Me despierto y estoy solo. Desde la cama, con los ojos todavía hundidos en la almohada puedo seguir a Lucía por los sonidos del agua. Escucho cómo desagota el inodoro. El líquido escurre, hace vacío. El tanque que está empotrado en la pared se carga con un chorro que se va debilitando hasta transformarse en una tortura china. La imagino lavándose los dientes. Escucho las burbujas de agua que explotan en su garganta. La gravedad insiste en que esa mezcla descienda por su glotis pero ella hace una fuerza opuesta y escupe en la pileta. Abre la canilla y enjuaga los bordes de losa blanca. Todo escapa por los agujeros del desagüe.
Esos ruidos no son nuevos. Lo diferente es escucharlos en silencio, desde la paz de la cama. ¿Seguiría Lucía mis movimientos cuando el que se levantaba temprano era yo? Lo último que escucho es la llave que gira en la cerradura.
*
La idea de adelantar un poco mis vacaciones fue para poder disfrutar de la ciudad sin tantos turistas. Siempre me obligaron a tomármelas en enero. Imposible ir a pescar sin que la escollera se llenara de anzuelos, de los pibes que siguen de largo o de los amantes que buscan los bordes de la ciudad. Me pongo las zapatillas, jogging liviano, camisa de pesca y gorro. Cargo el mate, agarro la caña y la reposera. La idea de haber planificado sin Lucía no me calma. Mejor que ese pensamiento quede sepultado, digo y salgo para la playa.
Vivir a dos cuadras del mar no tiene nombre. Ahora que me sobra tiempo, podría crear un nombre para eso. Como los japoneses, que tienen palabras para hechos o situaciones especiales. DOS-CUADRAS-DEL-MAR, digo despacio y me salen sonidos como jauna, éxil, sangay. El aire de la mañana, al igual que el de la noche, es fresco y parece más puro. Lo que limpia el aire es el silencio, eso lo tengo claro. Tal como había imaginado, la escollera está desierta. Abro la reposera, dejo la caña y la mochila sobre una piedra seca. Me siento un rato frente a la inmensidad. Debe ser el ángulo de la mañana lo que hace que el sol se refleje de esta manera tan intensa. Cada punta, cada pequeña ola, es un cono dorado. El mar es un campo de trigo que me adormece.
Una sombra me saca del letargo. La luz y el reflejo se cortan por un cuerpo oscuro. Me froto los ojos, acomodo el brillo y distingo que se trata de un chico arriba de una canoa de madera. En pocos minutos se acerca a la escollera. Me llaman la atención los brazos. Son largos y flacos. Unidos a los remos me hacen acordar a una mantis religiosa o a un bicho palo, esos que se camuflan entre las ramas. Cuando está en el punto más cercano, llego a ver una cicatriz que nace en la boca y se mete en la nariz como una lombriz que escapa. ¿Que verán las parteras cuando reciben una cabeza que no terminó de cerrar? Levanto una mano para saludar y el chico me dice algo que no puedo entender. Quisiera preguntarle qué dijo, pero me da vergüenza y además no deja de remar, cada vez está más cerca de la orilla.
Me agacho sobre la caña y empiezo a armar el aparejo. Un anzuelo acá, otro más arriba, la boyita lapicera y la plomada. Entre cada una de esas cosas que voy anudando a la tanza, revoleo la vista para el lado de la costa. El chico del labio leporino encalló en la arena y espera sentado en su canoa, de espaldas al mar. Acá pasan barcos, lanchas, botes a motor, kayaks o tablas de surf, pero canoas a remo no. Eso es de río. Engancho la carnada, hago revotar el peso de la plomada dos veces y tiro. El ril gira a toda velocidad, la boya cae a unos veinte metros. Me siento en la reposera, sostengo la caña con las piernas y me quedo mirando al chico que sigue de espaldas. A los cinco minutos aparece un tipo de unos cuarenta años. Viene corriendo desde la calle, baja las escaleras a saltos. Está vestido de traje y tiene un maletín en la mano. Es un pingüino que llega tarde. Se acerca a la canoa y sin hacer ningún gesto, se sube. El chico une sus patas de insecto a los remos y empieza a mover. Otra vez pasa cerca mío. El de traje va sentado duro. Agarrado a los bordes de la tabla parece una estatua de cera. La canoa sigue su viaje mar adentro hasta perderse como un punto en el horizonte. Me imagino que debe ir hasta algún barco pesquero que estará por ahí cerca. El tipo debe ser el representante de la empresa y debe ir a mediar algún conflicto con el capitán o tal vez un marinero. Me hago visera con la mano para ver si logro ver el barco, pero el reflejo del sol me encandila. Pesqueras explotadoras, deberían al menos ponerle un motorcito a la canoa. Pobre pibe va a terminar muerto.
