La milonga Un baile a beneficio (de J. C. Caviello y J. A. Fernández) narra la llegada de siete amigos a una fiesta. El baile es a beneficio de un reo preso en Devoto. El narrador exhibe la debilidad del Peludo Santillán, uno de los amigos, en la siguiente estrofa:
Al buffet por la bebida
fui yo, Tinto y el Peludo
que ya estaba medio mudo
de la curda que tenía.
En medio del baile surge un incidente infausto: alguien pisa el juanete del Loco Juan. El narrador se queja:
Pero hay que ver amigo,
siempre le pisan el juanete al Loco.
También, si el Loco tiene un juanete
que parece una milanesa.
Se produce una pelea que pronto se extiende a todos los asistentes. El Peludo interviene de nuevo: en el momento de máxima excitación lanza un disparo con su revólver. Se produce el desbande de los invitados y el final de la fiesta. Los amigos se van. El narrador y Pantaleón se llevan un bandoneón y un piloto. Hasta este punto llega el relato de Un baile a beneficio.
Quizá aún menos confiable sea el texto que sigue, y que agrega detalles a la historia del Peludo Santillán. Lo reproducimos para los espíritus curiosos y poco exigentes en cuanto a la fiabilidad de las fuentes. El Peludo nació el 7 de febrero de 1901. Durante el día trabajaba en una oficina de la aduana. Por las noches era frecuente encontrarlo en los bailes de barrio. Su zona habitual era el sur de la ciudad de Buenos Aires. Luego de beber unas copas, hacía demostraciones de su pericia para bailar el tango. Un 25 de mayo fue, con Pantaleón y el Loco Juan, al club de Villa Lugano; un lugar donde, a cambio de un ambiente decente, se debía pagar el precio de entrar desarmado. El Peludo se las arregló para iniciar una conversación con una de las mujeres más hermosas del lugar. Luego de un rato estaban bailando. El Peludo parecía ansioso por demostrar lo que mejor sabía hacer. Ya era tarde cuando otra pareja virtuosa comenzó a bailar junto al Peludo y su compañera. El resto de las parejas se apartaron poco a poco, hasta que fue evidente el desarrollo de un duelo tácito. El Peludo se esforzó por presentar ante el público todas las figuras que aprendió de su pariente, el famoso Pardo Santillán, en las fiestas de Palermo. Guiaba con destreza a su compañera con las yemas de los dedos, haciendo pivotes, arrastraditas y ochos. El alcohol o el cansancio le hicieron trastabillar un par de veces. Su contrincante bailaba con la seguridad de quien no necesita firuletes para demostrar lo que sabe. Tenía el estilo que sólo podía aprenderse en los prostíbulos. Fue quien recibió los mayores aplausos. La orquesta dejó de tocar y se hizo silencio en toda la sala. El desconocido dirigió una mirada torva al Peludo. Otros, detrás, lo miraban de la misma manera. Al Peludo le pareció adivinar en esas miradas y en esos rostros los indicios de una vieja ofensa, producida quizá por su tendencia a desenfundar el revólver con demasiada facilidad. No recordaba los detalles. No eran relevantes en ese momento. Uno de espectadores arrojó un cuchillo que se clavó en el piso, indicando el inicio del verdadero duelo. El Peludo llevó su mano, en forma inconsciente, a su costado, pero el revólver no estaba. Pasaron unos segundos tensos. Cada uno esperaba que el otro hiciera el primer movimiento. En un silencio casi completo, solo se escuchaban murmullos, roces y pasos cortos de individuos que se alejaban, presintiendo el desmadre de la fiesta, o que se reubicaban para colocarse por detrás del Peludo. Buscó, con la mirada, a sus amigos, pero no los encontró. Entonces, manteniéndose a cierta distancia, levantó los puños a la altura de la cara y comenzó a dar pequeños saltos a los costados. Tiraba golpes cortos al aire, al estilo de Firpo. Lanzó un uppercut que le hizo dar una vuelta completa, se tambaleó con pasos de borracho y cayó al piso, donde quedó tendido. El desconocido frunció el rostro picado de viruela e hizo una mueca que fue, quizá, una sonrisa. Dio media vuelta y se marchó, seguido por sus compañeros. Al Peludo hubo que llevarlo en andas.
Dicen que el nombre del desconocido era Ovidio José Bianquet, o el Cachafaz, el mejor bailarín de tango que hubo o habrá; el que derrotó no solo al Peludo, sino también al famoso Pardo Santillán. El Cachafaz murió en Mar del Plata, en el verano del 42, en su ley: bailando un tango. Dicen también que el Peludo nunca volvió a Villa Lugano y que, aquella noche, en contra de su costumbre, no estaba borracho.
Miguel Hoyuelos