Son las siete y media de la tarde, tengo un calor atroz. Estoy saliendo de la oficina y voy puteando por la calle porque anticipo el tránsito y odio esta camisa y esta corbata y estos pantalones y estos zapatos. Y además es viernes. Me pican las axilas y tengo la sospecha de que Rexona me abandonó hace no menos de hora, hora y media.
Camino por la vereda hasta la cochera, a cinco cuadras de la oficina, se me pegotean las medias, todo el mundo en el centro parece arder con el odio de los trabajos en enero, el peor momento climático del año en Capital. Pero como mi casa está en Caballito tengo un trecho largo y no entiendo cómo todavía no me acostumbro al recorrido lento y tedioso de los viernes. Bajo por Gaona, paso el Cid Campeador, y los semáforos se me cagan de risa en la cara. Es la ley de Murphy a la enésima potencia: nunca, pero nunca, agarro la onda verde. Siempre, pero siempre, me tocan los peores taxistas adelante y al costado, me hacen finito, me putean. A esta altura, pongo la música a todo lo que da y trato de no enterarme de lo que está pasando afuera. Para algo pago el seguro ése que bien caro me sale.
En el medio del recorrido, la cabeza se me instala en Jorge, el jefe de sección que me tiene podrido y en el estúpido de Juan Carlos, un viejo frustrado que hace de esa oficina mediocre y oscura la razón de su pobre vida. Y que no pierde oportunidad de cagarme cada vez que puede.
Suena el celular. Valentina.
Hola. Hola amor, no te olvides de pasar por el almacén. No Valentina, no me olvido. Ah, bueno, ¿qué te pasa? Nada Valen. ¿Y por qué me hablás así entonces? No te hablo de ningún modo, gorda. Sí me hablás mal. No. ¡Sí! Bueno está bien, perdoname. Ah claro, vos arreglás todo con un “perdoname”, ¿no? Bueno, no me perdones. Qué gracioso.
Entonces utilizo el viejo truco de la mala señal y corto. Tengo unas milésimas de segundo antes de que el aparato vuelva a sonar.
Nicolás. Sí, Valen. ¡¿Me cortaste?! No, gorda, tengo mala señal. Dejá de decirme gorda, ya te dije que no me gusta, para qué me mato con esa dieta de mierda. Sí Valen, estás hermosa. Claro, me decís eso porque estás hinchado. No, en serio, estás muy bien. ¿Y entonces por qué hace casi dos meses que no me tocás? Gorda. No me digas gorda. Bueno, perdón, Valen, ¿tenemos que hablar de esto justo ahora? Para vos nunca pero nunca es momento de hablar, Nicolás. Valen, estoy a quince minutos de casa, ya llego. No te olvides de pasar por el almacén Nicolás. No, no me olvido.
El tránsito está mortal, el colectivo frena de golpe y es un segundo en el que quiero estar en el Caribe, en Ushuaia, en Mendoza, en la casa de mis tíos, en cualquier lugar del planeta que no sea éste. Miro a mi derecha mientras espero los siglos que tarda el semáforo en cambiar de color y allí están, amontonados en la cola del 106, pegoteados con sus sudores, apretujados, cargando maletines, mochilas, carteras, bolsas con comida. El primero de la fila es un señor pelado y acalorado, con un traje azul, está empapado y ni siquiera veo rabia en su cara. La nada, eso veo.
Al fin llego al almacén de la esquina de casa. Entro, Aurora me recibe con su carita de pocas pulgas. Es una señora grandota, desgreñada, con uñas de dudosa limpieza y huele desde lejos a vino barato. Lleva una especie de batón descolorido y una sonrisa espantosa. Mientras intento sobreponerme a semejante visión y articulo con voz quebrada “Medio kilo de queso cremoso, por favor”, suena de nuevo el celular.
Nicolás. Estoy en el almacén. Bueno, ¿cuándo vamos a hablar de eso? Gorda, ahora no. ¿Ahora no?, ¿ahora no?, ¿y cuándo sí? En casa por favor. En casa vas a encontrar otra excusa y dejá de decirme gorda. Bueno gorda.
Y corto.
