Todo pasó de un momento al otro: metió una pierna entera entre los tablones del piso, las maderas se abrieron como una boca de dolor y se vio de pronto con medio cuerpo hundido, colgado hacia el espacio oscuro del sótano. Notó enseguida que se había quebrado o lastimado. No podía mover la pierna que había sido tragada, pero tampoco la otra, la que había acompañado la caída y había quedado enganchada entre unos tablones aún sanos, torcida hacia el costado. El cuerpo tosco y el cansancio no eran buen augurio. Los primeros minutos no atinó a nada, simplemente se quedó quieto, dolorido, tratando de comprender lo que sucedía. El teléfono celular había quedado en el taller. Nadie visitaría la isla hasta la semana siguiente, recién en siete días iría el Negro a llevarle los motores para arreglar. Y antes, en tres días, él debía estar en el pueblo, entregando los motores de lancha reparados y comprando los víveres para el mes. Pensó que no era momento de repasar las obligaciones, sino de salir airoso de la situación. Apoyó sus brazos fuertes en las maderas sanas e hizo palanca para elevar el cuerpo agitado. Subió unos centímetros. Su propio peso desbarató la maniobra, las manos resbalaron y algunas astillas se metieron en el espacio entre las uñas y la carne. Repitió el intento tres veces. En el sótano chillaron un par de ratas y empezaron a correr de un lado al otro. Había aceptado esa convivencia armónica. Dos por tres las oía salir de la cueva y husmear entre la basura, otras veces caminar entre los muebles heredados de la madre, las veía salir corriendo de la casa al taller y perderse en la vegetación. También las había escuchado zapatear en el techo, especialmente de noche. No lo molestaban. Un hombre tiene que saber con quién cuenta en esta vida.
El atardecer se cerraba con un viento feroz. Supo que algunas herramientas corrían el riesgo de ser arrastradas por el aire, estaba casi seguro de haberlas guardado pero también sabía que algunas veces las olvidaba en la entrada del taller, sobre el banco de trabajo, afuera. Puteó en voz alta. No esperaba que alguien lo oyera; a esta hora, en la isla, cerca de su casa, no andaba nadie. Alzó la voz como forma de darse fuerzas, pero inútil como querer hacer eco donde no hay pared que recoja el sonido. Volvió a hacer palanca con sus brazos, la pierna comida por las maderas comenzaba a reaccionar débilmente. La otra pierna, la doblada hacia el costado, parecía muerta. Otra vez el peso de su cuerpo lo mantuvo inmóvil. La puerta se abrió y asomó nítida la Chiche. Estaba joven, con el pelo atado en un rodetito apretado, llevaba el vestido rosa de aquellos años. Lo miró con pena, después se rió. La puta madre, Chiche, ayudame a salir de acá, pensó. Pero no lo dijo. No era fácil hablarle a esa mujer. La Chiche volvió a reírse y le hizo un gesto, quizás le señalaba que estaba transpirado, ojeroso, que no lo veía bien. Caminó hacia la mesa, se cebó un mate frío y lo tomó hasta el final, mirándolo. El dolor en la pierna doblada se intensificó, y el mareo incipiente se transformó en un manto sobre su cabeza. La Chiche seguía mirándolo a los ojos, divertida. Desde el piso, el hombre podía sentir la colonia que desprendía su piel. Vegetal, dulce, tan distinta al hedor de la casa derruida. Luminosa y ágil caminaba la mujer de aquí para allá, con el vestido rosa de sus veinte. Impune y desentendida, la que le había astillado el corazón, la que le había hecho creer que todo era posible, la dueña de sus pesadillas en las noches de pájaros negros y árboles abrumados. Ahora, tantos años después, se preguntaba si debía amarla u odiarla. O ambas a la vez. ¿Amar y odiar son realmente opuestos? ¿Es tan distinta una cosa de la otra? ¿O es un lazo, una cinta que se dobla y cambia de color con un solo movimiento, sutil? Un pescuezo es fácil de torcer, finito como el de una de sus gallinas. La noche parecía vencida en el silencio. Era raro en la isla tanto silencio, siempre los bichos, siempre el agua. Ahora, sólo el reloj a cuerda, el chiste del tiempo sobre la mente nublada y las piernas rotas entre las maderas podridas. Sintió la orina recorrer el camino sobre su piel y la ropa humedecida en una cascadita inmunda. Ni esa dignidad me dejaste, Chiche. ¿Lo decía o lo pensaba?
