La luna es como los vampiros

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Empieza a pedalear. Una pierna primero, después otra. Hace tanto tiempo que no practica ese movimiento sencillo y repetitivo que siente el cuerpo entumecido, le pesan los músculos, tiene la sensación de que sus extremidades no le responderán, de que puede perder el equilibrio. Pero no por nada se dice que hay cosas que se aprenden una vez y no se olvidan más, como andar en bicicleta, Lucía lo descubre en ese instante. Porque la rueda tracciona y ella avanza.

La calle está vacía, como lo ha estado los últimos meses, y eso le da más espacio. No teme, como antes de que el mundo se detuviera, tener un accidente. No le da miedo que un auto abra la puerta y la golpee, y la deje tirada en el suelo justo cuando pasa una camioneta y le rompe la cabeza. No le da miedo poner música fuerte por si eso le impide escuchar un grito, una bocina, el ruido de un motor avanzando en contramano. Pedalea. Una pierna primero, después la otra.

Antes no le daban miedo esos accidentes. De joven se jactaba de no tenerle miedo a la muerte. De más joven, un día que caminaba a casa después del colegio, pensó en tirarse debajo de un colectivo. Caminaba en silencio, por las calles tan conocidas de su barrio y lo escuchó venir. El característico sonido de ruedas enormes avanzando por el asfalto, veloces, seguro que iba retrasado porque se notaba el apuro, y ella pensó que si saltaba al medio de la calle no le daría tiempo, el chofer no tendría reflejos suficientes para frenar si un cuerpo se interponía en su camino sin aviso. Sólo tenía que hacerlo en el momento justo. El colectivo avanzaba. Vio el instante. Pero no saltó y el coche siguió su rumbo sin siquiera sospechar lo cerca que había estado de acabar con una jovencita.

Todavía hoy a veces recuerda ese día y se pregunta por qué tuvo ese impulso. Se convence de que no fue más que una fantasía adolescente, que sólo estaba confirmando la soberanía más esencial, la de su propia vida. Pero algunas noches en las que escucha a su marido roncar a su lado, o cuando Pedro se despierta justo cuando ella ha logrado conciliar el sueño y llora y ya no puede dormir en las siguientes horas, algunas de esas noches, recuerda aquel instante. Aunque ahora es distinto, porque jamás dejaría a Pedro sin madre.

La soberanía esencial a veces también desaparece. Pedalea.

Es temprano y el sol de otoño es más fuerte de lo que se esperaría en esa época del año, en aquella fría y húmeda ciudad costera. El día anterior llovió y Lucía puede sentir el aire fresco a pesar del barbijo que debe usar para taparse la cara. Huele la tierra mojada, mezclada con el olor de hojas secas y comienzos nuevos, porque siempre estos meses le hacen pensar en cosas que empiezan, aunque no. Esta vez no. Todo está detenido, no sabe si pasaron dos meses o dos años pero todo está igual, desesperadamente igual. Pero hoy será distinto.

Le dijo a su esposo que iba a hacerle trámites a su mamá. Nunca tan conveniente haber sido la hija no esperada de su madre, ahora casi una anciana. Es cierto que tiene trámites pendientes y que por su edad no conviene que salga de su casa. Pero Lucía le pidió a su hermana mayor que los haga esta vez, le prometió devolverle el favor sin dar mayores explicaciones y Eugenia tampoco preguntó. No importaba cuántos años tuvieran, para Eugenia ella seguía siendo su hermanita, la favorita, por la que haría cualquier cosa.

Cuidate, por favor, eso sí le dijo. Como le decía cuando la cubría ante sus padres para salir de fiesta o para verse con un chico. No hagas pavadas y respetá las pautas de higiene, pero sobre todo por favor Lucía, cuidate de la cana. No es el mejor momento para morirse ni para ir presa. Todo eso le había dicho Eugenia y ella se había reído y le había dicho que sí, hermanita, que me cuido. Sigue pedaleando.

Lleva recorridas apenas unas cuadras, pero se siente cansada. El barbijo no la deja respirar bien y se agita, y tiene que hacer un esfuerzo enorme, su bicicleta vieja y su cuerpo adormecido de tanto encierro no están ayudando, pero sigue. Se concentra una vez más en el movimiento. Una pierna primero, después la otra.

Piensa que al día siguiente le va a doler la cintura, como esa vez que pedaleó con Melisa hasta Santa Clara ida y vuelta y después no pudo moverse por dos días. Qué estupidez, para qué mierda tenías que irte en bicicleta hasta Santa Clara si me podías pedir el auto y ahora no podés ni alzar al nene, le había dicho su marido. Pero ella no quería pedirle el auto, no quería pedirle nada porque sabía que él nunca prestaba las cosas desinteresadamente, que al final siempre cobraba cualquier gesto de aparente generosidad, y además el plan no era ir en auto, no era hacer una tarde de playa. Lo único que quería hacer ese día con Melisa era pedalear y ahí, en el medio de las dos ciudades, olvidarse por

un tiempo de todo.