Cuando digo “Bueno gorda” justo, por esas tremendas casualidades de la vida, mis ojos quedan en los ojos pegajosos, vidriosos e inexpresivos de Aurora. Y me veo impulsado a aclararle “Le estaba hablando a mi esposa, Aurora, lo de gorda no era para usted”. Aurora enciende un destello inquietante, me devuelve su sonrisa espantosa con una suerte de gruñido y resuelvo quitar rápidamente mis ojos de los suyos, miro para abajo, ruego tener ese pedazo de queso entre mis dedos, me transpiran las manos, se me pegotea la camisa, me chorrea la frente y huyo del almacén sin pedir la cerveza que iba a llevar para tener una divertida picada de viernes por la noche con mi dulce Valentina.
Llego al departamento, entro el auto en la cochera, que milagrosamente está abierta, y me ahorro el inconveniente de tener que hacer andar a los golpes el control remoto.
Subo al ascensor del subsuelo, en el movimiento en el que cierro la puerta se atora la bolsita en la que llevo el queso, y se rompe. Y el queso se cae. Una parte sobre mis zapatos. La otra queda atrapada en la puerta que se acaba de cerrar. Es decir: tengo un cuarto de kilo de queso en mi pie izquierdo, derritiéndose y exudando un olor insoportable, y el otro cuarto cayéndose por el hueco del ascensor.
Y no llevo la cerveza.
Y Valentina va a estar furiosa.
Y estoy agotado.
Y no me puedo sacar a mi jefe de la cabeza.
Y me muero de calor y de sed.
Y mañana comemos con mi suegra.
Y el fin de semana recién empieza.
*
Son las once de la noche, Valen se encajó el piyama y se acostó, mira no sé qué noticiero de no sé qué canal, ya le veo los ojos a punto de cerrarse. Justo que hoy tenía ganas.
La olfateo haciéndome el cachorro, jugueteo en su oreja, me acerco con onda, la toco. Qué mal. Ni siquiera se digna a decirme “Amor, estoy muy cansada hoy, ¿no te enojás? O “Nico, mañana me levanto más temprano porque tengo que abrir el local”, o “Corazón, me indispuse”. No sé, cualquier cosa, algo. Pero no, masculla por lo bajo algo así como “Quiero dormir”, y acto seguido toma su libro de Robin Cook y lo lee delante de mí. No da para discutir, no, no da. Debería dejarla sorda a reproches, ¡después me dice que el que no quiere coger soy yo! Quién la entiende.
Me levanto, me prendo un cigarrillo, me tomo un tristísimo vaso de Seven up con poco gas, cómo me rompe el humor esta chica. Pero vuelvo a la cama y me duermo como un chancho, ronco, y entro en las aguas de un fantástico sueño. Estoy en una cabaña en algún lugar del sur, hay un fuego en el hogar y sobre una alfombra de piel se contonea Jennifer López más redondeada y seductora que nunca. Hay olor a naranja quemada y llego a ver que el fuego sale un poco de la órbita del hogar pero no nos quema. Hay olor a quemado, pero no me duele nada. Jennifer me dice algo en inglés que no logro comprender y le contesto en el mismo idioma no sé qué cosa (es que no manejo el inglés).
Me acerco y compruebo que está completamente desnuda. Paso la mano sobre sus curvas, la cadera, la cintura, los pechos y en menos de un segundo estoy arriba de ella, pero todavía no pasa nada. Me canta esa canción de los Illia Kuriaki que dice “Jennifer López na na na naaa naaa, abrió la heladera na na na naaa naaa”, y quedo extasiado. El fuego se aviva, miro por la ventanita de la cabaña que a esta altura no es más una cabaña sino una especie de baño semipúblico, con estufa y alfombra en el piso. Veo pasar gente, los veo por la ventana, nos miran. “Ah, Gran Hermano”, pienso, pero me dura un instante en la cabeza porque la Jennifer me mete una lengua enorme en la oreja. Y le meto mi lengua en la boca lo más adentro que puedo, qué se cree ésta, que tiene una lengua más potente que la mía, está muy equivocada.
En eso estoy, en el ring, en la lucha por el poder de la lengua, cuando un dolor me asalta el pecho y abro los ojos. Aurora, la señora que atiende el almacén de la esquina, me gruñe con toda la furia a través del cuerpo de Jenni, me refriega un pedazo de queso mantecoso por la cabeza y me vacía una botella de cerveza en la entrepierna.
Qué horrible despertarme con taquicardia, medio babeado y a punto de mearme.
