La sala fría y blanca, con olor a desinfectante, se cernía sobre él. Estaba agotado, había sido un día de demasiada actividad en el hospital, demasiados accidentados y más muertos de lo deseable.
Manuel se pasó los dedos largos y pálidos por la frente despejándola de cabellos rebeldes, libres del gel que los había sujetado horas atrás. Masajeó el puente de su nariz, un tic que no podía abandonar, y parpadeó dos o tres veces, con la ilusión de aliviar la pesadez de sus ojos. Miró su reloj y vio que faltaban todavía dos largas horas para que finalizara su turno y recordó que le tocaba administrar la heparina al paciente de la dos. Aspiró profundo y fue a cumplir con su trabajo.
En el pasillo se cruzó con dos médicos que corrían en dirección a la guardia y uno de ellos le hizo una señal para que los siguiera. Manuel vaciló, el paciente de la dos necesitaba el anticoagulante, pero juzgó que podía esperar. Siguió a los doctores hasta la salita de emergencias donde se encontró frente a un cuadro sangriento.
Hacía tres años que estaba en enfermería y ya casi nada lo horrorizaba, es más, con sus compañeros solían bromear sobre los enfermos y moribundos. Pero la persona, si así podía llamarse a esa masa sanguinolenta e informe que estaba sobre la camilla, le dio impresión.
Los médicos se esforzaban en aplicarle oxígeno mientras una enfermera trataba de despejar la zona de la herida. Manuel se acercó y puso manos a la obra, repuesto de la visión de ese espectáculo rojo.
-Un amigo quiso hacerle una lipo –informó uno de los doctores.
-¿Con qué? –preguntó el otro a la vez que se calzaba guantes y observaba con ojo crítico la lesión que la asistente había limpiado.
-Parece que utilizó una aspiradora industrial.
Manuel lanzó una carcajada y fue blanco de varias miradas de reproche, aunque nadie dijo nada; ya estaban acostumbrados a su sarcasmo.
-El aparato tenía demasiada potencia, el amigo no pudo detenerlo y le succionó los intestinos.
-¡Oh, qué horror! –dijo la enfermera.
-Lo perdemos -anunció el médico, afanándose por reanimar al moribundo-. Se fue. –Se bajó el barbijo y se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano-. Creo que ya nada puede sorprenderme –dijo-, mirá que hacerse una liposucción así…
-El amigo está fuera, llorando –informó la mujer-, dijo que él se lo pidió.
-Un idiota menos –sentenció Manuel, dando media vuelta para volver a sus obligaciones, cuando nuevamente fue detenido:
-Ayudános a despejar y llevarlo a la morgue.
Manuel asintió en silencio y junto a la enfermera se ocupó del cadáver. Los profesionales salieron a dar la fatal noticia.
Una vez listo, relevó a su compañera.
-Yo me encargo.
-Gracias –dijo la joven, que hacía apenas dos semanas que trabajaba en el HIGA.
Manuel tapó el cuerpo, tomó la camilla y partió por la puerta de atrás, no deseaba que los parientes se le fueran encima, llorando sobre un muerto, y para peor, un muerto que había buscado su propio final. “Y todo por el culto a la imagen”, pensó.
Cumpliendo el ritual salió con él con los pies para adelante. Llegó a la morgue y entregó su infortunada carga al forense, quien luego de un intercambio de bromas de humor negro, lo despidió.
-Andate, Manu, que tengo varios fiambres para analizar.
-Que lo disfrutes.
Luego subió al ascensor y volvió hacia el piso donde lo aguardaba el paciente de la dos.