Museo de lienzos

No me interesa esta parte del recorrido. Menos después de haberlo hecho mil veces. De vez en cuando me detengo unos segundos a observar los lienzos con animales. Los ojos vivaces del león, el despliegue emplumado de una lechuza, un canario que poco se asemeja a las fotos que vimos en los libros recuperados. Caricatura. Así le llaman los Sabios a ese lienzo en el que, por el paso del tiempo, apenas se distinguen los trazos de colores. Del resto todavía no tenemos datos para poder descifrarlos: líneas de grosores irregulares, ideogramas de la vieja cultura china que no forman frases coherentes (o al menos los Sabios no han sabido entenderlas), el esqueleto de un hombre mirando al cielo sosteniendo una cadena. 

La guía —por la edad, debe haber nacido después de los hallazgos— describe lo mismo que podemos ver, agrega, sí, en qué expedición fue recuperado cada lienzo, de qué fecha aproximada es su producción y se anima a ir más allá, categorizándolos por estilos según los trazos. También se anima a asociar los lienzos con las máquinas rescatadas de un estudio artístico. Lo hace cuando el contingente se agolpa frente a las vitrinas de la Sala B donde se exponen agujas, pigmentos y pinceles eléctricos. Hay algo pretencioso en la explicación, al menos para mí que conozco el origen de cada una de las piezas de este museo.  

No me interesa nada de lo que se exhibe en las primeras salas. Ni los lienzos, ni los utensilios, ni los esqueletos reconstruidos que adoptan poses de trabajo frente a maquinarias inútiles. Sigo al contingente de visitantes para ver sus reacciones. Para escuchar, también, el relato aprendido de memoria por la guía, seguramente guionado por los escribas del Consejo. 

Cada mañana vengo y la escucho, al principio aportaba algún dato encubierto en preguntas cuando la guía dejaba el espacio para los curiosos. Dejé de hacerlo cuando, al salir del museo, me estaban esperando dos hombres de Seguridad que me invitaron a dejar de interferir en el discurso artístico cultural —así me dijeron— que acompaña las obras.

Este fragmento de lienzo es el primero y el más novedoso —dice ahora la guía y me concentro en escucharla—. Como pueden observar, los trazos y las tintas nos marcan que se trata de una obra que podría pertenecer a la década del 20 del siglo XXI. Y como sabrán, eso es poco antes del apagón informático. Los especialistas presumen que el hombre de la imagen es una especie de semidiós. Una mímesis de lo que conocemos como Cristo hombre y por la presencia del báculo que lleva entre las manos, pertenecería a la casta de los magos. Los caracteres que podemos observar al pie de la obra marcarían su paso a la inmortalidad que se representa con el llamado signo infinito. Por el momento, no sabemos más de la historia que compone el mito, pero sí, como podrán apreciar en la sala contigua, la imagen se repite en múltiples lienzos que pudieron ser fechados desde 1986 en adelante. 

La guía termina la explicación y nos pide que la sigamos. Siempre manteniéndose del otro lado de la línea amarilla y sin tocar nada. 

Me gusta quedarme frente al lienzo un rato más. Solo. Observando el trazo de las líneas que demarcan la figura. También el sombreado de la piel, el celeste en bastones que le cruzan el pecho. El báculo brilla como si efectivamente el artista hubiera podido adherir al lienzo una lámina de oro. Quiero mirarlo de cerca. Es uno de los pocos lienzos que pudimos rescatar intactos de la fosa bajo el fortín de La Boca. Todavía me acuerdo de ese momento, caminábamos por los escombros de la ciudad vieja en una de las tantas misiones exploratorias. 

El apagón fue el principio de todo. El origen de la guerra que terminó con lo que fuimos alguna vez. La locura. El miedo. La muerte. Eso fue lo siguiente. También la pérdida de todo registro de la cultura precedente. Nos llevó décadas reponernos, construir generaciones capaces de volver sobre las ruinas para recuperar los rastros de aquellas épocas. 

A eso me dedicaba, era el jefe de una de las cuadrillas de exploración que tenía a cargo la zona sur. Salíamos de las cuevas en grupos de cinco: un jefe y dos parejas de exploradores. Bordeábamos el río hasta encontrar los caminos que nos permitían entrar en la vieja ciudadela, orientados por un mapa tan antiguo que nos costaba identificar los accesos. 

De apoco fuimos recuperando objetos simples: cubiertos, vasos, máquinas inservibles ante la ausencia de electricidad. Libros gracias a los cuales pudimos reconstruir algo del código de la época. Con el correr de las expediciones fuimos notando la presencia de los cuerpos. Huesos amarillentos perdidos entre los escombros, los mismos que hoy ornamentan las salas menos visitadas de este museo. Pero el hallazgo del primero de los lienzos, este que tengo frente a mí, fue el gran momento de los expedicionarios. Ya nadie creía que sirviera de algo continuar con las exploraciones. El Consejo de Líderes nos habían puesto como límite la llegada del invierno: si no encontrábamos algo que justificara seguir invirtiendo energía en los viajes, los exploradores debíamos pasar, sin apelaciones, a engrosar las filas de tuneleros. La ciudad subterránea crecía extendiéndose en ramilletes de cuevas imitando las comunidades de hormigas. Con ese pesar salimos y penetramos en el sendero que desemboca en esa especie de fortín azul y amarillo. Las entradas estaban selladas. El trabajo de apertura llevaría horas, por eso siempre pasábamos de largo, había por delante kilómetros de terrenos libres para explorar. Esa vez supimos que podía ser la última, entonces di la orden: abran un acceso aunque tengamos que pasar la noche en el lugar. Los cuatro exploradores a mi cargo empezaron a trabajar hasta que, cuatro horas después, más pronto de lo esperado, lograron abrir un hueco lo suficientemente amplio como para penetrar en la fortaleza. Dos quedaron haciendo guardia. Otros dos me secundaron en el ingreso. El fuego de las antorchas de alquitrán que portábamos era la única luz que nos marcaba el camino. Afuera el sol inclemente. Adentro la oscuridad imposible. Nada de lo que veíamos nos parecía tan importante como para cambiar la opinión del Consejo. Igual engrosábamos el inventario señalando en el mapa cada pieza que podríamos recuperar en el futuro. Dejábamos detrás prendas de vestir azules y amarillas, copones de metal excesivamente grandes, imágenes de hombres uniformados con esos colores y en formación de batalla. 

