Jaroslav Lem, el malabarista, era un gran fumador. En tantos años, desde que se había incorporó al circo, nadie lo vio sin un cigarrillo en la boca. Fumaba con elegancia y apasionamiento. No escatimaba tabaco. Para él, siempre había una ocasión para abrir su cajetilla de plata y disfrutar un buen cigarro.
Ese vicio tan arraigado le trajo inconvenientes en su labor como malabarista, porque apenas podía tolerar la abstinencia cuando actuaba. Su hambre era tal que dejaba siempre un cigarro encendido tras la cortina del escenario. Mientras lo aplaudían, Jaroslav metía su cabeza por la cortina, como si buscara algún elemento para su actuación, y daba pitadas desesperadas. Varias veces estuvo cerca de provocar una tragedia. La última vez fue amenazado por el dueño del circo. Gritándole enfrente de sus compañeros, le prohibió fumar “ni un solo cigarrito” si no quería ser despedido de inmediato.
Estas desavenencias le hacían extrañar su tierra natal; lo inundaba la nostalgia por el patio de su vieja casa, donde su padre, un aclamado artista de variedades, le había transmitido los secretos del malabarismo y también la pasión por el tabaco. En esa época no había problemas si un malabarista fumaba como un loco; es más, era considerado un orgullo y casi una obligación de un artista del malabarismo fumar mientras se ensayaban difíciles acrobacias.
Qué distinto era todo ahora, tener que esconderse como un ladrón, obligado a estar agazapado, pendiente del movimiento de los demás, sin poder tirar el humo como a él le gustaba, sin ver que la habitación se llenara lentamente de volátiles figuras, que acaso en su mente anticipaban piruetas novedosas.
La amenaza de despido era lo más doloroso. Qué deshonra vivir bajo semejante intimidación, como si su valor artístico no sirviera para nada, como si fumar arruinara toda la magia que él creaba en el escenario, donde nadie del público se fijaba en su vicio, hipnotizados como estaban por el sortilegio de su habilidad.
Después de haber sido insultado por el dueño, Jaroslav Lem subió una noche a escena y realizó una prueba que había visto hacer a su padre, casi cuarenta años atrás. Él era un chico flaquito y rubio, pálido como un fantasma, en el fondo de su casa, mirando como su padre mantenía en el aire cuatro cuchillos afilados, que daban vueltas y vueltas a una velocidad cada vez más vertiginosa hasta volverse casi invisibles. Siempre recordará la sonrisa de su padre al finalizar el acto y la advertencia: Sólo un experto puede hacer el acto de los cuatro cuchillos. Nadie más que un experto.
Durante su última noche en el circo, vestido con su mejor traje en medio de la arena, ante un publico que tiritaba de frío (estaban al sur del país) Jaroslav no sacó sus típicas tazas de té china ni sus pelotas de colores, sino que extrajo lentamente de su saco dos enormes cuchillos de cocina y otros dos cuchillos de mesa que había robado del vagón comedor y ante el asombro de la gente empezó –por primera vez, sin haberlo practicado nunca- su acto.
Se cortó un poco la mano, es cierto, pero el cuarteto de cuchillos giró y giró en el aire, deteniendo el aliento del público, mientras las gotas de sangre caían en la arena.
El dueño del circo gritaba “está loco, está borracho”. Los payasos y los tramoyistas miraban sin saber qué hacer.
Después de dos minutos, Jaroslav dejó caer, uno a uno, los cuchillos en la arena, donde permanecieron clavados. Entonces sacó un cigarro importado, de casi quince centímetros y ante el aplauso del público, lo encendió y dio una gran pitada.
Envuelto en humo, Jaroslav Lem hizo una reverencia de despedida.
Mauro De Angelis