Valentina, que se fue a la cocina a fumar un pucho, asoma la cabeza despeinada y los ojos chiquitos y me pregunta qué me pasa, si estoy bien. Balbuceo como un boludo. Sí amor, estaba soñando, ¿te desperté? Se acerca. Me mira un minuto. Como con pena. Sonríe, apaga el cigarrillo. Me da un pico con sabor a queso, se tapa, se da vuelta y se duerme.
*
Mariela fue mi novia durante cuatro años, antes de que empezara a salir con Valentina. Teníamos veintidós, la conocí en la facultad. Fue la primera mujer de la que estuve verdaderamente enamorado. Era pelirroja, usaba el pelo cortito y tenía unos piercings en las orejas que le quedaban mortales; flaquita, chiquita, preciosa. Y copada, tenía una onda, me volvía loco.
Al principio me pareció una chica rara, no era mucho de mi estilo. Yo era más bien tradicional y medio nerd. Habíamos cursado Pensamiento Científico en el CBC y me impresionaba lo que sabía, cómo les discutía a los profesores, y que salía ganando. Faaa, decía yo, qué mujer. Me daba un toque de miedo. Usaba unos jeans medio hechos pelota y unas mini remeritas que dejaban ver el corpiño, siempre, tenía un culo tremendo y una risa hiper contagiosa. Ah, me encantaba, me encantaba. Todavía no sé cómo me dio bola.
¡Hola Nico!, ¿qué hacés? Hola Marie, ¡tanto tiempo! ¿Qué hacés por acá? Y, trámites, igual que vos. Sí claro, ¡jaja! (transpiro un poco, qué carajo). ¿Cómo están tus cosas, Nico? Bien che, me casé el año pasado, sigo en la empresa pero me cambiaron de sección, ¿vos? ¡Yo bárbara! Estoy laburando con Vero, ¿te acordás? Ah, sí, Vero, sí (sigue usando mini remeritas y le siguen quedando fantástico). Nos pusimos un estudio juntas y estamos diseñando bastante. ¡Qué bueno! Yo todavía no despego de la empresa. Ah… (silencio). ¿Y tenés chicos, Nico? No, todavía no, todavía no, ¿vos? ¿Yo? Naaa, ¡jaja! Ah, claro… (puta madre, estoy transpirando).
La cola en ANSES es infumable, no me anduvo el trámite por internet y acá estoy, odio esto, todavía es verano y todavía hace calor y la situación de cola de trámites con esta humedad y con esta mujer delante de mí es muy maligna.
Mariela saca un pucho, lo prende, sé de memoria sus movimientos sólo que los había olvidado. Me ofrece. No che, dejé. Ah, mirá qué voluntad la tuya. Y se ríe.
¿Parezco un boludo? ¿Se dio cuenta de que me puse nervioso? ¿Me está chorreando la frente? ¿Me está mirando así? ¿Me está clavando esos ojos almendrados? ¿Y si le digo de tomar un café? Una cerveza, una Coca, algo. ¿Y si acepta? ¿Y si me sigue mirando así? ¿Y si le gusto un poco a pesar de todo? ¿Y si le parto la boca? ¿Y si le gusta? ¿Y si nos vamos a un telo? ¿Y si le encanta y quiere repetir? ¿Y si nos pasamos los teléfonos, los mails, los facebooks? ¿Y si nos empezamos a ver una vez por semana?, ¿dos, tres? ¿Y si se enamora de mí de nuevo y es como arrancar de cero? ¿Y si me empieza a presionar para que me separe y me vaya con ella?
Celular. Hola Valen. Hola amor, ¿te falta mucho? No sé, viene para largo esto, un par de horas más calculale. ¿UN PAR DE HORAS MÁS? Y sí, Gorda. No me digas gorda.
Y mientras hablo con Valen, enojada de nuevo por la demora del trámite, enojada por todo, todo el día, mientras me distraigo justificando mi demora y calculando el tiempo de un turno en el telo de acá a tres cuadras, explicándole de las fotocopias que me mandaron a hacer y que tuve que volver a la ventanilla y me miro la panza pegada a la camisa, Mariela se va.
Me tira un besito con la mano, me guiña un ojo, se me caga de risa. Cierto. Cierto que me había dejado por otro.
