El niño obediente

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Trataba de dormir y no lo lograba. Había sido un día excepcional, aunque dudaba si lo vivido en las últimas horas había ocurrido de verdad. Se incorporó una vez más y encendió la computadora, a ver si encontraba alguna noticia reciente sobre su pueblo. También puso la tele. No aparecía nada. Era demasiado pronto. 

¿Estarán matando a todos? Sonrió amargamente. Se lo tienen merecido, por ser un pueblo tan fenicio. Lo que no lograba entender era por qué su madre había sido la primera. Su casa estaba casi saliendo del pueblo, en la zona donde empezaban los médanos, y esa era la única razón que encontraba para que hubieran empezado por ahí. O que hubiera sido un mensaje para él. ¿Qué le querrían decir?  

…..

Doña Rosa le había telefoneado ese mismo día, casi a mediodía. No se explicaba cómo habría conseguido su número de celular. La única que lo tenía en el pueblo era su madre. Con voz temblorosa la vecina de toda la vida le había pasado el parte de novedades. Que nadie sabía cómo había ocurrido el accidente. Que la encontraron en el acceso al pueblo que comunicaba con la ruta, a dos cuadras de la casa. Que creían que había sido una moto. Que estaba llena de cortes que sangraban. Que la ambulancia tardó muchísimo. Que el médico no entendía o no sabía o no quería decir nada. Que preguntaban por algún pariente cercano. Que era cosa de horas. Que tenía que viajar urgente.

Él le avisó a su socio que se iba. Hablaban muy poco de sus vidas. Ni sabía que tenía madre y que venía de un pueblo cercano.  Y eso que hacía tres años que andaban con ese emprendimiento en común que diariamente se afianzaba.  Eran buenas épocas para los que se animaban. 

Antes de salir a la ruta pasó por su departamento para llevar algo de ropa. Ya en Mar Chiquita, en los kilómetros siguientes a la casilla del peaje, las vio. Eran miles y miles. No las recordaba, o al menos no recordaba tanta cantidad, y tan cercanas al asfalto. Era extraño. Y qué raro que no las hubieran rociado con herbicidas. Los concesionarios de la ruta tenían que proteger su negocio, o quizás lo habían hecho y no había servido de nada.  Pensó en cómo le gustaría tener el curro del peaje en sus manos. Guita fácil y en cantidad. 

Entre Punta Médanos y la entrada a Mar de Ajó era igual. Lo llamativo era que no había ninguna detrás del alambrado. Todas, absolutamente todas, estaban bien pegadas a la ruta. Y si bien no podía asegurarlo por la velocidad a la que viajaba, ellas parecían moverse, aunque seguramente sería el efecto de la intensa brisa de verano que venía del mar, tan cercano en esa parte del recorrido. Por el espejo retrovisor creyó ver que algunas ya estaban sobre la ruta. Se sorprendió de lo afectado que estaba por la situación de su madre.   

Llegó al hospital y rápidamente ubicó al médico. Era muy joven y él desconfió de entrada. Tuvo ganas de pedirle su matrícula o su credencial. El médico lo puso al tanto de la gravedad del cuadro. Lo hizo a desgano, parecía estar en otro lado. Dijo que ella estaba sedada y a consecuencia de la patología que sufría hacía años, la edad y sus heridas no creían que llegaría al día siguiente. Agregó que si la hubieran atendido enseguida otro sería el pronóstico. Deslizó un comentario despectivo acerca de los habitantes del pueblo. Había estado mucho tiempo tirada, desangrándose en la banquina. 

Hacía más de una década que él se había ido, y volvía de tanto en tanto y por unas pocas horas. No tenía amigos allí ni nada que lo atara, ni siquiera su madre, a quien sentía como alguien lejano, como si no fuera quien lo había parido. El pueblo le desagradaba y ni siquiera podía ver en él una oportunidad de negocio. Fue a la cada vez más pequeña casa y observó el inmenso terreno contiguo que había sido de la familia y que él había convertido en dinero para iniciar su emprendimiento financiero en Mar del Plata. No entendía por qué sus nuevos dueños aún no habían iniciado la construcción de los dúplex proyectados. 

El terreno estaba ahora inundado de cortaderas, y no solo estaban en el que había sido suyo. Se extendían más allá, miles y miles de plumerillos que se agitaban y parecían comunicarse entre sí. No había tantas la última vez que había venido a su pueblo. 

Tomó una lenta ducha, picó algo de la heladera, vio tele sin mirar y contestó los mensajes de su secretaria. En un rato tendría que ir nuevamente al hospital. Ya se quería volver y abandonar ese pueblo lleno de esquilmadores de turistas veraniegos, sin otro horizonte que hacer plata.

