El bosque de tilos

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Escuché la historia de Alonso Misares en La Esmerada, ese pueblito medio ausente que uno encuentra si tiene la mala suerte de perderse rumbo a Quequén. Todo fue como sacado de un cuento de Conrad: un hombre viejo y apagado, casi una silla más en el único bar del pueblo, empezó a contarla de improviso, entre caña y caña, con gesto cansado y teatral. Bebía despacio, como todos los que reemplazan llanto por fuego. Supe enseguida que había caído en una emboscada, que la historia (con la anuencia de los parroquianos) era repetida cada vez que alguien extraño llegaba al pueblo.

–Nadie había sabido de Misares… –dijo el viejo o la caña –. Quiero decir que nadie lo había visto desde el día en que su casa apareció destruida… Nadie se sorprendió ni se habló mucho del tema; por esos años era común que pasaran esas cosas. “Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos”, diría Dickens, con esa crueldad llamada ingenio, aunque esos tiempos nada tenían de buenos. De ese día, la gente creía recordar el ruido de un camión, tres o cuatro disparos y unas corridas. Pero ¿qué ruido pueden hacer las botas pisando el barro de su casa, mitad choza y mitad rancho? Lo más probable es que nadie haya visto ni oído nada. Aunque hay cosas que siempre, de un modo misterioso, se terminan sabiendo.

“Misares era un tipo solitario; no había a quién avisarle. Se hablaba de un hermano que era profesor en Buenos Aires y de un primo lejano en alguna parte de Brasil, pero era todo muy incierto. A los muertos se los deja atrás y punto: es la ley de la vida, según dicen. En la imprenta quedó Pereyra, su socio. No se puede decir más que eso: que quedó, porque Pereyra, desde ese día, fue una especie de sombra. Nunca fue claro si él dejó de hablar con la gente o si la gente le dejó de hablar a él.

“El tiempo tiene la costumbre de pasar; nosotros la del olvido. Lo que no es muy acostumbrado es que un muerto vuelva. Y este tipo, Misares, volvió… Volver de la muerte, de por sí, es algo enojoso, y Misares, como todo solitario, era un tipo más bien sobrio; quizás por eso lo hizo de a poco, como pidiendo permiso para sentarse de nuevo en su silla. Si hay algo que no se le puede negar fue la elegancia con la que actuó; cada uno de sus pasos fue como una jugada sutil de ajedrez. La primera que dijo verlo fue Ezequiela que era, convenientemente, la loca del pueblo; el único que le prestó oídos, por supuesto, fue Pereyra. Al mes, el viejo Palma que, ya en esa época era medio ciego, dijo reconocer la voz de Misares en un hombre que le pidió un cigarrillo en la huella vieja, cuando volvía a su chacra en el carretón. Entre lo poco que se recordaba de Misares estaba su afición por el tabaco y su costumbre chúcara de no pagarlo. Demás está decir, por cierto, que hay que estar medio loco para andar por esa huella solo; hay que estar medio loco… o ser un fantasma. Pereyra se interesó, también, por ese encuentro, pero no habló con Palma; llevaban años sin hablarse. Dos días después, se supo que Dávalos, un tipo nuevo en el pueblo, había vendido a un extraño una vieja camioneta, ya inservible, a precio inmejorable, casi inverosímil. La noticia corrió por todo el pueblo, porque la camioneta (una debilidad de Misares) había sido de los socios de la imprenta y Dávalos se la había comprado dos años antes a Pereyra.

