Introducción
José de San Martín es uno de los hombres más nombrados y más homenajeados de nuestro país y a la vez, paradójicamente, uno de los menos conocidos en toda su dimensión. Las miles de calles (una por pueblo o ciudad) que llevan su nombre, los centenares de plazas, los tantos y tantos monumentos y bustos poco nos dicen de este hombre que lo dio todo por su país, que se comprometió hasta sus últimos momentos con la suerte de sus habitantes. Extraordinario estratega militar, que se inició en la carrera de las armas a los once años y a los quince ya era un oficial con mando de tropa, pero también un hombre absolutamente comprometido con su tiempo, enorme lector y
fundador de bibliotecas, pintor y concertista de guitarra, y padeciente permanente de todas las ingratitudes que se pueden sufrir. Calumniado hasta el extremo, perseguido, ninguneado y exiliado, su aguda mirada del país fue acallada, sus opiniones políticas ocultadas, su visión del ejército y el rol de las fuerzas armadas en la sociedad civil censurada.
En las escuelas de mi infancia y adolescencia, y en la de muchos de los que me están leyendo, se enseñaba, con una dosis tóxica de aburrimiento, por un lado, la llamada «historia institucional», esto es, la sucesión de gobiernos desde la Primera Junta al Directorio, lo que se definía como «obra de gobierno», obviamente despejada de todo aspecto económico y social y del más mínimo contexto mundial; y por el otro, las contemporáneas —e incomprensibles sin su entramado político— campañas de San Martín, de quien se nos quería hacer creer que era «solo» un militar profesional y, como tal, no se mezclaba en política. La historia, como se verá claramente en las páginas de este libro, desvirtúa absolutamente aquella metodología y desmiente categóricamente este concepto absurdo del San Martín apolítico.
Las diferencias antagónicas con sus grandes enemigos, Rivadaviay Alvear, no casualmente ídolos sagrados de los autodenominados «liberales» locales, en realidad conservadores autoritarios, fueron disimuladas por los gestores de la historia oficial del mismo cuño ideológico, ninguneadas hasta hacerlas desaparecer, al igual que su correspondencia con caudillos como José Artigas y Estanislao López, y la muy frecuente con Rosas.
Llama la atención el desconocimiento absoluto de la mayoría de sus biógrafos liberales del libelo calumnioso atribuido a Carlos María de Alvear, titulado Primera parte de la vida del general San Martín, cuyo contenido doy a conocer por primera vez en estas páginas.
La construcción de un relato histórico broncíneo lo alejó de sus compatriotas, que no podían dejar de verlo como una estatua, como alguien perfecto al que, se sabe, los mortales no podemos imitar. El inolvidable Alfredo Alcón me contaba las tremendas angustias que tuvieron que soportar con Leopoldo Torre Nilsson para filmar El Santo de la Espada en épocas del dictador Juan Carlos Onganía. Los censores de entonces cuestionaban las escenas en las que San Martín aparecía claramente con sus problemas de salud habituales y prohibieron una de ellas, en la que el Libertador vomitaba sangre, un hecho lamentablemente frecuente en aquellos años de su vida. Así se fue modelando una biografía falsa, que escapaba a la ejemplaridad: ningunode nosotros podía acercarse siquiera a tanta perfección, abnegación y corrección; así que muchos optaron por no intentarlo siquiera. A mi generación no le fue permitido querer a San Martín, sentir por él la empatía que tanto promovía. Solo estábamos habilitados a «honrarlo» y «respetarlo», a cantar la «Marcha de San Lorenzo» sinque nos explicaran, no ya las causas geopolíticas, la estrategia del combate sino, aunque solo fuera, qué quería decir «febo». Los chicos de hoy tienen más suerte, lo pueden querer, incorporar a sus afectos. Dando una charla sobre el querido Don José en una escuela pública, en el momento del debate, un chiquito de tercer grado me dijo: «A mí me gustaría ser como San Martín, pero tengo que cruzar los Andes…es un lío». Otro le contestó con toda su mágica sabiduría infantil: «No hace falta, con que quieras al país, no robes, no mientas y te importen los demás, ya está». En su maravillosa simpleza entendió claramente el concepto de ejemplaridad. Como se ve, cualquiera de nosotros —si quiere, claro— puede tener virtudes sanmartinianas.
Por todo esto, este libro contiene tantas citas textuales del Libertador, para acercarles a todos mis queridos lectores ese valioso pensamiento. Para que conozcan La voz del Gran Jefe, porque ya es hora de escucharla.
