Fecha de vencimiento

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Miguel le había dicho que la casita de la costa era “su lugar en el mundo”. La última vez mandó fotos del fuego del hogar, un atardecer, hasta su nombre escrito en la arena. “Así de cursi me tenés”, le escribió. “Querría estar allá con vos”, contestó Lorena. Ahora era un plan concreto que sentía como un gran paso. Un punto de inflexión. Estaba contenta pero no podía contarlo. Había aprendido de su madre que los únicos secretos seguros son los que no se comparten. 

Lorena fingía no llevar la cuenta, pero sabía exactamente que en diecisiete días  cumplirían medio año juntos. Era la primera vez que iban a compartir la noche entera. No una, sino dos, porque habían arreglado salir el viernes a la tarde y aprovechar. Habían acordado que lo más prudente era no cenar en restaurantes, era mejor pensar el viaje entero como si fueran a una isla desierta. Que Miguel fuera solo a comprar pan o leña. “Mirá que lo único que sé hacer es asado”, le había advertido él. Pretendía llevar la carne, algún paquete de fideos y resolver el resto de las comidas comprando a una señora que tiene una rotisería en su casa. Lorena dijo que no, que ella cocinaba. 

Hizo una lista de todo lo que iba a necesitar. Se acordó de su madre preparándose para los fines de semana en la casa del country. Hacía el bolso de Lorena, el de ella y también el del padre. La comida se llevaba en dos canastos desde Capital: las verduras, la carne, la leche Nido, una lata de Butter Cookies, una botella de vino o dos si esperaban recibir visitas, lentejas para hacer un guiso. No había proveeduría y a su madre no le gustaba ir al almacén del barrio lindante. 

Lorena incluyó chocolate amargo, queso, castañas de cajú, sal marina. El fin de semana anterior fue al barrio chino a comprar aceite de sésamo que quería usar para aderezar una ensalada de pepinos que al final fueron más difíciles de conseguir que el aceite, porque recién estaba empezando la temporada y su verdulero no los tuvo hasta el jueves antes del viaje. 

Hubo tránsito hasta el peaje de Hudson, después ya no tanto. A fines de septiembre es un placer la ruta 2, después la 11, ir dejando atrás las luces, el ruido, entrar por el camino de tierra a 30 kilómetros por hora. Miguel había comprado la casa tres años antes. Sin visitarla, solo por fotos y la ubicación en Google Maps. “Una oportunidad”, le dijo a la esposa. “Un favor”, le contestó ella. Y tenía razón: un conocido necesitaba desprenderse, cobrar rápido. El plan era pagar barato, arreglarla, venderla. Pero el último paso nunca ocurrió. Tampoco la habían arreglado demasiado. La esposa le dedicó un verano y punto. Compró una mesa de comedor, una cómoda antigua que encontró en el Mercado de las Pulgas y fue una pesadilla trasladar. Contrató a un carpintero de Villa Gesell para cambiar los muebles de la cocina y hacer un revestimiento nuevo al placard de la habitación principal. Al verano siguiente, no quiso ir. Decía que la casa estaba lejos de la playa, que no iba a estar cargando las cosas del bebé y que un nene tan chiquito necesitaba sombra, un balneario o al menos una carpa. Que para estar en el bosque no se iba a la costa y que además la casa era para vender, que en eso habían quedado. Mientras esperaban que se reactivara el mercado inmobiliario, iba solo Miguel. Dos o tres días cuando necesitaba despejarse, concentrarse en un proyecto, encerrarse a terminar un guión. 

El fin de semana que llevó a Lorena no escribió nada. La computadora estuvo en la mesa ratona, siempre cerrada. Sí le leyó un texto en el que estaba trabajando, pero solo un fragmento marcado con resaltador por el que estaba discutiendo con el productor. Lorena le dijo que él tenía razón, que su idea era mejor, más orgánica con la historia y los personajes. Miguel la besó. Estaban tomando vino tinto en vasos porque no podían encontrar las copas. Lorena había empezado a revisar la alacena sin suerte. Encontró vasos de plástico, tazas sueltas, cazuelas de barro, una azucarera con el azúcar hecha un mazacote a rasquetear. En la casa del country su madre la guardaba con granos de café, y la sal con granos de arroz. Era esperable hacer lo mismo en la casa de la costa, con el aire tan húmedo. Si esta casa fuera de ella, pensó, las cosas se harían distinto. 

