Lo hago sin pensar. Veo el espacio y avanzo, la pelota viene conmigo. Lo mismo cuando la bajo de aire. Pierna arriba, rodilla flexionada. Ya te digo, no pienso. Me sale. Me paro en el hueco entre dos para recibir un pase. Estoy ahí, aparezco ahí. De chico jugaba en un terreno baldío cerca de casa, los partidos empezaban después del mediodía con los que iban cayendo y seguían hasta que el sol se aplastaba atrás del barrio y no veíamos más la bocha. A mí me tenían de punto, era jodido, me decían de todo. Hasta que empezaba el partido. Así pasó el tiempo, me hice fama, una fama que ni me importaba, pero me servía para ganarme el silencio de los más jodidos. Me vinieron a buscar de un club.
La primera pelota que recibí fue un centro cruzado, una bocha difícil. Tenía ocho años, nunca me había puesto un par de botines. La dormí con izquierda y definí al ángulo, arriba, al lado del palo. Escuché los gestos de admiración del entrenador, de mis compañeros, de los utileros. La cancha quedó quieta por unos segundos. Alguien me abrazó y me palmeó la espalda. Sonreí por compromiso y le agradecí. Me acomodé el cuello de la remera y volví corriendo al centro de la cancha. Todos me miraban. Me pasaban la pelota. Se la sacaban de encima, yo buscaba los huecos y la soltaba recta por la línea más sencilla, la más efectiva. El entrenador me felicitó por las asistencias. Aprendí esa palabra. Me ofrecieron una beca, llamaron a mi familia para proponerles un plan de entrenamientos y firmar unos papeles.
Domina la pelota que es una belleza, decía el entrenador. Creo que es lo más lindo que me dijeron en la vida. Hacer goles y pases justos hacen al talento. El talento se mide en números, es una herramienta fría, útil. La belleza es otra cosa.
Mi debut fue en pleno campeonato infantil. Entré de titular, en el mediocampo. Ganamos fácil. Hice un gol desde afuera del área, el arquero dejó liberado el palo izquierdo. Era empujarla. No sentí nada cuando la pelota tocó la red. Yo ya había anotado antes de que me llegara el pase. Me abrazaron todos mis compañeros. Bien Marquitos, bien. Golazo Marquitos. Me sacudían, me felicitaban a los gritos. Golazo Marquitos.
Pasaron los años. Escuchaba en el club que la gente hablaba. Venían a ver los entrenamientos, me gritaban cuando tocaba la pelota. Qué talento nene. Esperalo a Marquitos. Marquitos está solo, les gritaban a mis compañeros. Marquitos está siempre solo.
Hay mucho espacio libre adentro de una cancha de once y el arco es enorme. El técnico puede dar todas las indicaciones correctas, pero si los jugadores no resuelven, lo que diga el técnico no sirve para nada. La pelota al que está libre y adelante. Correr. Correr mucho. Son dos colores que se miran de frente, una sola bocha que tiene que ir adentro de un arco. Eso es todo.
Semifinal a cancha llena. Estábamos en forma, teníamos buena dinámica. Parados en la cancha nos entendíamos en la distancia, antes de que sucedieran las cosas. Si jugás en tiempo real estás dando ventaja. Los hinchas, los fanáticos, los periodistas juegan en tiempo real e incluso en tiempo pasado, por eso la agonía y la literatura innecesaria. El verdadero partido no se ve. Creo que eso fue lo único que entendí del profesionalismo. Dominar un deporte implica distanciarse en tiempo y espacio del presente. Cuánto más distancia más vale tu contrato.
La llevaba Rodo a toda velocidad por la izquierda, piqué en punta para perfilarme en el borde del área, estaba fácil, dos toques y la bocha iba directo a la red, aunque Rodo estaba quieto y la pelota todavía estaba en los pies del arquero y yo me encontré caminando lento cerca de la línea lateral. Alguien me gritó algo. La recibió el Chapu de rebote, habían cobrado falta para ellos. Salí corriendo para aprovechar el contragolpe. Qué hacés Marquitos, me gritó el Quique. Lo miré con cierto enojo. Gol de ellos, cabezazo al lado del palo. Y yo en el mediocampo.
Pelota dividida. Yo en el borde del área, abierto por izquierda. Rodo, grité, abrila y entrá. Estábamos a dos segundos del empate. La defensa mal parada, el arquero con el pie cruzado. Rodo, volví a gritar. Iba a salir corriendo para festejar. Pero la pelota avanzaba hacia nuestro arco a toda velocidad. Quique cortó y despejó al medio, yo la tenía en los pies y avanzaba otra vez. La pelota entró en nuestra área con un centro al punto penal. El arquero abrió los brazos, la defensa se cerró en los palos, el rebote y el contragolpe que se definía con tres toques. La pelota cruzó la línea con un remate veloz en el rincón izquierdo. Dos a cero. El descuento lo marqué de cabeza en un córner que pateó el Chapu. Me apuré a volver a la mitad de la cancha. Quedaban veinte minutos, todavía había tiempo. Escuché el pitazo final del árbitro.
– ¿Qué pasó Marquitos? El entrenador me frenó en seco en el vestuario.
Quería explicarle pelota por pelota, minuto a minuto, los movimientos que sobraron y, sobre todo, los que no estuvieron. Somos once de cada lado. Hay veintidós lecturas que se entrelazan. A los quince minutos del primer tiempo ya estaban escritas todas las combinaciones posibles. Era un partido ganado.
El entrenador me hablaba. Los movimientos de su boca iban descoordinados de las palabras. Además, no entendía lo que estaba diciendo. Me hacía correcciones insólitas. Me señalaba errores en espacios de la cancha que nunca había pisado. Me habló de un córner en el que salté a cabecear antes de que el Chapu pateara el centro.
Mis compañeros me miraban con cara de sorprendidos, esperaban una respuesta. Una contestación, un gesto. Algo. Yo estiro los isquiotibiales en el centro de la cancha. Pitazo inicial. La pelota me llega sobre el borde del círculo central. Lo veo a Rodo abierto sobre la derecha. Suelto un pase profundo y corro en busca de la descarga.
Agustín Marangoni