*
El flaco nuevo del fútbol no me gusta un carajo. Por empezar quedamos a las nueve y son nueve y cuarto, a las diez ya tenemos que dejar la cancha, si hubiera venido a horario hubiéramos jugado con número parejo los dos equipos desde el principio. Ahora por culpa de él nos metieron dos goles en quince minutos. Está bien que justo me tocó con el Negro y Ramiro que son medio pataduras, pero estoy seguro de que si el flaco nuevo hubiera llegado a tiempo y completábamos los cinco, nos defendíamos mejor. Además se vino con esa vinchita a lo Fernando Redondo, rubiecito, y encima cómo corre el hijo de puta.
No, no me gusta una mierda. Se ve que se mata en el gimnasio, digo mientras me miro los brazos flacos y la panza que asoma un poco, me estira la remera. No, es que Valen me la lavó y se achicó un poco, nada más. Se achicó la remera y se me agrandó la panza. Eso es porque no me cocina como debiera, ya sabe que me tengo que cuidar. No, no es porque el médico lo dijo, yo estuve leyendo unos artículos en internet y después de los treinta hay que cuidarse sí o sí. Ya sé, me gustan las papas fritas, la cerveza, las picaditas, ya sé. Pero bueno, la Gorda me quiere dar el gusto y me lo prepara bastante seguido. Qué mal, qué mal, después me vengo a jugar al fútbol y no puedo correr rápido. Es culpa de ella, se ve que no puede evitar cocinarme mal, vocación de mandarse cagadas tiene.
Se debe matar en el gimnasio; qué espalda, boludo, qué espalda. Y tiene unos tubos que no se puede creer. Además, corre que da calambre. ¡Ay, ay!, me dio uno, me dio un calambre. Paren chicos, paren un cacho, me acalambré. No te calentés Negro, esperá dame un minuto, ya se me pasa. Estiro la pierna, ahí va, que sigan jugando un rato sin mí, yo me quedo un toque acá sentado. Chivo como un lagarto. No sé si los lagartos chivan, son feos los lagartos y dan asco. Igualito a mí, chivado, con la remera ajustada y la panza que se me sale, estirando la pierna para no morirme acá mismo de un calambre agudo. Es que el flaco nuevo me hizo correr al pedo y se me tensó el músculo mal. Porque se me adelantó por la derecha y esa pelota era mía, era mía. Mí – a. Este flaco debe estar acostumbrado a agarrarse para él lo que es de otro. No me lo banco.
Sigan jugando que me quedo un minuto más acá. Che pibe, ¿me traés una Coca?
Bueno, está helada, al menos me doy un gusto mientras los veo correr y patear y espero que me deje de doler la pierna. Mirá el auto que tiene, sale una fortuna, ¿pero de qué vive ese tipo? Uy, me volqué la Coca encima. Qué cagada.
¡Ah! ¡Valen, hola! Hola Nico, ¿qué hacés sentado acá?, ¿qué tenés ahí, coca? Sí Gorda, nada, me acalambré. No me digas gorda.
Termina la hora y los chicos se acercan a la mesita donde estoy con Valentina, vamos a tomar algo y después cada uno a su casa. Son buenos pibes. Saludan a Valen y ella les sonríe bastante amable, aunque se le nota la cara de cansada y de odiada porque los sábados a esta hora estoy en fútbol.
Pero le veo los ojos, se los veo, cómo la conozco, se le van los ojos esos que hasta hace tres segundos estaban oscuros de ojeras, ¿por qué le brillan?, ¿está mirando al flaco nuevo? ¿ESTÁ MIRANDO AL FLACO NUEVO? Ah, no sólo lo mira sino que le habla. El flaco le está hablando, se está haciendo el canchero. ¿Qué hago?, ¿lo surto?, ¿me hago el boludo?, ¿le agarro la mano a Valentina y me la llevo corriendo?, ¿me seco la transpiración, estiro la pierna, le doy un panzazo?
Me paro nomás, intento meter bocado en la interesante charla que este hijo de puta logró establecer con mi mujer, que no puede dejar de mirarlo con esa cara de boluda y esa sonrisita seductora, me quiero matar. Vamos, Gorda. Sí amor, ya vamos. No, vamos YA, mirá la hora. ¿Qué tiene la hora? Que estoy cansado.