Cuando ya nada parecía servirnos, el explorador de vanguardia detectó en el fondo una escalera que descendía hasta perderse en una oscuridad aún más potente. El olor nauseabundo nos golpeó de lleno, a tal punto que tuvimos que ponernos las máscaras para poder descender. Apenas veíamos lo que había: pilas de huesos (con el tiempo supimos que formaban diez esqueletos masculinos completos) y entre ellos un cuerpo que se mantenía, en apariencia, intacto. Acerqué la antorcha y pude comprobar lo inesperado: era un hombre, uno de los antiguos. Parecía vivo, pero solo era eso, una apariencia. Inmediatamente ordené el protocolo de extracción. Y a eso nos abocamos durante horas. Entre los cinco pudimos traerlo envuelto en las telas de conservación, acarreándolo por kilómetros siempre con el cuidado necesario para no hacerle daño. Los cinco sabíamos que cargábamos en nuestros hombros el destino de los exploradores. Y eso sentimos cuando depositamos el cuerpo en el hangar de recepción y lo descubrimos frente al Consejo. Esa misma noche fuimos recompensados con el aislamiento en cuevas privadas. Los cinco dimos nuestros informes de la expedición y en mi caso, me animé a planificar una serie de misiones de rescate para extraer los esqueletos y un listado de objetos que ahora engrosan la colección del museo. Estaba seguro, convencido, de que en cada uno de ellos existía un eslabón más de la cadena de sentido que explicaría el hallazgo. Y no me equivocaba.

Los hombres de la ciencia se hicieron cargo del cuerpo mientras el Consejo ordenaba a todas las patrullas de exploradores que focalizaran las búsquedas en construcciones en apariencia herméticas. Había razones para creer que podían ser encontrados más antiguos en estado de conservación. Aunque nadie sabía explicar todavía cómo era posible que tantos años después el cuerpo estuviera intacto. Con el tiempo supimos dónde buscar: en esa especie de fortines (hay varios en la ciudadela vieja) el hallazgo estaba garantizado. Los sabios llegaron a la conclusión de que se trata de templos en los que este D10S (así aparece nombrado en algunos lienzos secundarios) era venerado hasta el sacrificio. La pista para tal especulación: los cuerpos rescatados llevaban en la piel la imagen santa en múltiples formas. Nuestros sacerdotes creen que la conservación no es más que un milagro para marcar la nueva era después del apagón. Los científicos prefieren no ser tan determinantes. Podría haber una explicación alternativa, menos providencial, dicen, mientras estudian efectos de la química que fueran capaces de generar el resultado que, hasta el momento, solo podemos explicar con la fe. 

Mientras se estudian los cuerpos, el Consejo autorizó a extirpar los fragmentos de piel que llevan las figuras para poder exhibirlos ante la comunidad que colma el museo en cada visita desde hace más de veinte años. El mismo tiempo hace que dejé de explorar. Los dolores en el cuerpo y algunas disidencias con el Consejo me llevaron al retiro. Y desde entonces, cada mañana vengo a verlo. Entro con el contingente de visitantes y espero que la guía termine de decir lo que se sabe y lo que no de ese hombre que ya no es un hombre. Los veo irse a la sala contigua para seguir el recorrido. Yo me quedo solo. Observándolo hasta las lágrimas. Comparándolo con la historia de ese que llamaron Cristo. Siempre quiero tener a mi lado la imagen de este D10S que tuve la dicha de hallar entre los escombros de lo que fuimos. Me pregunto cuál habrá sido su calvario. Cuál su cruz. Y, sobre todo, cuál su magia para tener entre las manos semejante trofeo. 

Juan Carrá
Juan Carrá
(Mar del Plata, 1978) Periodista y escritor. Publicó las novelas Agazapado (Hojas del Sur, 2021); No permitas que mi sangre se derrame (Random House, 2018); Lloran mientras mueren (Vestales, 2016); Lima, un sábado más (Vestales, 2014) y Criminis Causa (Letra Sudaca, 2013). También la novela gráfica ESMA (Evaristo, 2019) junto al dibujante Iñaki Echeverría y el libro de cuentos Ojos al Ras (Alto Pogo, 2021). Fue distinguido con el premio Alfonsina en el rubro “Creación literaria”. Como periodista trabajó en diferentes medios gráficos de alcance nacional. Es docente de la carrera de Periodismo en TEA y de la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Dicta talleres y clínicas de escritura.

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