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Tenía que entregar la novela al editor en un mes y Rocco, mi detective, andaba todavía en ascuas: no tenía idea de quién era el asesino de Thelma Moro y su sobrina. Y yo menos, lo cual era dramático. Sin que yo lo supiera, el pobre Rocco estaría perdido. Y la novela también. Había sido un asesinato cruento en el que no me privé de salpicar sangre. Calculé que aún me restaba  la mitad del libro y sólo tenía el doble asesinato y un testigo, un chico autista moviéndose y gritando en la esquina de Salta y Chile. Tuve la intuición de que esa tarde pasaría algo desusado, “olor a inminencia” que le dicen, pero lo deseché. Soy un tipo sin olfato: sinusitis crónica.

Sin inspiración, sin cigarrillos, sin Johnny Walker, mi vida entre esas paredes carecía de sentido. Guardé el archivo y cerré la computadora. Ya era de noche y el frío temblaba en el aire. El diariero de la esquina también. Bajé los dos pisos por la escalera. Compré cigarrillos y cuando volteé para buscar un taxi, reparé en que había olvidado encendida la luz de la lámpara de mi escritorio. Me gustó el efecto: una aureola de oro ayudaba a disimular las paredes húmedas y desconchadas. Subí para apagarla. Me costó trepar la docena de escalones, el cigarrillo quita piernas. Entré al cuarto y vi un chorrito de sangre que corría por el teclado. Busqué un trapo y lo limpié.  ¿Qué era esa sangre? Me senté, prendí la computadora, abrí el archivo. La novela había avanzado, alguien había escrito una página más. ¡Y había liquidado a mi detective! Le habían abierto el abdomen con un perfecto tajo de sapuku. Entendí que la sangre que persistía saliendo de la computadora provenía de esa horrible herida. Me puse a escribir el sepelio de Rocco y la sangre cesó.

 

Esto no me podía estar pasando, ¿Quién escribió esa página, y de dónde, si no de la herida de mi detective, fluía esa sangre fresca y lenta? Decidí afrontar el misterio: me quedaría frente a la pantalla para ver si el texto avanzaba o no, sin que yo lo escribiera. Fui al baño y volví. A poco de entrar al cuarto casi pego un alarido. La pantalla chorreaba sangre y corría entre el teclado para caer sobre la alfombra de yute. Me acerqué a la pantalla y leí que “Luis Vega había caído en la trampa, ya tenía ensartada una enorme Katana en su espalda…” Retrocedí espantado. Luis Vega era yo y según leía me estaba desangrando y mi sangre corría por fuera de la PC como un manantial espeso. Retrocedí, tropecé y caí de espaldas sobre el ventanal que da al diminuto jardín de invierno. Estalló en mil pedazos y uno de los más grandes, como si mi espalda fuera de manteca, se deslizó en mi carne, me atravesó y supe que había empezado a morir.

 

Alcancé a leer cómo el texto se autocorregía. Ya no era una katana lo que me estaba matando, era una aguda lámina de vidrio. Ahora sabía quién había asesinado a las dos mujeres. Cerré los ojos mientras escuchaba el sonido implacable de los bits asesinándome.

Miguel Ángel Molfino
Miguel Ángel Molfino
Periodista, publicista y escritor. En su juventud fue redactor del diario Norte y fue corresponsal del diario El Mundo de Buenos Aires. Es colaborador actualmente de Norte donde los domingos publica su columna “Versiones y per-versiones” y además participa con notas en Página/12, Miradas al Sur, El argentino.com, la revista Cuna, entre otras. En los ’80 colaboró en las revistas El Porteño y Crisis. Ganó el premio Crisis de cuento con su relato “El simple arte de besar” (1986). Fue asimismo, miembro del Consejo Editorial de la revista Puro Cuento que dirigiera Mempo Giardinelli.En 1986 publicó Versiones y Per versiones (crónicas), en 1987 Nueve Cuentos Nuevos (antología de ganadores en categoría Cuento Infantil en el Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias), en 1994 El mismo viejo ruido (cuentos), en 2006 Prosas Escogidas (cuentos), en 2007 Un Libro Raro (relatos, prosas cortas y poemas), en 2009 La Mágica Aldea del Crepúsculo (haikús) y la novela Monstruos perfectos, en 2014 La Polio. Sus narraciones fueron reunidas en antologías de cuentos en Argentina, México, Brasil, Perú y Alemania.

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