Entre gurises y chavales
Velar se debe la vida de tal suerte,
que viva quede en la muerte.
Del escudo heráldico
de la familia San Martín
Se iba terminando la llamada Edad Moderna y se avecinaba a toda velocidad la contemporánea cuando, en 1778, campeaba en Gran Bretaña la Revolución Industrial que modificaría para siempre los modos de producción y acumulación de riquezas, dando origen a dos clases sociales: la burguesía industrial —los dueños de las nuevas fábricas con máquinas a vapor— y el proletariado, es decir, aquellos cuya única propiedad eran su fuerza de trabajo y su familia, su prole. Fue en aquel contexto que, dos años antes, Adam Smith publicaría la obra fundacional del liberalismo económico, La riqueza de las naciones, en la que considera que el hombre vive para producir e intercambiar,
y la política no debe interferir en el curso de la vida económica. Por ello, exigió plena libertad para empresarios y comerciantes, y se opuso terminantemente al intervencionismo del Estado. Pensaba que, si a cada persona se le permitía defender su interés particular, la sociedad toda acrecentaría su riqueza y bienestar. Planteaba, entre tantas otras cuestiones, que la verdadera riqueza de una nación no estaba en las riquezas naturales, como planteaba la fisiocracia, sino en la capacidad de transformar localmente las materias primas, a través del trabajo de sus habitantes.
En aquel año de 1778 la Francia absolutista firmaba con las colonias revolucionarias de Norteamérica —que hacía dos años habían proclamado su independencia— un tratado que reconocía a la nueva nación y se comprometía a luchar contra su eterna enemiga, Gran Bretaña. Luis XVI, quien todavía portará por quince años la cabeza fresca en su lugar, disponía el envío de seis mil hombres a la zona de conflicto. La no menos absolutista España se vio arrastrada por los pactos de familia a seguir el camino de sus parientes Borbones. Los reyes a uno y otro lado de los Pirineos nunca terminarían de arrepentirse de esta decisión. A uno le costará el reino y la cabeza; a los otros,
su invalorable imperio americano.
A miles de kilómetros de allí, el navegante inglés James Cooke «descubría» para el imperio las islas de Hawái, a las que les robaría hasta el nombre, bautizándolas como «Sándwich». La alegría le duraría poco. En su segundo viaje a las islas sería asesinado por los nativos.
Los milaneses estaban de fiesta con la inauguración de su colosal Nuovo Regio Ducal Teatro alla Scala, diseñado por el arquitecto neoclásico Giuseppe Piermarini. Se eligió para la ocasión la ópera Europa descubierta de Antonio Salieri, el histórico enemigo del genial Wolfgang Amadeus Mozart, quien ese año sufriría la muerte de su madre, Anna Maria Pertl. La obra lírica narra el episodio clásico del rapto de la princesa Europa de Tiro por el rey Asterio de Creta.
Curiosamente, esta ópera de Salieri no volverá a representarse en el teatro milanés hasta el año 2004. En Emerville, cerca de París, moría sin ver en triunfo sus ideas el ginebrino Jean-Jacques Rousseau, autor de El contrato social, uno de los pensadores más notables del siglo XVIII. También en ese año de 1778 partía François Marie Arouet, más
conocido como Voltaire, otro de los grandes teóricos del pensamiento revolucionario, colaborador de la Enciclopedia y autor de un imprescindible Diccionario Filosófico.
Unos se iban y otros venían a este convulsionado mundo. Entre los recién nacidos estaban Mariano Moreno, Bernardo O’Higgins y el futuro compositor y guitarrista Fernando Sor. Mientras tanto, en un pueblito fundado por los jesuitas en 1627, a orillas del río Uruguay, bajo el nombre de Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, nacía un 25 de febrero José Francisco de San Martín.
Como ha ocurrido con otros grandes personajes de nuestra historia, los debates sobre su persona comienzan con su nacimiento y filiación, pero las polémicas sobre la fecha exacta quedan en el terreno de las conjeturas, ya que no se cuenta con documento alguno donde conste la fe de bautismo que, en esos tiempos en que no existía el Registro Civil, era lo más aproximado a una partida de nacimiento. El pueblo de Yapeyú fue arrasado, saqueado e incendiado por las tropas portuguesas al mando del sanguinario Francisco das Chagas Santos, el 13 de febrero de 1817, al día siguiente de la más gloriosa batalla que libraría San Martín en toda su carrera militar, en las alturas de Chacabuco.