“A partir de ahí, los tiempos de ese juego siniestro se aceleraron. Poco a poco, el muerto se le fue apareciendo a más y más gente. Pereyra nunca estaba presente; siempre llegaba un minuto después o se iba un minuto antes de que Misares llegara. No pocos dijeron ver la camioneta en la ruta también. Parecía una broma de mal gusto. Pereyra no se atrevía a preguntar, pero escuchaba hablar a todos del muerto como si él no estuviera ahí, y eso lo debió volver loco. Dejó de ir a la imprenta. Dejó de tratarse con la poca gente con la que se seguía tratando en el pueblo. Un día, mientras volvía de Quequén por la ruta, le pareció ver a Misares en el bosque de tilos. Es imposible ir de la ruta al bosque sin desviarse por la huella vieja. Pereyra se desvió, pero el coche se encajó en cuanto tocó el surco; él bajó y siguió a pie, casi a la carrera. Entre los tilos, encontró un gabán que conocía… Mejor dicho, que reconocía. Se sentó a esperar. Del coche lo vieron bajar, cerca del mediodía, unos albañiles que estaban trabajando en la Capilla del padre Aurelio. Palma se lo encontró después, al pasar con su carretón, en el mismo lugar en el que había encontrado a Misares un mes antes. Al viejo le costó reconocer a Pereyra, no tanto por su media ceguera, porque pasó muy cerca de él, sino porque Pereyra, de puro fuera de sí que estaba, lo saludó, lo que no había hecho en años. Entonces ya eran más de las seis de la tarde y se dice que su coche siguió encajado ahí hasta medianoche.”

Hubo una breve pausa en el relato. Alcanzó para que el viejo apurara un vaso de caña y degustara el brusco suspenso.

–No se me asuste –me dijo al rato –: el día llegó. Fue ahí mismo, donde está usted sentado. Por la puerta por la que usted entró, que en ese tiempo (le hablo del ’86, ’87), estaba más limpia y un poco mejor pintada, entró un hombre igual al muerto; igual a Alejandro Misares, pero unos diez años más viejo y un poco más gordo… También parecía más alto, es cierto. Enfrentó a Pereyra y le dijo: “Sé que fuiste vos.” Eso y una palabra más; una palabra que, bien dicha, es el peor insulto que alguien puede recibir en este mundo.

Un trago de caña rendido fue el punto y aparte. Sentí un escalofrío en la espalda. Sentí horror, asco, náuseas…

–Traidor –adiviné, escupiendo esa palabra amarga como el veneno –: Esa fue la palabra, ¿no es cierto?

El viejo no asintió; le alcanzaba con no negar. Algo, también, le brilló en los ojos, como si me reconociera de alguna otra vida.

–Pereyra se fue al otro día del pueblo –me dijo –. Desde entonces, no se supo de él.

Eso fue todo o casi todo. La casa de Misares sigue ahí, para el que quiera verla; a un costado de la ruta, a unos metros del último molino. Se puede entrar por la huella vieja, pero nadie lo hace. Es una choza insignificante; como La Esmerada, alcanza con perderse para encontrarla.

No queda mucho por contar. Dije que esta era la historia de Alonso Misares. No me equivoqué; no cambié los hechos. A Pereyra le tocó enfrentarse con Alejandro porque, a veces, la única justicia posible es esa. Ese día, en el bar, el viejo terminó su caña con un trago violento, arrebatado, y recién entonces supe que había sido él, Alonso (el hermano incierto, el profesor de Buenos Aires) el gestor de ese encuentro prodigioso, de ese plan “sutil como una partida de ajedrez”. Había sido él y no el fantasma de su hermano el que había cercado a Pereyra y lo había insultado. Fue fácil saberlo, porque una sola cosa es siempre cierta: los muertos no vuelven; en este mundo espantoso, donde la cobardía, el homicidio y la delación son posibles, los muertos nunca vuelven.

(Extraído de “Ese vano oficio de melancólicos”)

Federico Liste
Federico Liste
Nació en Bs. As. en 1975. Su familia se trasladó a Mar del Plata cuando tenía dos años, ciudad en la que vive desde entonces. Ha publicado la novela Naufragio de una sombra (Eduvim. Villa María. 2017), la pieza teatral Ecce Homo (Taetro. Chiclana de la Frontera. 2019), y el volumen de cuentos Olvidar Praga (Gogol. Buenos Aires. 2021). Su obra ha recibido las siguientes distinciones: Premio Osvaldo Soriano de Cuento 2011, Premio Azabache de Novela 2015, y Premio Rafael Guerrero de Teatro Mínimo 2016.

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