Tenía los pies apoyados en el extremo de la tumba; un rectángulo de cemento liso. En el extremo opuesto, otro rectángulo, vertical, era el marco de sendas fotos de una pareja de ancianos en una placa metálica y el detalle de sus nombres y las fechas de nacimiento y de muerte. Estaba sentada en una pequeña sillita plegable, que parecía demasiado chica para su peso y sus caderas demasiado anchas. Me miró de soslayo cuando llegué a su lado, amable y distante a la vez.
–El pasto todavía está mojado.
Tal vez quiso justificar los pies sobre la lápida. O tal vez solo fue un comentario, como cualquier otro.
Nos saludamos dándonos la mano. Yo no quise agacharme y tampoco tenía confianza para darle un abrazo o alguna otra muestra más de afecto. Era mi tía, pero también era la primera vez que la veía.
Miró las fotos: –estos son tus abuelos.
Yo me adelanté un paso, incliné algo el cuerpo en la dirección de la cabecera de la tumba y fijé la vista en las imágenes sin color, tratando de identificar algo en los dos ancianos que quedaron retratados mirando fijo a la cámara, hace una punta de años. La foto de la abuela era un recorte de una foto colectiva que yo había visto en un álbum familiar, sería en casa de otra tía, si no recuerdo mal. La del abuelo era la foto de un documento, de la libreta de enrolamiento, o del obituario, algo que se usaba por entonces. Quise ver, reconocerme en las imágenes de aquellos viejos, lejanos y opacos, encontrar algo que fuera, más allá de un parecido totalmente borroso, de una estela de sangre desdibujada, alguna explicación de todo. Pero claro, las piedras no dan explicaciones; ni las fotos borrosas, ni siquiera los nombres y las fechas grabadas abajo. Ni siquiera esta mujer, anciana y obesa, que levantaba los pies sobre la lápida.
–Acá al lado están tus tíos, el Héctor y la Chela. Tu papá tenía un lugarcito, acá, al lado de papá y mamá. Por si aparecía algo; queríamos que tuviera un lugar. Después se fue pasando el tiempo, y los lugares no se pueden reservar para siempre.
Disimulé lo de “algo”, por supuesto. Quería de ella algún comentario extra, pero no de esos que se caen por ahí, como a las perdidas, como una piedra en un pozo de agua, que desaparece bajo la superficie; como alguno que mencione a mi madre. Preferí el silencio.
La ayudé a incorporarse. Apoyó los pies en el piso y el pasto mojado le humedeció las zapatillas grises, desteñidas. Tuvo que hacer un esfuerzo, tomando un envión, para despegarse de la silla, agarrada de mi brazo derecho. Yo tomé la silla y la plegué, y volví a ofrecerle el brazo para dirigirnos al camino de piedritas blancas que circula recto entre las tumbas. Caminamos despacio, sin hablar. Un tanto incómodo, escuché, en el silencio de la mañana, el chirriar de las piedritas cediendo a las pisadas, y la respiración agitada de mi tía.
Me daba cuenta que me iba sin nada. En realidad, no sé qué esperaba encontrar en ese lugar: un lazo con el pasado, algún trozo de la historia que falta, un rastro.
En la puerta del cementerio estaba esperando mi primo, sentado en la camioneta, medio encorvado sobre el volante; me pareció un extraño, un viejo. Luego siguieron los saludos, y subir a mi tía al vehículo, apoyando sus pies en un cajoncito que achicaba la altura del estribo. Saludos de nuevo, pasá por el pueblo antes de irte, quedate a comer y todo eso. Una última vez levantó el brazo, cuando la camioneta se puso en movimiento. Me quedé un rato parado, mirando cómo se alejaba, y luego la estela de polvo, doblando para el lado del pueblo. Miré hacia el cementerio y pensé que no valía la pena volver a ver, una última vez, las tumbas. Subí al auto y tomé el mismo camino, siguiendo la polvareda que se asentaba y levantando mi propia estela de polvo. En el cruce de la ruta, vi la camioneta que se alejaba, un punto negro y las nubes destiñendo el sol de la mañana, como un hechizo de melancolía. Yo agarré para el otro lado, por el asfalto, volviendo.
German Froschauer