A las primeras gotas de lluvia le siguieron las quejas de las gallinas. No podía decirse que esos animalitos precarios fueran una buena compañía, pero eran algo. Desde que había muerto su perro, el Moncho, no había querido otro animal del que hacerse cargo que las dos o tres gallinas flacas que de tanto en tanto le daban algún huevo, y, sobre todo, oían estoicas sus quejas. Una persona de bien tiene que poder quejarse. Y si no hay nadie que recoja las puteadas, como el eco que no hay cuando no hay pared que lo soporte, entonces algún ser tiene que servir. Los animales, los árboles, el pasto, la luna, el agua. Ahora las paredes descascaradas y el olor de la lluvia sobre la isla eran los únicos que recibían los gemidos. De la pierna metida hasta el fondo lograba mover el tobillo, aunque con gran dificultad. La otra, la trabada sobre los tablones, seguía quieta como las piedras que quedaban en la orilla cuando el río bajaba. Se oyó llorar. Un hombre como él, llorando por algo así, le pareció increíble. Había llorado, por única vez, cuando su madre había muerto. Al costado de su lecho, con los dedos negros de aceite y el corazón que era una semilla seca. Pero ahora, caído entre las maderas blandas como un elefante cansado, meado, con hambre y sed, las lágrimas eran pedazos de corteza de árbol. La Chiche pasó por detrás, con ese perfume tan suyo, y le rozó la nuca con la punta de los dedos. Hacete la cena, no más, pensó el hombre, pero no lo dijo. Ella no tardó en prender una hornalla, mientras sacaba la cuchilla grande del cajón del medio y la afilaba, torpe. El recuerdo vino como una manga de río entrando en la casa: Chiche lo había esperado aquella vez con un estofado con carne de chancho, de los chanchos que su padre criaba. Aquella noche se había puesto el mismo vestido que llevaba ahora, lánguido, perfumado. Tenía el mismo rodetito en el pelo que dejaba al descubierto unos aritos de oro, y su cuello largo y pálido. Sus dedos y su cuello, esos pétalos blancos que lo volvían tan vulnerable, esas pinceladas transparentes que él besaba hasta quedar sin aliento. En tres meses se casarían, cuando juntara la plata suficiente para comprar el rancho del Tordo. Era joven y fuerte, podría hacer horas extras, hombrear lo que fuera, el sacrificio no era problema. Esa noche hablaron de detalles, de proyectos, de sueños. La Chiche brillaba como una luciérnaga de fiesta, ¿o eran los ojos de él que no podían dejar de encandilarse? Había sido la noche más feliz de su vida, si no fuera porque a la mañana siguiente, cuando iba al criadero del padre, la vio a los apretujones con el Gringo Leiva. Ni siquiera se había cambiado la ropa, ni el peinado, era la misma Chiche que le había cocinado el corazón. La misma y otra, extraña, ajena, a los besos con el gringo ése. ¿Quién sabe cuándo el lazo se da vuelta? ¿Quién sabe bajo qué mecanismo el amor se aviene a la destrucción? Lo recordó, pero no lo dijo.
