12305 Fifth Helena Drive, Brentwood, Los Ángeles, California.
4 de agosto de 1962
El timbre repicó en toda la casa hasta apagarse.
Silencio.
El dedo volvió a timbrar.
El hombre de traje de casimir negro alcanzó a escuchar unos pasos vacilantes tras la doble puerta blanca, después oyó que había caído al piso algo que parecía un objeto de cristal, tal vez un florero.
La mirilla de la puerta se veló, allí había alguien. Escuchó la voz frágil de una mujer y una tos de fumadora.
– ¿Quién… es… usted… señor?
Espaciaba las palabras como si acabara de despertarse de un sueño profundo.
El hombre ancho y alto se abotonó el saco y dejó caer una voz de roble.
– Me envía Él– dijo acentuando el pronombre.
– ¿Él?
– Sí, señora…- acercó una credencial de cuero negro a la mirilla- soy el agente Norman Hodges del Servicio Secreto.
La puerta se abrió apenas, se asomó la mitad de un rostro de niña semioculto entre bucles dorados. Era blanca como la leche, delicada y bellísima, jamás la había visto en persona. Incluso la había imaginado más alta. Pensó que sus ojos habían perdido luminosidad, eran opacos como si fueran de tela mojada. Un tufo ácido a encierro, alcohol y nicotina fluía desde dentro de la gran casa.
Ella reparó en el pequeño maletín que cargaba el hombre. Luego alzó sus ojos y vio una sonrisa árida, triste y deshonesta. Su cara, su cabello engominado y su barbilla prominente combinaban con el traje de casimir negro que llevaba como si fuera un uniforme. Olía a un after shave barato.
-¿Del Servicio Secreto?
-Sí, señora, me envió Él para garantizar su seguridad.
-¿Él quiere cuidar…a Nancy Green…?
El hombre de traje de casimir negro no lo podía creer: era ella. Y él estaba metido hasta el cuello en una misión directa de la Casa Blanca.
Ella clavó su vista en la placa dorada de la credencial. Semidormida, sonrió mordisqueándose una uña. Al abrir un poco más la puerta, el hombre alcanzó a distinguir ropas tiradas sobre sillas, sillones, mesas y repisas; revistas Life y vasos diseminados por el piso. También vio que llevaba una bata de seda brillante y debajo sólo su famoso cuerpo desnudo.
Con un gemido lastimoso trató de hacer un ademán hospitalario pero terminó trastabillando y abrazándose al recién llegado.
– ¡Gracias, señor Presidente, muchas, muchas gracias! Perdone que me presente así de natural…
El hombre del servicio secreto trató de evitar el mal aliento que salía de la boca de la mujer. Apoyó el maletín en una repisa de mármol rosa donde ella sonreía junto a Arthur Miller desde una gran foto dichosa.
Casi sin fuerzas en las piernas, rodeó el cuello del hombre. Éste la separó de su cuerpo y la acompañó a los tropezones hasta la cama revuelta de sábanas y acolchados de satén blanco.
Con un suave empellón hizo que se acostara cuan larga era. Su entrepierna quedó al desnudo, la cubrió rápidamente, trató de no detenerse en ese cuerpo; se veía muy delgada, no como en las películas. Observó que hacía días que no se rasuraba las piernas.
– ¿Hay fotógrafos? Por favor…sin fotógrafos…- la voz se esfumó.
Pareció dormirse, era una mujer frágil abandonada en un naufragio de sábanas brillantes. Los ojos ásperos del hombre, por segundos, se abandonaron a una piedad olvidada.
A lo largo de la mañana sus pensamientos se habían ido encalleciendo hasta no saber ni recordar quién era Marilyn Monroe. Sus órdenes eran tan precisas como crueles. Pero ése era su trabajo.
Horas antes se había aproximado a la ventana del hotel en el que se había hospedado bajo el nombre de Ronald Hampstone, corredor de Dow Chemical, y vio en el jardín unas enormes mariposas que suelen revolotear sólo de noche. Prendió un Pall Mall tras gatillar dos veces su encendedor. Jamás había creído en presagios ni premoniciones pero aquellas mariposas dueñas de la noche le llamaron la atención. Las disolvió con una bocanada de humo.
Un impala blanco como la tiza estacionó frente a la recepción y descendieron dos hombres de trajes oscuros. No cargaban maletas, solo sendos portafolios. El hombre maduro y alto, el que llevaba un Stetson de fieltro gris topo, era el señor Alpha, jefe de sección de la CIA, su jefe, el mayor James Hayworth. Dio la última pitada y aplastó el cigarrillo en el cenicero, y dejó que sus finos labios fabricaran un anillo de humo, y luego otro.
La mañana de Los Ángeles plateaba los autos que cruzaban la interestatal a pocos metros del hotel. Desde su ventana del segundo piso toda la escena se le ocurría arrancada de su niñez, de aquellas vacaciones con su abuelo en Malibú. Fue entonces que su abuelo, de un puñetazo, le rompió el tabique nasal cuando descubrió que le robaba dinero de la billetera.
Se puso los anteojos de sol y palmeó su mandíbula con una loción after shave. Enfundó la Heckler & Koch en la sobaquera. Se le antojó un café pero bajar a la cafetería no era la mejor idea. Sus últimas órdenes habían llegado a bordo del Impala blanco. Con extrañeza observó la coincidencia de la llegada de una camioneta de Chemy Cleaning y un coche patrulla. Prendió otro Pall Mall y descubrió a una muchacha muy parecida a Jane Russell que sonreía desde un gran cartel publicitario con una Pepsi en la mano. Fue entonces que sonó el teléfono de la habitación.
