Una noche usted sale a tirar la basura hasta el cesto al borde de la avenida y cuando vuelve a su casa, el viento ha cerrado la reja. Usted se da cuenta de que olvidó las llaves dentro de la casa y se dispone a tocar el timbre. Toca varias veces. Nadie responde. Cómo puede ser que no atiendan, piensa, si su mujer y la nena están en la cocina, levantando la mesa después de la cena. Desde el fondo del patio viene corriendo su perro. Usted le dice Willy y trata de acariciarlo, pero Willy le muestra los colmillos y ladra con furia. En ese momento, se abre la cortina de la casa y una mujer -su esposa- con una nena de cinco años-su hija- lo miran asustadas, con gestos que denotan desconfianza y aprensión. Usted les hace morisquetas, intenta ser gracioso, pero ellas corren las cortinas y bajan las persianas. A usted le gustaría trepar por las rejas y pasar al otro lado, sorprenderlas, sabe que con un poco de esfuerzo podría hacerlo, pero Willy cada vez ladra más y se muestra amenazante, dispuesto a atacar. Por primera vez usted tiene miedo de su perro.
También tiene frío. Son las diez y veinte de la noche, a mediados de junio. Deben hacer dos grados, tal vez menos. Hay viento. Usted está en pantuflas, con un sacón medio ridículo y abajo el pijama viejo. Siempre sale así a tirar la basura.
Vuelve a tocar el timbre. Ya está con un poco de mal humor por esta broma que le hacen su mujer y su hija y de la que, no sabe cómo, participa Willy, a quien usted crió desde cachorro. En el silencio de la noche, oye el timbre sonar dentro de su casa, pero nadie contesta. Pasan unos minutos. Hasta el perro se desentiende y se aleja hacia su cucha.
Usted grita y golpea las manos contra las rejas. Se encienden luces en las casas de sus vecinos. A la derecha, primer piso, se asoma un hombre mayor, de bigotes. Molina, piensa usted, y levanta la mano para saludarlo. Quiere explicarle con pocas palabras la situación, pero acaso por el frío o por un poco de vergüenza, las palabras salen de su boca como resquebrajadas y no logra terminar una frase coherente. Molina cierra su ventana de un portazo. En la casa de la izquierda se abre una ventanita circular, con luz amarilla. Se ve la cara de una anciana. Déjese de hacer ruido o llamo a la policía, le grita la anciana. Mirta, dice usted. Soy yo. Pero Mirta ya ha cerrado los postigos y apagado la luz. Usted entonces retrocede. Es como si quisiera ver todo en perspectiva. Da unos pasos hacia atrás y por culpa de esas pantuflas tropieza en el césped. Cae sobre la bolsa de basura que dejó minutos atrás
Cuando se reincorpora, con cierta dificultad, aparecen los policías. Qué rápido, piensa usted. Le da vergüenza tener que explicar esta broma, encima con esa facha, tener que molestar a estos oficiales por una pavada de esta naturaleza. Y trata de decir esto mismo, pero los policías (son dos, uno gordo y otro flaco, muy alto) tratan de no acercarse demasiado, como si usted les diera asco. El gordo le dice que no quieren complicaciones, que mejor por qué no se va a otro lado, que los vecinos quieren dormir. Entonces usted se ríe y dice que esa es su casa, que usted también quiere dormir. Por arriba del hombro del policía flaco, usted mira si su mujer y su hija, con Willy y los vecinos, Molina y Mirta, salen a aclarar el malentendido. Fueron ellos, dice usted. Es una broma. Me olvidé la llave. Toque el timbre, oficial. Es mi casa. El policía alto y flaco lo agarra del brazo. Vamos, amigo, dice. Te vamos a tener que llevar. Pero esta es mi casa, dice usted, ya bastante nervioso, y trata de gritar el nombre de su mujer y el de su hija. El gordo hace una señal y entre los dos policías lo reducen y lo llevan a la rastra hasta el patrullero. Usted se resiste. Quedate piola, le dice el flaco. No te hagás estropear.
Cuando lo suben al patrullero, el calor que hace adentro parece golpearlo en la cara y usted se afloja. Nunca se sintió tan cansado. Como si la oscuridad pudiera cambiar las cosas, cierra los ojos. No han hecho una cuadra que se duerme. Sueña que camina en la noche y abre unas bolsas de basura, buscando comida. Hunde las manos entre cascaras mojadas y papeles pegajosos. Se mete en la boca, con desesperación, un pedazo de hamburguesa, un pan duro con restos de yerba. Se despierta en una curva, los policías van charlando, la radio a bajo volumen. Quisiera dormirse de nuevo, pero siente que tiene que estar despierto para aclarar esta confusión y volver rápido a su casa. Le duele mucho la cabeza. Frenan en un semáforo, la luz de una vidriera lo ilumina. Se mira el cuerpo. Se toca. Usted es un hombre que huele a mugre. Usted está vestido con harapos. Usted ha comido carne podrida. Ahora entiende. No soñó el hambre. Es un recuerdo del deambular de esa noche. Soñó, sí, y son imágenes que se van apagando, la familia, la pertenencia, la broma del desencuentro.
Mauro De Angelis