Esa vez no le había importado que le doliera el cuerpo al día siguiente. Lo que le había dolido mucho más había sido la pesadez que se le había instalado en el pecho cuando volvían. Era una tarde de verano despejada, cálida pero no excesivamente calurosa, y el viento en contra las obligaba a avanzar lento. Estaba cansada, había nadado y se había secado al sol, pero mantenía la cabeza concentrada en sus piernas, como ahora. Primero una, después otra, y la vista fija en el camino. Pero escuchó que Melisa le gritaba mirá, y levantó los ojos y el cielo de pronto era de un naranja intenso, el sol se ocultaba despacio a su derecha mientras que a su izquierda se oscurecía el mar, no había nadie más que ellas, y respiró hondo, el aire salado le inundó los pulmones y gritaron de contentas. Se detuvieron a sacarse una foto y a estirar las piernas y el sol se ocultó rapidísimo, volvieron a pedalear y de pronto otra vez un grito de Melisa, había salido la luna, estaba llena, un redondel asombrosamente blanco suspendido a centímetros del oscuro océano. E intentó sacar otra foto aún sabiendo que iba a fallar, porque la luna es como los vampiros, nunca sale en las fotos. Pero sacó igual porque quería guardarse ese momento y entonces, justo entonces, empezó a sentir la pesadez en el pecho. Sintió cómo se le cerraba al pensar que estaba volviendo, que esa luna era la despedida de un día perfecto que no iba a repetirse porque no podía dejar solo a Pedro todos los días y porque su marido no colaboraría, porque una cosa es que a una mujer la dejen pedalear de vez en cuando con una amiga hasta una ciudad vecina pero hacerlo siempre ya es una exageración, que primero están la

casa, la familia y las buenas costumbres. Y otra vez, mientras pedaleaba al costado de la ruta, viendo venir los coches grandes y veloces de frente, Lucía pensó en aquella tarde de su adolescencia y se dijo que, si algún día se estaba por morir, desearía que fuera en aquel camino después de sacarle una foto a la luna llena.

Pero ahora no va a Santa Clara, apenas tiene que recorrer unas treinta cuadras para llegar a destino, pero se siente parecido por la falta de entrenamiento. Aunque también se siente parecida esa maravillosa sensación de libertad. Moverse en la ciudad detenida escuchando la lista que habían armado con Melisa una noche entre copas de vino, sentir el sol en la cara y el aire golpeándola en el movimiento, y olvidarse, porque por un rato logra olvidarse de la quietud y de todo lo que se calla, y piensa que tal vez la felicidad se parece mucho a estar en movimiento, una pierna primero, después la otra.

Tiene miedo, eso sí. Pero lo ha planeado todo con mucho esmero. El lugar no queda lejos de lo de sus padres, de su casa natal. Aunque hace casi una década que no vive con ellos, nunca cambió la dirección del DNI, por pura cábala, o quizá porque en ningún otro lugar se siente verdaderamente en casa. Ahora le sirve. Lleva bolsas de compra y en la mochila un par de cajas de medicamentos que le robó de la farmacia al marido. Si la para la policía, tiene el discurso armado. Tuve que ir a la farmacia de la obra social a comprarle medicina a mi mamá, mire oficial, y le mostraría aunque no se lo pidan porque las cajas que robó son de medicamentos psiquiátricos, y se lo diría, es medicación para la cabeza. ¿Me entiende?  Imagínese que en este contexto, cómo va a salir, pobrecita, así que tuve que ir yo a comprarle y ahora tengo que pasar también por la verdulería, porque, ¿sabe? Tanto encierro también le está haciendo mal al estómago y si no come no puede medicarse y si no se medica, usted viera cómo se pone.

Lucía se ríe sola pensando en lo que diría su mamá si supiera que la está usando como excusa, y así. Si se enterara de que está dispuesta a mentirle a la policía en su nombre y tratarla de vieja loca con tal de salir de su casa. Se anota mentalmente comprarle un chocolate o un cuarto de helado y dejárselo a la vuelta, a modo de silencioso agradecimiento. Eso, suponiendo que volverá a casa.

Rocío Belén Suárez

Rocío Belén Suárez
Rocío Belén Suárez
Es Lic. en Comunicación Social por la Universidad FASTA y estudiante avanzada de Especialización en Cs. Sociales y Humanidades con orientación en Comunicación por la Universidad de Quilmes. Escribe desde que tiene memoria. Trabajó en prensa y producción audiovisual, también como organizadora de festivales, y trabajó durante muchos años como periodista y contenidista web. Durante su carrera, participó en capacitaciones, eventos y proyectos productivos vinculados a la literatura. Actualmente dirige el sitio web Offside.ar.

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