Sobre la inconveniencia de nacer se han escrito profusas y lúcidas páginas, por lo que no será preciso abundar en la cuestión.
Sobre la inconveniencia de hacerlo un 25 de diciembre, en cambio, la experiencia me concede el derecho a dejar testimonio. Pero tampoco deseo aburrir al respecto. Alcanza con dar constancia de que así como nadie es responsable de su tiempo, tampoco se puede hacer cargo del día en que, para bien o para mal, llegó al mundo.
La peculiaridad de la fecha que me compete me permite acumular una serie de recuerdos que se acuñaron como un sello indeleble, resistente a los más efectivos remedios para el olvido. Entre ellos se sitúan las frustradas celebraciones infantiles del onomástico. Puedo pasar revista a un catálogo elocuente de la ausencia que incluye la sistemática desaparición del mago incluso antes de aparecer; la presencia de las gemelas japonesas, hijas del tintorero de la cuadra, quienes permanecían etéreas y en silencio hasta que su padre pasaba ceremoniosamente a retirarlas; el calor extremo derritiendo el chocolate de la torta y la esmerada figura que la ilustraba; el sobrante de globos gestados a golpes de pulmón. Y lo que quizá fuera la mayor afrenta: el regalo único. El antecedente semita de mi origen servía de excusa para disfrazar la carencia de árbol y presente, pero no para sustituir la sospecha de un crimen que no cometí. De cualquier forma, alimentó la certeza que todo acabaría cuando el calendario marcara mis 33 diciembres.
De la juventud rescato, no obstante, dos navidades en la que obtuve cierta recompensa. El primer caso, ocurrido posiblemente en mi decimoctavo aniversario, o acaso el siguiente, tuvo lugar un día lluvioso en el que pude arrancar un beso entregado tal vez como piadoso obsequio. Fue durante (o luego de, da igual) una función de Amor sin barreras en un cine solitario. A pesar de mi animadversión a los musicales, la ciudad mojada y vacía, olvidada en la navidad, me permitió, junto al regalo rescatado, una renovada reivindicación de la fecha.
El segundo hecho ocurrió unos tres o cuatro años después, en Barcelona. No hacía mucho que estaba en la ciudad, no conocía prácticamente a nadie y mi presente por entonces era una deriva absoluta. En la Nochevieja (curiosa expresión que aprendí a utilizar en esas latitudes) comí doce uvas bajo un muérdago y todo culminó en una fiesta marcada de excesos en un departamento desconocido. A quien le decía pasada la medianoche que se trataba de mi natalicio, me observaba como a un vendedor de autos usados, un estafador que utilizaba el argumento como estrategia de seducción o fines aún peores. “Hombre, no… ¿A quién se le ocurre nacer un 25 de diciembre?”, terminaban por responder con una sonrisa entre sorprendida y asustada, listos para la huida.
Como ocurrencia nunca lo había considerado, pero el hecho estaba consumado. Aquel año, sin ánimo de cantar ni felicitarme, resolví perderme por la urbe desconocida. Era un día gris, frío, y sin darme cuenta mis pasos me condujeron al Parque de la Ciudadela, donde se encuentra el zoológico. Para mi sorpresa estaba abierto y resolví a entrar. Junto al ticket se me entregó un breve folleto que promovía a la mayor atracción del lugar: Copito de Nieve. Se trataba del único gorila blanco del que se tenga noticia. Llegó a Barcelona en 1967, procedente de Rio Muni, Guinea Ecuatorial, donde había nacido tres o cuatro años antes. Impresionaba su mirada dura, penetrante, que parecía interrogar desde una distancia no exenta de sabiduría.
No supe qué hacer. Era el único testigo de su tedio, mientras él se paseaba por su jaula y de tanto en tanto levantaba algo que se llevaba a la boca o golpeaba un neumático. Yo le resultaba invisible, y posiblemente tuviese razón. En un impulso que no supe identificar de dónde provenía, se me dio por decir en voz lo suficientemente alta: “Feliz Navidad, compañero…”, mientras alzaba una copa imaginaria.
Entonces, el simio se acercó a la reja, me observó con detenimiento y creí intuir algo de diversión aún en ese rostro severo. Mientras me examinaba, él también levantó una hipotética copa y con la misma mano luego se golpeó una rodilla.
“¿Dónde ves la navidad?”, creí entender que expresaba su gruñido. “La navidad es tan albina como yo y vive en su propia jaula”.
Copito tuvo veintidós hijos, de los que sobreviven tres (un macho y dos hembras), once nietos (cuatro machos y siete hembras) y tres bisnietos (un macho y dos hembras). Ninguno albino. Murió en 2003 a causa de un cáncer de piel. Se filmó una película con su historia, se escribieron crónicas.
Yo sobreviví a los 33.
Desde entonces, las sucesivas navidades se me aparecieron cada vez más blancas.