En nombre del padre
Pero si el año del nacimiento genera debate, mucha más polémica ha provocado lo que se ha llamado «el origen» de San Martín. Quienes lo conocieron y describieron su fisonomía resaltaban, junto con su estatura relativamente elevada para los españoles de la época, lo negro de su cabello y el color oscuro de sus ojos y de su piel. Definitivamente, para desgracia de los racistas, el «Padre de la Patria» era morocho. De ahí a suponer un posible «origen mestizo» había un paso en tiempos en que estaba vigente el sistema de «castas», sobre todo para quienes
consideraban la «mezcla de sangres» como una mancha. Recordemos que en el régimen impuesto por España, solo los «blancos» o «españoles» —tanto europeos (peninsulares) como americanos (criollos)propietarios— podían acceder a la condición de vecinos, que les permitía alguna participación en los cabildos, a la educación (y con ella,a las profesiones «liberales»), al sacerdocio y a la oficialidad de las fuerzas armadas, todos los estamentos con algún poder o privilegio. La historia oficial ha llegado a calificar la seriedad y calidad de los libros referidos a San Martín según mencionen o no la hipótesis que pone en duda la versión tradicional sobre la filiación del Libertador.
Pero dicha hipótesis ya atravesó las fronteras, y académicos de la talla del profesor emérito de la Universidad de Londres, John Lynch, dan cuenta de ello; lo que no quiere decir, obviamente, avalarla, pero tampoco ignorarla o descalificarla a priori, como viene haciendo la autodenominada «historia seria» local. Le doy el espacio que merece
como hipótesis no confirmada, ya que muchos de mis lectores habrán tenido noticia de ella y me parece importante aclarar de qué se trata. Una antigua tradición oral aún persistente en la Mesopotamia lo considera hijo de una joven guaraní llamada Rosa Guarú. En otras versiones, es mencionada como su nodriza o ama de leche, pero nadie niega su probada existencia. En los últimos tiempos, esa tradición se combinó con otra versión, según la cual su padre habría sido el capitán Diego de Alvear y Ponce de León, quien habría encargado la crianza del niño a Rosa y al matrimonio San Martín. Don Diego era, en este caso, sin ninguna duda, padre de quien sería compañero y luego feroz enemigo de San Martín, Carlos de Alvear.
El marino español participó en la expedición de quien se convertiría en el primer virrey del Río de la Plata, Pedro de Cevallos, contra los portugueses del Brasil, en 1776-1777. Don Diego fue nombrado tiempo después para integrar la comisión que debía fijar los límites entre las posesiones de las coronas española y lusitana. La versión de que habría sido padre de José Francisco tiene por fuente la afirmación de María Joaquina de Alvear, hija de Carlos de Alvear y nieta de Diego, en un manuscrito redactado en Rosario el 22 de enero de 1877, donde deja constancia de la «Cronología de mis antepasados y que en parte ignoran mis hijos y para que sepan mis descendientes».
En ella, asevera:
Yo, Joaquina de Alvear Quintanilla y Arrotea, declaro ser nieta del
Capitán de Fragata general español señor don Diego de Alvear
Ponce de León. […] Soy hija segunda del general Carlos María de
Alvear […]. Soy sobrina carnal de San Martín, por ser hijo natural
de mi abuelo, el señor don Diego de Alvear y Ponce de León,
habido en una indígena correntina […]. Queda pues establecido
que en la familia, tanto por parte de los míos como de mi marido,
ha habido: Generales: 1. Diego de Alvear, 2. Carlos de Alvear,
3. San Martín […]. Yo por muchos años he ignorado muchos de
estos parentescos, y me he encontrado muchas veces con ellos sin
saber que lo eran y aparecido ingrata o desdeñosa o ignorante de
ellos; y es la razón por que escribo esta cronología, para que a la
vez los míos no se encuentren en este caso.
