Los caballos se amontonaban en las proximidades del puerto. Algunos carruajes, ya desprovistos de carga y ocupantes, obstaculizaban los maltrechos caminos, por lo que ya eran muchos los hombres que debían recorrer los últimos tramos de a pie, chapoteando entre el barro y llevando consigo a sus familias y a las pocas pertenencias que habían podido alzar cuando comenzó el éxodo.
Es el hambre, decían unos; es por la peste, respondían otros. Es hora de arrepentirse, terciaban no pocos. De última, fuera por lo que fuera, la idea estaba clara: había que huir, retornar a los viejos y ondulantes brazos del agua que una vez los había visto nacer y posteriormente escapar de ella para solicitar asilo en las por entonces nuevas adquisiciones verdes del planeta. Da lo mismo, dijeron algunos menos esperanzados, ¿para qué escapar si todo será igual lleguemos adonde lleguemos… o acaso el mar es lo suficientemente poderoso como para impedir el paso de la muerte?
Como fuera, lo cierto es que después de un tiempo ya estaban todos en los barcos, con la mirada perdida en el horizonte e intentando leer en esa línea sutil y borrosa alguna verdad oculta que susurrara cosas acerca de su futuro, como si ese patético ejercicio de aprendiz de quiromante les brindara algún gramo de esperanza.
Los mapas, craso error, habían sido dejados atrás. Los inútiles intentos por ponerse de acuerdo en tierra sólo condujeron a una quema generalizada de aquellos incompletos pero necesarios instrumentos. Que si tras las fronteras conocidas habitaban los monstruos, que si daba lo mismo ir hacia el norte o hacia el sur, todo rápidamente quedó olvidado cuando el fuego consumió las amarillentas pieles ya curtidas por los años y los vientos centenarios. Y entonces, siendo ya tarde para lamentos y retrocesos, la furia del destino les asestó su golpe más certero y demoledor. A escasa distancia de la nave que encabezaba la flota, el borde tan temido –y quizás por tan temido tan silenciado- se hizo presente. Incapaces de volver sobre sus pasos, nave tras nave fue precipitándose hacia el abismo que se abría ante ellos. Mientras la Tierra plana les mostraba el filoso límite de la existencia, la gravedad y el terror acumulado terminaron arrastrándolos a todos hacia un oscuro final.
Durante la caída, los vigías apenas tuvieron tiempo de anunciar unas buenas nuevas que al final quedaron en nada. Porque como todos sabemos, si bien es bastante probable sobrevivir al choque contra una superficie más o menos mullida como la del lomo de uno de los elefantes que soportan el peso de la Tierra, nunca se ha sabido de tripulación alguna que haya salido victoriosa de su encuentro con el duro caparazón de la anciana tortuga que nos mantiene a todos en equilibrio.