El misterio de la calle 29 de Febrero

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Los más viejos recuerdan que allá por el año veinte existió aquí una calle denominada 29 de Febrero.

Algunos dicen que estaba ahí nomás de la calle 25 de Mayo, y otros cisman con que en realidad era la continuación de 11 de Septiembre, o de 12 de Octubre. Están, por otra parte, quienes afirman que debió su nombre al hecho de que un 29 de febrero de mil ochocientos treinta y pico el mismísimo Juan Manuel de Rosas persiguió y alcanzó —con el consiguiente estropicio de dientes, lomos y ánimos— a unos ladrones de ganado, hecho que después algún memorioso habría querido honrar con la callecita de marras.

Juan Pablo Uriona, historiador de la zona, afirma en cambio que el 29 de febrero de 1871, en un descampado del lugar, se jugó el primer partido de fútbol entre cristianos e indios y que, debido al completo desconocimiento del reglamento por parte de ambos bandos, la escaramuza deportiva terminó en una concienzuda masacre, que era lo que mejor les salía en aquellos años a cristianos e indios cuando se juntaban.

Como sea, el tiempo fue hundiendo inexorablemente toda posibilidad de recuperar la memoria originaria de la calle 29 de Febrero: ya nunca se sabrá dónde estaba exactamente, ni cuál fue la razón por la que se le impuso tal nombre.

Otro hecho relacionado con esa arteria local, en cambio, ha quedado suficientemente grabado en la memoria de los lugareños al punto de que nadie lo discute. Se trata, qué duda cabe, de una característica mucho más interesante que aquellas minucias relacionadas con el nombre o la ubicación de la 29 de Febrero.

En efecto; los pocos que han conseguido sobrepasar los noventa años y conservan no obstante los recuerdos del barrio, sostienen que la calle 29 de Febrero sólo estaba en su lugar durante los años bisiestos.

Concienzudas investigaciones y testimonios sin mancha conducen a concluir que efectivamente así era. La calle, como todas sus congéneres, constaba en aquellos tiempos de algunas casas aisladas, chatas y cuadradas; uno que otro negocio, almacenes y charcuterías los más; también algunos corralones. Los vecinos se conocían bien entre ellos, y por supuesto también cultivaban relaciones amistosas con los de las calles aledañas. Los chiquilines, que abundaban, concurrían a la escuela de la zona, ubicada en una paralela cercana a la 29 de Febrero.

Pero todo esto sucedía únicamente en el curso de cada año bisiesto. Es decir, cada cuatro años. Durante los tres siguientes la calle, con su gente y sus construcciones, desaparecía del mapa como si nunca hubiera existido y quienes vivían de un lado y otro de la 29 de Febrero, veían acortados sus trayectos exactamente en una cuadra, por falta de aquélla. Los niños que la habitaban ni concurrían a la escuela ni pasaban, claro, de grado; los cobradores daban grandes rodeos en infructuosa búsqueda de los comercios desaparecidos y más de un novio, dicen, se suicidó desesperado de amor en la desconocida esquina en la que antes campeaba el balcón de la amada.

Entonces el barrio entero se sumía en comentarios y cavilaciones, sin hallar razón valedera para semejante portento.

Las intervenciones de la policía local, escasa y atareada también por aquellos días, nunca echaron luz sobre la periódica desaparición de la calle 29 de Febrero y todo lo adherido a ella. Las autoridades municipales no tuvieron mejor suerte: cuando tenía que desaparecer, la progresista arteria desaparecía. Cada primero de año del siguiente a un bisiesto se la tragaba la tierra.

Claro está que con el tiempo, como siempre sucede, los vecinos fueron acostumbrándose al invariable y periódico escamoteo que sufría la ciudad. Los acreedores calmaban sus iras, las maestras dejaban de preguntar por aquellos pilluelos faltadores y los guardas del tranvía ya no voceaban a la 29 de Febrero como próxima parada. Se volvía entonces a una razonable normalidad, y poco a poco se dejaba de hablar del extravagante asunto.

El caso es que transcurridos tres años, el comienzo de un nuevo bisiesto operaba el milagro: al amanecer del primero de enero, los lugareños que habían pasado el último trienio separados por una cuadra descubrían que ahora lo estaban por dos.

Porque allí, en su lugar, estaba la calle 29 de Febrero.

Y después de tanto tiempo sonaba alegre el yunque del herrero de mitad de cuadra, como si nada hubiera pasado, atareándose con unas rejas que debería haber entregado a su dueño tres diciembres atrás; la novia del balcón, tan joven como la última vez que había sido vista, recorría apurada las pocas veredas que la separaban de la casa de su enamorado, ayuna del trágico fin del infortunado; los niños regresaban a la escuela tan niños como antes para encontrar a sus antiguos condiscípulos varios grados por delante; y los comerciantes de la 29 de Febrero abrían sus escaparates como si nada hubiese pasado, exhibiendo sus mercaderías algo pasadas de moda pero por cierto a buen precio.

Se abrazaban los amigos reencontrados, volvían a misa los creyentes, reverdecían noviazgos y amoríos. Aquella buena gente del año diez daba pronto por superada toda cuestión que tuviera su origen en la ausencia de la calle huidiza. Así transcurría el año bisiesto, con su 29 de febrero y con la calle 29 de Febrero también. Los niños pasaban de grado, los ambiciosos prosperaban y los ancianos morían.

Todo estaba, pues, en orden; pero al primer instante del año siguiente, la 29 de Febrero había desaparecido sin dejar rastro alguno, como no fueran más amores pulverizados, pagarés deshonrados y grados escolares repetidos por ausencia.

Hasta que un buen día la municipalidad, entonces en manos de los conservadores, decidió tomar cartas en el asunto. Es que a la naturalidad con que los vecinos tomaban la desaparición periódica de la calle, los funcionarios oponían en cambio un fastidio creciente ante lo que consideraban una burla abierta al orden público. Tras intensas deliberaciones y consultas reservadísimas con la Gobernación se decidió cortar por lo sano: se esperó pacientemente a que la 29 de Febrero hiciera su cuatrienal aparición, y en una emotiva ceremonia llevada a cabo el primer día del año bisiesto se le cambió el nombre, rebautizándola como «Ingeniero Garófalo». Asistieron al acto, algo remisos a la novedad, una cantidad de frentistas de la arteria que ahora deberían envejecer, pagar y estudiar como cualquier hijo de vecino. Lo sintieron bastante, también, algunos pícaros que tenían compromisos de casamiento con niñas de la calle en cuestión, y que veían acortarse drásticamente los días de su soltería.

El 31 de diciembre de ese año bisiesto las autoridades municipales velaron con ansiedad hasta la medianoche. Y en el primer instante del nuevo año comprobaron, con alivio, que la huidiza calle estaba en su lugar. Todo quedaba, entonces, como cuadraba a una ciudad moderna y a un vecindario serio. En cuanto a lo pasado, el fenómeno se escurriría pronto de la memoria de los lugareños.

Eran ya otros tiempos. Se hablaba de platos voladores y del biógrafo. Y ésos sí que eran milagros de verdad.

La calle 29 de Febrero cayó rápidamente en el olvido, no ya hasta el próximo bisiesto sino hasta el final de los tiempos.

Jorge Freijo
Jorge Freijo
Nació en 1950 en Mar del Plata. Es diseñador gráfico, libretista y redactor publicitario. Bajo el seudónimo de Valerio Zulueta, ha publicado cuentos y crónicas en diversos periódicos y revistas.

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