La deshidratación se hacía sentir. Grillos y aves nocturnas aliviaban el desmayo del silencio. El hombre despertó con el cuerpo entumecido. Ya no llovía, aún no había salido el sol. De golpe el Moncho se sentó a su lado, con el lloriqueo propio de la impotencia. Lo rodeaba una luz espectral y los ojos eran negros como cuando no hay luna. El hombre temió por el perro cuando vio a la mujer con la cuchilla afilada por detrás. Balbuceó algo, tenía la boca pastosa. El Moncho -todo luz- lo miraba a los ojos mientras la mujer le cortaba una oreja, en un corte limpio, seco. Luego rebanaba la otra, con la misma pericia, y las ponía sobre la sartén en el fuego. El perro permanecía inmutable, con los ojos vacíos, la sangre goteaba a los costados. La mujer tarareaba “Doce cascabeles / lleva mi caballo / por la carretera. / Y un par de claveles / al pelo prendido / lleva mi romera” mientras cocinaba los pedazos de carne recién obtenidos. Se sentó y los comió, bocado a bocado, en un espacio de silencio en que los grillos parecieron ponerse de acuerdo y callarse a la vez. El vómito del hombre salió como salen las cosas que no quieren salir. Creyó que eso podría aliviarlo, pero no. ¿No había vomitado también aquella mañana en que la cinta se dio vuelta? ¿Por qué le caían encima los secretos, justo ahora? ¿Cuánto valía el blanco de ese cuello de rosas? ¿Cuánto su dignidad? ¿Cuánto faltaba para que el Negro o alguien lo ayudara a salir del agujero? ¿En qué agujero estaría ahora esa mujer? La transpiración y el dolor se unían para mantenerlo en una nube oscura, mientras amanecía y el canto de los pájaros se volvía estridente.
Alto, en un artefacto a punto de despegar, o de caer, en otro país, un sueño cumplido, un anhelo, tan temido como se puede temer a lo que se ha deseado toda la vida. La sensación en las tripas, los oídos tapados, el viaje a través del aire compacto de la altura. La tierra de la madre, la única mujer que había hecho valer sus lágrimas. ¿No pasaba el día, acaso, hablando de su terruño, de aquellas comidas, de cómo fue llegar a Argentina a los diez años? ¿No le molestaba acaso a su marido que ella evocara con tanta pasión su patria? La voz de ella había sido más fuerte, los relatos de infancia y el apego por dos o tres fotos viejísimas en Vigo, habían calado profundo en ese niño arisco que ahora era un hombre en un avión sin comandante, con el cuerpo presto a la experiencia. La voz de la madre, otra vez: “Y la carreta que va delante / mil campanillas lleva sonando”. Alto, a punto de despegar o de caer. Y luego el derrumbe, entre los pedazos de madera viejos y el aire negro del sótano, con las ratas haciendo ruido. Promediaba la mañana, el calor se hacía sentir sobre las chapas del techo y la vegetación. El viento de la noche anterior había desparramado las herramientas y el teléfono celular entre los pastizales. El aroma dulce de las azucenas se mezclaba con el de los eucaliptos rozagantes por la lluvia. El verde brillaba como nunca. El hombre colgado de las maderas, sucio y dormido, no sintió los primeros mordiscos. No podría recordar los detalles de la furia de la mañana en que se deshizo la mentira, ni en sueños ni despierto. Todo quedó hecho una bola confusa en la mente. Sólo sabe que hubo trompadas, las manos hundidas en el cuello largo, fósforos, pastos secos, pelos chamuscados, el olor, las cenizas. La pala, el pozo. La Chiche, con los ojos que eran dos bocas hablándole a la vez y la boca que era un ojo sin lengua. La huida. La isla. Empezar de cero, como una rata solitaria.
El último recuerdo entró como un fuego entre las manos: el rebenque lo azotaba y él cargaba sólo cinco años. ¿La rabia enloquecida de la madre? Hecho un bollito, temblaba escondido entre los arbustos del fondo. Era la primera de las que vendrían después. Aquella vez también vomitó, y corrió hacia el río hasta sentir el agua sobre el cuello. Entre juego y tragedia, ensayó hundirse sin asomar la cabeza, aguantar el aire, ser una piedra en el fondo de barro, no sentir, no sentir, no sentir nunca más. Supo no sentir. Entre las piernas destruidas y el desmayo definitivo, el agua del recuerdo caía ahora en la memoria y en las gotas de transpiración ¿Quién dejaba caer el agua, o las lágrimas, o la sangre?
Cuando el Negro entró a la casa, el olor tapiaba el aire del lugar. El hombre era una marioneta mal armada, sin dedos en el pie derecho, con la boca abierta y gris de lo reseca. Tuvo varios segundos para interpretar la escena, para entender algo que, de todos modos, nunca entendería.
Carolina Bugnone