En un cajón de la antecocina encontró decenas de fotos. Todo el mundo Marilyn Monroe en cartoncitos rectangulares. Ella sonriendo, con sus gafas negras enormes distraída frente a Peter Lawford, entrando a una pequeña Maseratti, Sonriéndole al presidente JFK entre varios hombres de sonrisas de yeso, el glamour, las pastillas, el sexo y sus películas. Le llamó la atención un número de Life sobre la mesada de mármol. Lo tomó. El astronauta John Glenn sonreía desde la tapa. El proyecto Mercury era un éxito, en poco tiempo los EE.UU. llegaría a la luna.
Desganada, la luz de la lámpara de su mesa de noche –repleta de barbitúricos, lápices labiales, pastillas de menta- cromaba la palidez de la cara; el cutis parecía el de una anciana extrañamente pubescente que dormía sedada en un asilo.
El hombre, regresando de la cocina, empezó a moverse en el sigiloso cuarto, creyó escuchar la voz débil de la mujer llamando a su papá, la penumbra esparcía un raro olor a menta o a morgue , tanteó el picaporte del baño, entró. El lavabo estaba repleto de envases de pastillas vacíos, el hombre se dirigió a la bañera seca y sucia (hacía tiempo que no se usaba), y echó un vistazo como si buscara gente escondida. El lujo extravagante del baño más semejaba un decorado de película que un sitio en el que alguien iba a morir.
Habituado a husmear en cada rincón de una casa en la que iba a proceder, no reparó en una fotografía que se repetía en cada habitación. Había sido copiada hasta el hartazgo. Mostraba a un caballero de sombrero ladeado y de bigotes a lo Clark Gable, un tipo atractivo.
Visitó todas las habitaciones con una rara sensación de malestar. No buscaba nada en particular y por un segundo sospechó que escapaba de esa mujer, una fuga estúpida que, de algún modo, resquebrajaba su helado personaje de cleaner. El mundo de Hollywood siempre le había caído falso, nauseabundo. Y ella, esa mujer, nada menos que Marilyn Monroe, yacía desnuda, inmóvil, esperando que él, el agente Norman Hodges, como un príncipe encantado la salvara de la perdición. Es solo un trozo de carne fresca, había dicho el jefe. Y yo le voy a quemar hasta la risa, pensó. Su mente parecía aguardar una revelación o quizá caer en un sueño apacible o que suceda algo sobrenatural que lo despojara de su misión. ¿Cómo explicarse que esa muchacha había entrado con la fuerza de un puño en su corazón?
Regresó al dormitorio y observó a la mujer desde la puerta. El pelo largo estaba perdiendo su tinte rubio; suelto y seco, se desparramaba sobre una de las dos almohadas. El hombre se recostó en el vano de la puerta, no podía dejar de mirarla. Había visto sus películas, la había deseado sin destino, ella tan lejana y en un mundo muy distinto al suyo. Sus senos eran animales dormidos, los sentía respirar. Prendió un cigarrillo, el humo escapó por su naríz. Miró su reloj. Caminó hasta el borde de la cama, apagó el cigarrillo contra un platito de porcelana. Se sentó como si temiera despertarla, acercó su boca a los labios resecos de la mujer y la besó suavemente, la abrazó y la atrajo a su pecho y volvió a besarla en la coronilla. Dejó que cayera con el peso muerto. Le acarició la frente y se puso de pie.
Tan pálida y sola, pensó.
Sonó su handie-talkie. Ya en su mano, una voz preguntó si ya estaba descontada. El hombre se quitó la humedad de los labios con el dorso de la mano y respondió que todo está en proceso OK, fuera.
Ella flotaba en la penumbra fría y extraña cuando abrió el maletín y extrajo la jeringa, las agujas y un frasco color ámbar.
Imaginó que afuera nevaba. Imaginó que corría en la granja de Omaha hundiendo sus pasos en la nieve. Joy, su perro, ladraba tras él como los gritos del viejo Rush. Había golpeado a su hijo y debía huir, esconderse. Nevaba. Sentía que más allá de las dos ventanas cerradas a cal y canto, se filtraba el silbido del viento que esparcía los copos fríos pero eso era imposible. Afuera se abría el aliento caliente de Los Ángeles. Sin embargo, todo era blanco bajo una luz ceniza que caía desde el techo de la habitación.
Se quitó el saco, la sobaquera, la corbata y la camisa. Preparó la jeringa y se arrodilló junto a la cama donde dormía, entre quejidos, Marilyn Monroe. La inyectó en el cuello. La aguja se hundió en la carne trémula. El mundo siempre había sido duro y áspero, después de todo. No podía recordar otra cosa. Ella se estremeció y una baba espesa le bajó de la boca.
El hombre se incorporó, abrió la bata que cubría el cuerpo de Marilyn que se iba vaciando y se acostó junto a él. La acarició lentamente. Creyó sentir el corazón decayendo en la oscuridad de su pecho. Su palidez se azulaba. Y la besó antes de que quedara rígida.
Dos horas después, el agente Lou Stepp del servicio secreto entró al salón oval de la Casa Blanca y entregó al secretario del presidente un cable que decía:
Asunto se Seguridad. Nancy Green ya no existe.
Miguel Ángel Molfino