Cuando salió con el auto, luego de una siesta en su cama de siempre y ya de nunca más, recordó la última vez que había estado, los discursos apocalípticos de su madre que al pasar de los años se habían intensificado con sus horas diarias de iglesia. Ya habían pasado seis meses de eso. Una cortadera había trepado por la vereda, donde aún había arena. Se sintió observado, como cuando lo saludó el joven que estaba de seguridad en el hospital, vigilando quien sabe qué. No lo recibían bien en ese lugar.

Tuvo que esperar un buen rato en un pasillo. Su madre se había agravado y el hospital estaba colapsado. A cada momento ingresaba gente en camillas, sangrantes, algunos gritando de dolor, con caras y cuellos cortajeados. Alrededor de las ocho de la noche recibió la noticia como si estuviera escuchando por la tele la información de los números que habían salido en la quiniela del día anterior. Mecánicamente agradeció al médico y se alegró de no haber bajado del auto el bolso con la ropa. Ya era de noche, pero si le metía pata llegaría a tiempo para ir a la parrilla de siempre. Después vería como organizaría el sepelio desde Mar del Plata. 

En el acceso al pueblo había más cortaderas que hacía unas horas atrás, ya ahora muy cercanas a las salpicadas casas de los arrabales. Estaba oscuro, la luna se volvía cómplice para permitir la retaliación. Estaban en los bordes del asfalto, agitaban sus ramas mostrando sus filos, mientras los plumerillos cual cabezas de hidras giraban y enfocaban sus miradas hacia el centro del pueblo. 

Recordó las directivas de su madre cuando le impedía ir a la zona de médanos y al bajo posterior, que no se acercara a las cortaderas, que no las tocara, que le iban a cortar las manos y que estaba lleno de víboras yararás. Que se quedara con ella a dormir la siesta. Y eso duró hasta que él tuvo doce o trece años. Cuando comenzó la tortura del secundario zafó de la siesta compartida, pero nunca salía solo, ni a jugar entre las cortaderas ni a ningún otro lado. Y siempre había sido un niño obediente, hasta que, odiado de la gente del pueblo, se fue y durante meses su madre ni siquiera sabía dónde vivía. En Mar del Plata seguía solo, en su lujoso departamento. Era exitoso en lo suyo. Prestar dinero y cobrarlo con varios billetes más en el fajo era un negocio fácil, y le gustaba. 

Cuando dejó la rotonda atrás, había un mar de plumerillos que se erguían amenazantes, casi subidos a la ruta, miles de espadas que se agitaban. Tuvo que aminorar la marcha. Quinientos metros más adelante ya no se podía avanzar. Las cortaderas ya cubrían la ruta y tuvo que detenerse. Al frente de la tropa estaba una de ellas. Era majestuosa, parecía ser la jefa. Sintió sus ojos sobre él, aunque no podría decir donde estaban. Movía los plumerillos hacia un lado y hacia el otro como negando algo. De repente se apartó como permitiéndole el paso y miles de cortaderas la imitaron. Comenzó a avanzar por el pasillo que le abrían. Hasta Punta Médanos circuló entre ellas, sin rozarlas, respetándolas.

….     

Seguía sin poder dormir. Finalmente creyó entrever el mensaje. Debía regresar para ser testigo. A disfrutar de la desaparición del pueblo. Ni bien pasó del peaje de Mar Chiquita aparecieron las cortaderas. Amanecía cuando dobló la primera curva mientras incrementaba la velocidad y las vio a todas, ahora sobre el asfalto cerrándole el paso. Había kilómetros de ellas. La que mandaba estaba al frente y esta vez no lo dejaba pasar. En ese instante infinito comprendió. No era para ser testigo. Él también estaba condenado como lo había estado ella. Pegó el volantazo, no quiso atropellarlas. Aceleró, siguiendo el consejo de su madre, hasta incrustarse, definitivo en el tronco de un pino.  


Juan José Lakonich

Juan José Lakonich
Juan José Lakonich
Nació en Quilmes (Pcia. de Bs. As.) en 1964. Pasó su infancia y adolescencia en San Bernardo del Tuyú, adonde regresa cada tanto. Es psicólogo y vive en Mar del Plata desde 1983, donde se ha desempeñado como docente y director de escuelas secundarias. Actualmente es docente universitario en las Facultades de Psicología y de Humanidades de la UNMDP. En el campo académico ha participado como coautor del “El compromiso social de la universidad latinoamericana del siglo XXI: entre el debate y la acción” y en “Dispositivos situacionales para andamiar procesos de inclusión educativa”. En la ficción ha publicado la novela breve Entre rotondas y otros relatos (2019) y desde hace algunos años trabaja en una saga policial negra con eje en el mismo personaje y que transcurre en la ciudad de Mar del Plata, cuyas primeros cuatro volúmenes fueron Juan casi Domingo (2021), A dique seco (2022), Al costado de la ruta (2023) y Con las piernas cortadas (2024). Escribe regularmente como columnista de opinión en el suplemento Bs.As./12 dentro del diario Pág./12.

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