El resto de la mañana sucede en silencio. Saco dos pejerreyes y una corvina blanca. Les saco el anzuelo rápido y las devuelvo al mar. Cerca de las once llegan algunas sombrillas. Se abren como flores de colores en la arena. Esa es la señal para recoger la tanza, doblar la reposera y volver a casa. Cuando entro, me encuentro con Lucía. Está almorzando sola, sentada en el lugar que siempre ocupo yo. Le digo que no me esperó para comer aunque no estoy seguro de que hayamos arreglado eso. Me pide perdón sin levantar la cara del plato. Dice que tuvo un mal día, que se siente un poco triste y angustiada. No te preocupes, ¿querés contarme? le digo, y sin responderme, se mete en la pieza. El plato con comida queda intacto sobre la mesa.
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Mi segundo día de vacaciones empieza igual que el anterior. Lucía se fue a trabajar y los ruidos que hizo en el baño ya no me resultaron atractivos. Decido no ducharme, pero igual me saco la remera y el calzoncillo. Cargo el termo y reviso la cajita de pesca. Hago todo desnudo. Me paro frente a los agujeritos de los enchufes y espío. Es un punto negro, no hay nada, la electricidad es otra mentira. Cuando termino de armar el equipo, agarro la reposera y salgo.
Desde la costa puedo ver que hay dos personas en la escollera. Dudo si irme a tirar a otro lado o compartir los peces con ellos. Son dos tipos opuestos. Uno es jóven, de pelo abultado y brazos firmes. La caña que sujeta entre las piernas es gruesa y larga, creo no haber visto nunca semejante tamaño. Está vestido con un jean apretado y una camisa de flores blancas y amarillas. El otro es más viejo; apenas le quedan unos pocos pelos canosos y la curvatura de la espalda lo obliga a mirar siempre hacia abajo. Pesca con medio mundo y la camisa y el pantalón están llenos de manchas. Parece grasa, parece barro, parece sangre seca. Saludo en general con un “qué tal” y me acomodo entre medio de los dos. Tiro y me quedo en silencio, espero el pique. El sol de hoy es más débil, ya no se refleja como el oro sino como manteca derretida. A la media hora, veo que algo oscuro se mueve mar adentro. Me parece que puede ser un lobo marino o una ballena que viaja hacia el sur. Me concentro en la mancha y a medida que se acerca, empiezo a detectar la canoa y al chico de la cara partida. Mis compañeros de pesca siguen concentrados en la tensión de la tanza o de la red. La canoa pasa cerca nuestro y al igual que ayer, el chico dice algo que no entiendo. Después encalla en la arena y se queda esperando de espaldas al mar. Adónde creen que va ese chico, pregunto al aire, para que cualquiera de los dos muerda el anzuelo. El viejo habla despacio y frena a cada rato para toser. La canoa va y viene a la isla, dice señalando el horizonte con el índice abultado por la artrosis. ¿Adónde va a ir sino? agrega y escupe en un pañuelo. No sé, le digo, yo imaginé que iba hasta el puerto o hasta algún barco anclado cerca. El más joven larga una risa burlona. ¿A qué isla? Si no hay ninguna ¿Al puerto? ¿A un barco? ya no saben que inventar. Sí, le digo, pero ayer salió y hoy volvió, algún punto tiene que haber ¿no? El machote me mira unos segundos y después me pregunta ¿por qué “tiene” que haber? ¿para qué “tiene” que haber? No sé qué responderle y por suerte el pique me evita la incomodidad. Saco una raya que enseguida devuelvo al mar. El viejo clava el palo del medio mundo entre dos rocas y sale hacia la playa. En cada paso que da, parece que se va a ir de frente contra las rocas. Lo veo acercarse a la canoa y sin hacer ningún gesto se sube. El chico insecto rema hacia atrás. Otra vez pasa cerca nuestro. El viejo es de cera, la canoa un punto negro que se aleja.
Siento la panza revuelta y antes de llegar a pararme vomito en el agujero que se abre entre dos piedras. Escucho que el machote se pone a silbar. Aunque sea temprano, agarro mis cosas y me vuelvo a casa. Al entrar, me encuentro con Lucía. Está vestida con un pantalón corto y una camisola que le quedan muy bien. Está parada arriba de una silla para llegar con el plumero a los rincones del techo. Canta una canción en inglés muy alegre. Cuando gira me doy cuenta que se cortó el pelo. Tiene flequillo y unos claritos que le disimulan las canas. Le pregunto si salió antes del trabajo y me dice que sí, que aprovechó y se puso a sacar las telarañas. Qué bien, le digo y como la noto de buen humor, le cuento lo que pasó en la escollera. Le hablo de la canoa y de los brazos flacos del chico. Le cuento del viejo con la isla y del musculoso incrédulo. Lucía deja el plumero y se sienta a escucharme. Los ojos se abren con cada palabra que yo disparo. Me sorprende el interés y cambio de humor respecto del día anterior. Termino de contarle las idas y vueltas de la canoa y me pregunta si me puede acompañar. Mañana es domingo y no trabaja. Quiere ver lo que le estoy contando. Dice que le interesa tener experiencias nuevas.