Valen se para, se aleja unos centímetros de mí y me mira con asco, me señala la buzarda llena de Coca chorreada en la remera que me ajusta, le regala una sonrisita más al tipo ése, dice chau con la mano a todos, camina a mi lado pero se cuida de no tocarme, mueve el culo y revolea los pelos que hoy los tiene hermosos, de repente se puso hermosa y no logro que me de la mano mientras salimos de la cancha. Me doy vuelta un segundo antes de cruzar la puerta y el flaco nuevo la está mirando. Lo voy a surtir.
No, no lo surto. Buscamos nuestro Fiat 147 modelo 2000, nos subimos, resoplo por el calor y la calentura. La pierna me tiembla un poco todavía, me seco la transpiración con el trapo que llevamos en el auto, que antes fue una franela, ahora no sé.
En el auto, Valentina, linda como nunca antes, me mira sin mirarme. Me mira la panza y me dice “Nico, vamos a tener que cambiar tu talle de remera, ¿no?”.
*
Son las doce y veinte del mediodía, es domingo y estoy echado en el sillón mirando TyC Sports, en un rato empieza el clásico Boca – River y no quiero que nada ni nadie perturbe mi gran placer de la semana.
Las cosas que se escuchan de fondo en este edificio… En la semana los del quinto B no existen, no se oye nada, salvo los chicos con la niñera, pero bien, juegan. Ponen música detestable tipo Cris Morena y programas de tele adolescentes, pero lo tolero. Algún pelotazo cada tanto, mentiría si dijera que molestan mucho. Por lo demás, el resto de los días, silencio. Pero los domingos, la puta che, qué quilombo. El padre les grita todo el tiempo, la pendejita más chica llora como una condenada, el mayor patea las puertas o no sé qué hace pero es un ruido muy molesto, y ponen la música al taco. Cada tanto la señora llora o putea. Mejor es la semana, digo yo, no verse la cara y todos más tranquilos.
En eso estoy, disfrutando de este momento de silencio, porque los Campanelli deben haber salido a pasar su horrendo domingo en familia en algún pic nic en Palermo, o con suerte al Tigre. Y Valen está entrando ahora mismo, viene del supermercado. Entra sin decir nada, con esa cara de culo que no se saca nunca. No saluda, no saludo, que no me desconcentre de la previa Boca – River.
Escucho que resopla, se le cae algo y se rompe. ¿Qué pasó Valen? Nada, un plato.
Guarda las cosas en la heladera. ¿Te ayudo? Tarde, ya guardé todo.
La veo entrar a la pieza y se queda un rato ahí.
¿A qué hora es la cena hoy, gordo? A las diez. ¿Van Sofía y Manu? Me parece que no, se iban a Olavarría ¿No van? No yo qué sé, creo que viajaban.
Putea. Llora bajito.
¿Qué pasa? Que no voy a conocer a nadie en esa cena y que no sé qué ponerme. Ponete el vestidito negro. No, no, está viejo, siempre me pongo lo mismo y además no me queda bien. ¡Pero si te queda re lindo! Me queda horrible.
En ese segundo, freno. Me callo la boca. Bajo el volumen de la tele. El tono de su voz no es el de siempre, está mal en serio. Algo pasa, no sé bien qué. No es el vestido, la cena, ni la cara de culo habitual. La oigo llorar. Qué hago, entro a la pieza, no entro. ¿Y si entro y me ladra? ¿Y si no entro y no me lo perdona? Tengo que actuar rápido. Y bueno, entro. Me asomo por la puerta, meto la cabeza. ¿Valen?
Por primera vez, no me contesta. Llora nomás, sentada en la cama arriba del despelote de ropa amontonada, me da la espalda, ya vi que prefiere ese lado de la cama para llorar. Me acerco, me agacho a su altura, la tengo de frente y la abrazo. Insospechadamente no me putea, no me dice nada malo, me aprieta, me agarra como hace no sé cuánto no me abrazaba.
Le acaricio la cabeza, la acerco todo lo que puedo a mi pecho, la escucho con los mocos y las lágrimas que no la dejan en paz, pobre Gorda. Le alcanzo unos pañuelos que tengo en la mesita de luz donde puso la foto de la sobrinita y otra de la fiesta de año nuevo. Se suena los mocos. Le doy un beso en la mejilla, uno en la boca. Ella no abre los ojos ni dice nada.
Te quiero, Valen.
Yo también.
Este cuento pertenece al libro Hasta las seis hay tiempo, publicado por El 8vo loco.
Carolina Bugnone