En otro fragmento del manuscrito, dado a conocer por el historiador Hugo Chumbita y Diego Herrera Vegas, Joaquina relata el encuentro con quien ella consideraba su supuesto tío, en Francia, durante los últimos años de vida del Libertador:
Cuando en Europa, por primera y última vez vi y conocí al general
San Martín, la primera impresión fue dolorosa. Era toda una fortaleza
que se deshacía, eran Chacabuco y Maipú que se marchaban
a mejor vida, dejando su nombre grabado en el templo de San
Lorenzo, en la grande victoria alcanzada por su famoso escuadrón
de granaderos a caballo […]. Y examinándolo bien encontré todo
grande en él, grande su cabeza, grande su nariz, grande su figura,
y todo me parecía tan grande en él, cual era grande el nombre que
dejaba escrito en una página de oro de nuestra historia, y ya no vi
más en él que una gloria de su patria que se desvanecía para no
morir jamás. Este fue el general San Martín, natural de Corrientes,
su cuna fue el pueblo de Misiones, e hijo natural también del
capitán de fragata y general español Don Diego de Alvear y Ponce
de León (mi abuelo).
Pero el manuscrito de Joaquina es cuestionado como fuente porque su marido, Agustín Arrotea, hizo una presentación ante el Juzgado en lo Civil de Rosario, el 22 de octubre de 1877, en que declaraba:
«Como es de notoriedad, hace algún tiempo que mi legítima esposa Doña Joaquina Alvear se encuentra en estado de incapacidad, enfermedad que por desgracia inhabilita para todo acto civil». El motivo del escrito era obtener la tutoría de su acaudalada esposa. El juez ordenó realizar exámenes clínicos a Joaquina, en los que en primera instancia se encontró una «ligera alteración de la memoria», pero se reconocía que «recordaba no solo los hechos culminantes de su vida, sino también aquellos de poca importancia, asignándoles con seguridad la fecha en que se han producido». Se le pidió que leyera algunos de sus escritos. Eligió algunos en los que se refería al Papa, a Thiers y a otras personalidades notables de la época, y los doctores Domingo Capdevila y Luis Vila concluyeron que esos textos mostraban «una exaltación de la imaginación que llega hasta constituir un estado morboso» y que Joaquina «sufría una afición desmedida a la literatura». Finalmente, el juez Marín dictaminó el 5 de diciembre de 1877 que, de acuerdo al informe clínico, Joaquina «se encuentra en estado de demencia calificada por de erotomanía habitual» y la declaraba «incapaz de administrar sus bienes y demás actos de su vida civil», nombrando tutor a su marido, Arrotea.
En su apologético libro El Santo de la Espada, Ricardo Rojas no pone en duda la paternidad de Juan de San Martín ni la maternidad de Gregoria Matorras, pero desliza el siguiente comentario: «La madre es española, pero el niño es criollo, nacido en aquel mismo lugar de las Indias, con la tez bronceada por el sol de América, los ojos muy negros, los cabellos muy negros». Y más adelante señala: «Juan Bautista Alberdi conoció a San Martín en París y entonces escribió:
“Yo lo creía un indio como tantas veces me lo habían pintado”. Bronceado era de tez y de ojos negros; pero indio solamente por la cuna y el destino», concluye Rojas.
Pero que fuese o no hijo de Alvear no anula la posibilidad de que fuese «mestizo», aunque no hay pruebas definitivas al respecto. Hay que recordar que el «color aceitunado, oscuro, cabello negro, […] ojos grandes y negros» —como lo describió el comerciante inglés Samuel Haigh, testigo de la batalla de Maipú— son rasgos nada inusuales en España. Como veremos más adelante, a San Martín se le atribuye un gran parecido físico con el mariscal Francisco Solano y Ortiz de Rozas, marqués del Socorro y Solanas, comandante de Cádiz y capitán general de Andalucía, cuyo «abolengo hispano» —pese a haber nacido en Caracas, de madre porteña rioplatense— nadie cuestiona. Por
cierto, esos mismos rasgos físicos y su nariz aguileña antiguamente habían dado origen a la versión de que San Martín tenía ascendencia judía, algo que Augusto Barcia Trelles desmentía —aunque no por motivos racistas—. Cabe aclarar que, según su documentación personal, el generalmente aceptado como padre del Libertador, Juan de
San Martín, además de ser de baja estatura tenía «pelo castaño claro y ojos garzos», es decir, azulados.
Lo llamativo es, en todo caso, la reacción airada de instituciones y autores académicos ante la simple posibilidad de que el «Padre de la Patria» tuviera ancestros indígenas, lo que muestra que el rancio racismo heredado del sistema colonial español no está tan difunto como le hubiese gustado al Libertador. Con o sin «sangre india», don
José dio a lo largo de su vida sobradas muestras de que, al igual que otros «españoles americanos», como Manuel Belgrano, Juan José Castelli o Mariano Moreno, consideraba hermanos a «nuestros paisanos los indios».
Felipe Pigna