Parece mentira, lo sé, pero hubo un tiempo en que mi hermano soñaba exactamente lo mismo que había vivido de día. Era como si alguien filmase su actividad diurna para proyectársela en las noches, inalterable, minuciosamente igual, hasta el detalle más nimio. En suma, mi hermano vivía cada jornada dos veces: una siendo el protagonista a conciencia y otra, por así decirlo, como espectador durmiente.
«Mis sueños son ecos perfectos», sostenía desconsolado. «Ecos que premian o castigan mis actos del día». Yo no podía coincidir con esta idea pero entendía, sin es- fuerzo, su sentir: toda vez que mi hermano había tenido un día satisfactorio, se alegraba porque le esperaba un grato sueño; toda vez que había tenido un mal día, rezongaba: «Lo peor es que me toca revivirlo». A tal extremo esto era así que, después de una de esas «jornadas ne- gras» que cualquiera desearía desterrar de su memoria, mi hermano resolvió pasar la noche en vela; pero de nada le sirvió el ardid porque al caer dormido a la noche siguiente soñó con los dos días consecutivos, incluido el intervalo del insomnio.
Alarmado por este mal, harto de no poder servirse de las noches para olvidarse de su existencia cotidiana, mi hermano consultó a psicólogos y médicos. Hasta corrimos a ver a una mentalista llegada de Nepal, quien nos contó que había tratado tiempo atrás un caso similar: el de cierta mujer obesa que irremediablemente soñaba con los días por venir.
Nadie aún puede explicarse cómo ni por qué, luego de muchos tratamientos inservibles, mi hermano comenzó a sanar solo en cuestión de pocos meses. Me atrevo a describir ese proceso como una «liberación gradual»: por más que los actos del día seguían siendo el eje central de sus sueños, él se apartaba noche a noche un poco más de lo verídico. Primero alteraba minúsculos detalles; más adelante fue intercalando, entre los hechos reales, otros que eran lejanos o inexistentes.
Cinco semanas pasaron hasta que llegó su primer «sueño autónomo», que no guardaba ni la menor relación con lo vivido en la jornada precedente. Solo entonces, entre ges- tos victoriosos, mi hermano se dio por curado. Pero a partir de la mañana siguiente ya no pudo relatarnos ningún sueño; amanecía ahora con la memoria en blanco; murmuraba que los sueños se escurrían entre sus dedos. Pronto lo oímos sentenciar: «Tanto alenté su autonomía y ahora, qué recompensa irónica, he acabado por perderlos».
(De « La vida imposible »)