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Lucía apoya la palma de la mano en mi hombro y espera hasta que la diferencia de temperatura me despierte. Me doy vueltas y me siento en la cama. Me convida un mate y trae una bandejita con tostadas y mermelada. Tiene una expresión media. No está tan contenta como ayer ni tan triste como el viernes. No puedo darme cuenta cual es el verdadero estado y cual el fingido. Tal vez está contenta y por alguna razón lo oculta un poco. O quizás está angustiada pero no quiere amargar la salida del domingo. ¿Querés que hagamos otra cosa? le pregunto para saber si es eso lo que la afecta. No, quiero ver lo que me contaste, responde, me ceba otro mate y se va de la pieza. Me levanto y agarro la misma ropa de los últimos días.
En el camino nos turnamos para llevar la caña y las reposeras. El día está nublado y cada tanto cae alguna gota aislada. Desde arriba puedo ver que el machote ya está ubicado en la escollera. En el trayecto que hacemos hasta ahí le recuerdo a Lucía que ese es el tipo que no cree en nada. Es interesante ¿no? dice ella cuando yo esperaba un comentario sobre las dimensiones de la caña. Yo lo saludo levantando la mano y ella le dice buenos días. Buenos días, responde él con una sonrisa de galán y como si estuviera desprolijo, se acomoda el pelo tirándolo para atrás con la mano. El mar es de mercurio o de plomo. Ato el anzuelo, ensarto la carnada y tiro. Lucía saca las facturas y me convida una acercándome la bolsita de papel. Noto que sigue con esa expresión de haber quedado a medias de algo. Le pregunto si se siente bien y me dice que sí, sonríe y señala el horizonte. Yo ya sé bien qué es ese punto que se agranda. Ahí viene le digo, fíjate si entendés lo que habla. Ella se para y baja dos piedras para estar más cerca del mar. El machote sigue pescando para el otro lado, no le importa el paso de la canoa. El chico del labio pasa remando frente a nosotros. Esta vez, no dice nada. ¡Hola! ¿todo bien? le grito para que murmure lo de siempre. Pero él sigue su camino hasta encallar en la playa y ahí se sienta a esperar de espaldas al mar.
El ruido de una explosión como la de un trueno me hace pegar un salto. Lucía se queda mirando al machote. El tipo quebró su caña a la mitad y cada mitad la vuelve a partir en más pedazos. Mete todas las varillas en la mochila y se va de la escollera. Cuando llega a la parte de la arena, en lugar de subir las escaleras, baja al borde del agua y se acerca a la canoa. Imagino que va a agredir al remero. Pero cuando está a centímetros de la canoa revolea una pata, la otra y se sienta en la tabla que los vuelve de cera. ¿Qué pasa? pregunta Lucía. ¿No dijiste que este tipo no creía en nada? Me quedo en silencio, trato de entender. Andá y preguntale me dice. Andá y que te cuenten qué es lo que pasa. Pienso que tiene razón, tendría que acercarme, pero la verdad es que tengo miedo. ¿No vas a ir? insiste mientras veo que ésta vez, la canoa todavía no zarpa. Bueno entonces voy yo, dice y se larga a correr por la escollera. Salgo explotado detrás de ella y aunque me mueva cada vez más rápido, todo está cada vez más lejos; la costa, la canoa, Lucía. Me agito, se me corta la respiración y siento que se me duerme una pierna. Apoyo y es como si fuera de madera. Lucía llegó a la orilla. No escucho nada, pero por los gestos veo que le habla al chico leporino. Sacude los brazos para un lado y para el otro. La conozco, no va a parar hasta que le expliquen. El machote ya debe ser de cera porque ni se mueve. Lucía sigue hablando con los brazos. Los sacude de arriba abajo, de derecha a izquierda. Ahora suma movimientos con la cabeza. Dice que no, que no y que no, hasta que se calla, pone los brazos en jarra. Por primera vez, el chico de la canoa gira el torso y se vuelve hacia mí. Estira el brazo de insecto y me señala. Trato de hacer equilibrio para apurar el paso pero se me duerme la otra pierna. No sé cómo, pero camino igual, me acerco a los tumbos. Lucía ya no habla ni sacude los brazos ni mueve la cabeza, se sube a la canoa y se sienta al lado el machote. El chico agarra los remos y se mete mar adentro. Le grito a Lucía que se baje. Le grito cada vez más fuerte. Bajate. Tirate. Vos no, le digo. Quedate acá, le pido por favor. Los bordes de la canoa se vuelven borrosos. Llego a la línea del mar y sin dudarlo empiezo a nadar. Saco la cabeza para respirar y para seguir pidiéndole a Lucía que se quede.
La canoa ya no está. Me quedo sin fuerzas, aflojo los brazos y me dejo llevar por los movimientos del agua. Miro para todos lados, no hay nadie. Me toco la cabeza, el pecho y las piernas. Estoy desnudo y completamente seco. El mar se abre en una grieta y mientras caigo veo cientos de lombrices que vienen hacia mi cara. Quiero taparme boca y la nariz pero mis dedos ya son gusanos.
Sebastián D´Ippólito