Pudo ver que la mujer se corrió el pelo de la cara, que tenía el flequillo largo y que unas canas asomaban por entre los rulos castaños. Que miró al hombre de un modo raro, quizás desconfiada, quizás enojada. Que el hombre pitó, tiró el humo hacia arriba, cerró los ojos, arrugó la frente. Que estaban en la vereda de su casa, bajo la luz del kiosco que cerraba tarde.
Entre las líneas de los listones enfocaba la escena con suficiente claridad. “Dame uno” le pidió la mujer. Él le dio el paquete con un movimiento automático. Ella sacó un cigarrillo y lo prendió. Él le clavó los ojos con desesperación. La mujer se dio cuenta del gesto. Se quedó como esperando que le dijera algo. Él no habló. Una brisa les hacía dibujos con el humo, ya casi no había tránsito a esa hora. El kiosco iba a seguir abierto hasta después de las doce.
Espació los listones un poco más, lo suficiente como para poder ver con mayor precisión. Que estaban callados, fumaban, miraban para arriba, para abajo, hacia los costados. Quiso saber un poco más, así que pegó su cara a la ventana y se acomodó los anteojos, vidrio contra vidrio. Vio que la mujer de pronto abrió la boca como si susurrara algo. Él se acercó, la abrazó pero duró unos instantes porque ella lo apartó. Le dio la impresión de que él lloraba. Ella prendió otro cigarrillo. El hombre se agachó, se tomó la cabeza entre las manos. La mujer lo miró, parada a su lado, no atinó a moverse.
Los anteojos comenzaron a empañarse, su propio aliento cada vez más denso se chocaba con los cristales. Más se acercaba, más quería saber, más se le empañaban. Ella se agachó frente a él, que seguía en la misma posición. Le tocó la cara. ¿Lo iría a besar? ¿Le querría decir algo? Se quedó un momento con la mano apoyada en su mejilla. Le pareció que el hombre le iba a hablar. ¿Por qué era él quien lloraba? ¿Qué le habría hecho esa mujer? Le pareció que él tendría que perdonarla, y que la mujer no esperaba de él esa reacción. ¿Tendrían hijos? ¿Lloraría ella también? Pudo ver y hasta oír cuando él empezó a gritar y a llorar. Vio cómo ella trataba de calmarlo pero no se acercaba del todo, como si le tuviera miedo. Vio cómo él corría al medio de la calle un segundo antes de que el 62 le cayera encima como un elefante sobre un insecto.
Algo de su propia derrota se cruzó frente a sí como una bengala opaca. Sólo la voz la despegó de la persiana. Una voz de viejo.
-Vieja, salí de ahí, vení a la cama que es tarde.
Carolina Bugnone