposera, los pies hundidos en la arena. El sol enfrente. Respiro. Me escapé. Respiro. Pesadillas es no poder volver al tiempo soñado, pienso para terminar de tranquilizarme. A un costado Diego juega con las nenas. Les hizo un pozo que les llega hasta el cuello. Están las dos metidas, con los baldecitos en la cabeza. Me saludan levantando la pala y el rastrillo. No saben de Normandía. Me levanto y le hago un gesto a Diego para avisarle que voy a darme un chapuzón. El aire sobre la costa siempre es fresco, puro. Entro despacio para evitar el golpe de temperatura. Me echo un poco de agua por la espalda, los hombros, la nuca. Soy la abuela Norma, me faltan las várices. Junto la punta de todos mis dedos en el frente y soy la flecha. Atravieso la capa marina, paso al otro plano. Veo burbujas doradas, arena disuelta, coletazos de peces que disparan. Suelto todo el aire que retengo en los cachetes y vuelvo a la superficie, a mi mundo. Salgo del mar arrastrando los pies, hago surcos que no duran nada. Me quedo en la orilla con las manos en la cintura, dejo que el sol me temple la espalda. El sonido del silbato me desconcentra. El inspector de sanidad viene desde la derecha. Aislado en su traje espacial, con el vaporizador de alcohol en una mano y la libreta de multas en la otra. Saco el barbijo del bolsillo de la malla y me lo pongo. Está empapado. De repente todo el mar está en mi boca, en mi nariz. Aparecen lobos marinos, merluzas, atunes, anchoas. Pienso que el virus no debe oler a nada. Me pregunto si esa será su naturaleza o si será cuestión de cantidad, de tamaños. Imagino el experimento para concentrar y acumular muestra viral. Miles de cuerpos positivos a la deriva en piletas enormes. Más de cien cuerpos, miles tal vez. Un líquido especial (de color naranja) degradaría todo menos al virus. Luego esa mezcla (más densa y de color blanco) sería filtrada en tamices nanométricos capaces de retener solamente al germen. Una masa deforme iría aumentando de tamaño. Sería de la consistencia del mercurio o del concreto, según la disponibilidad de oxígeno. Para estar seguros de que esa aparición se deba estrictamente a la acumulación viral, en paralelo habría que hacer el mismo el ensayo pero con cuerpos negativos. Cientos de cuerpos, miles. Algún científico (con su correspondiente traje espacial) acercaría el orificio de su escafandra a la masa deforme para determinar a qué huele el virus. Cómo podría ser, me pregunto. Trato de inventarlo y lo logro. El olor nace en mi estómago y sube por el esófago como una lombriz lastimada. La boca se me llena de un líquido ácido que no puedo escupir. Quiero abrir la boca pero no puedo. Me doblo sobre la arena y hago tanta fuerza con los ojos que vuelvo a despertar.
Me siento en la cama, seco la transpiración de las manos en la sábana. Escucho que Diego me llama desde el patio. Me pongo la remera bordó, short, ojotas y salgo. Él y las nenas están al costado de la pelopincho, las tres sombrillas forman un triángulo equilátero. Diego sacude el pomo de protector solar y me avisa que no queda más. Cómo puede ser, le digo, si la semana pasada compré un kilo. Me pongo guantes, barbijo (está seco, no tiene olor a nada), la máscara y salgo hacia la farmacia. El calor es insoportable, parece que el sol estuviera a menos de cien metros. En la esquina veo a una chica que discute con el celular. Grita, llora, insulta. Estira el brazo para que la pantalla quede a la distancia del cachetazo. Le pega con la mano abierta y el celular cae al piso. Lo levanta y le vuelve a pegar, ahora con el puño cerrado. Cruzo la calle para evitar explicarle que ahora no solo tendrá que cambiar de pareja sino también de teléfono. Al doblar la esquina veo un perro que cruza corriendo a toda velocidad. Miro si va hacia alguna persona o hacia un gato, pero no hay nadie. El perro corre y corre. Capaz esté escapando de un dueño como mi vecino. El tipo leyó en Facebook que los animales eran capaces de contagiar y entonces cargó al labrador (lo tenía desde hacía nueve años) en la camioneta y lo llevó a sacrificar. La discusión con el veterinario fue escalando hasta que terminaron a las piñas. Mi vecino utilizó esa furia y ni bien entró a su casa, él mismo degolló al perro. Pobre Tom. Cuando llego a la calle de la farmacia, se me empaña toda la máscara. Los bordes de las cosas se hacen difusos hasta que finalmente no puedo ver más que manchas. No me la quiero sacar. Estiro el brazo y abro los dedos para avisar que voy ciego y para no partirme la cabeza contra un poste. Sin dejar de caminar, siento que una mano cálida entrelaza sus dedos con los míos. Me pego un susto tan grande que de un manotazo hago volar la máscara y el barbijo. No hay nadie más que el perro que corre. Me siento un poco mareado. Estaba alucinando, el dióxido de carbono de mi respiración me estaba matando. Tengo la remera empapada. Me la saco, la enrosco y le hago un nudo. Es el corazón de una vaca que todavía chorrea. Me pongo protector en el pecho y la panza pero el sol me pega en la espalda. Camino un par de cuadras marcha atrás y como me aburre ver el mismo paisaje, invierto el rumbo. Primero camino y después corro hasta volver al mar. El agua es una terma (color amarillo). Me zambullo y hago la plancha un rato hasta que suena el timbre. Seguro son los terraplanistas que vienen a hablar de la vacuna. No les voy a abrir. Cuando me canso de flotar, salgo al trote. Me meto por el pozo que hicieron Diego y las nenas y me arrastro hasta la cama. La pieza y la playa están en completa oscuridad. Un rayo de sol insiste en perforar la pared.
Sebastián D´Ippólito