Su departamento estaba siempre organizado. Hasta ahora solo se habían visto ahí. Esperaba que la casa de la costa fuera una ventana al mundo de él y en cierta forma lo era: no podía discernir qué era de Miguel y qué de la esposa. Sospechaba de la manta de lana de punto grueso volcada con calculada informalidad sobre el sillón, del jabón artesanal aroma a lavandas del baño, de los adornos sobre la mesa de arrime, de la mesa misma. También de las sábanas de la habitación, suaves aunque con un dejo de olor a humedad. 

El sexo sin apuro era una novedad. Compartir un rato largo en la cama, también. “Despertame en veinte”, le pedía él a veces en el departamento sabiendo que Lorena no iba a ser capaz de dormir. Acá también le costaba. Los ruidos de la casa, los ruidos de él. Todo ajeno. 

Con cuidado de evitar a los vecinos dieron una vuelta entre pinos, bajaron por las calles internas para caminar en la playa. Ya era primavera pero todavía estaba fresco. Ella estaba abrigada pero le dijo “tengo frío” y él abrió su campera para que lo abrazara y se metiera dentro. “Me gusta la vida con vos, acá y ahora”, le dijo y le besó la parte superior de la cabeza mientras ella se acurrucaba. 

Volvieron a la casa para cenar. A ella le gustó tenerlo alrededor mientras cocinaba. Miguel mojaba pancitos en la salsa o le acercaba cubos de queso para darle en la boca mientras ella cortaba los pepinos. Usó un chorrito del aceite de sésamo y lo apoyó en la mesada. Él lo subió a la alacena recién el domingo cuando despejó la cocina, después de cerrar los postigones de las ventanas. 

El viaje de vuelta fue triste y lento. Miguel manejaba despacio para evitar las fotomultas. “La última vez me agarraron en Madariaga, una fortuna”, le explicó. También le dijo que no le importaba ir despacio porque en algún punto no quería volver. Le apoyó la mano en el muslo y le dijo que la iba a extrañar esa noche. Después volvió la vista al frente y levantó la mano para poner tercera. 

Cuando tres meses después Miguel le dijo que iba a pasar Navidad en la casa de la costa lo primero que preguntó Lorena fue con quién. “Con mi suegra”, contestó. A la esposa y al hijo no necesitaba mencionarlos. El 24 a la tarde, mientras cortaba pepinos para otra ensalada, Lorena pensó en el aceite de sésamo y sonrío. Era su huella arqueológica. Picó cebolla y lloró. Se preguntó qué diría la esposa, cuánto tiempo tendrían que esperar para mostrarse juntos, si eventualmente el hijo de Miguel podría llegar a aceptarla. 

El 24 a la noche en la casa de la costa cenaron asado. La esposa había comprado copas de vino porque Miguel le advirtió que no había. Aprovechó y también compró de champagne. Tuvo que hacer lugar para guardarlas en la alacena: tiró el salero apelmazado, hirvió agua para poder disolver el contenido sólido y salvar la azucarera. Ubicó juntos el aceite de girasol y el de oliva. Después del feriado tendrían que comprar más. Vio la botella de aceite de sésamo, la abrió y olió. Parecía estar bien. Chequeó la fecha de vencimiento, le quedaba más de un año todavía. La cerró bien y la tiró a la basura.

Marina Abiuso

Marina Abiuso
Marina Abiuso
Nació en Buenos Aires en 1983. Es periodista. Coautora de Amalita (2013), biografía no autorizada de Amalia Lacroze de Fortabat. Fue redactora de la revista Noticias, los diarios Perfil y Clarín, entre otras publicaciones. Trabajó en Telenoche, A dos voces y la señal de noticias TN. Coordina el espacio “Punto de Encuentro” de DiarioAR y Amnistía Internacional Argentina. Gelatina libre es su primera novela.

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