Campo de batalla

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La crueldad de la nostalgia me descubre aquel instante en que perdí la niñez, en el que me desterró la infancia.

Lo irrecuperable de aquellos días es lo que los hace eternos. Dolorosamente eternos. Es la firma del tiempo que se estampa en mí.

Y, al saberme incapaz de recuperarlo, lo escribo. Lo invento. Porque escribo desde mi memoria, pero completo los vacíos con mis añoranzas de hoy. Y pienso en lo que pensaba y siento lo que creo que sentía (de todo sucede cuando no sucede nada).

– Yo ya sé el final.

– Vos siempre sabés todo – le contesté y seguí acomodando aquellos soldaditos de distintas

guerras sobre aquel cuero de vaca marrón que cubría el piso, mientras pensaba que eso lo

hacía todo muy aburrido.

Me miro en aquellas horas de las siestas lejanas y escribo, también, desde ellas. Sé que no es una en particular. En esta siesta, mi recuerdo, trae muchas siestas superpuestas. Siestas que también son una escala de medida. ¿Por qué aquellas eran divertidas y esta de hoy tan apáticas?

Me inquieta la belleza tan diferente y tan distante. Quizás el núcleo eran los efectos que generaron en mí.

Se me confunden el calor del verano y las lluvias del invierno, los ronquidos de mi viejo y el silencio de mi madre. Ese silencio que es ruido y que le habla a la palabra de este que soy.

El cuero de vaca ya está desgastado en algunos tramos. Perdió, también, algo de pelo y sus puntas comenzaron a doblarse. Así como él, yo también he perdido el recuerdo de su color y la sensación al tacto, así como aquel sentir tan propio del estar sobre él jugando. Él se desvanece y arrastra todo el resto.

De repente me siento llorar. Pero rápido de reflejos, inútiles y soberbios, lo esquivo y busco reírme de aquello, de algo. O sobre algo.

Los ojos lloran. No sé si su capacidad de ver es su función más importante. Los ojos lloran y nosotros a través de ellos.

Pero yo intento esquivarlo. Intento dejarlo pasar como a aquel ruidoso silencio de aquellas siestas (en este mundo, donde no todos dependemos de la razón del grito, ya no escucho silencios como aquel)

– ¿Sabés que hay un final, no?

– Sí, ya me lo dijiste. Pero intento pensar que esta vez será distinto.

– Bueno.

– … eso lo hace aburrido, ¿sabías?

Ese lugar donde estaba afirmado, sentado, desaparece. Es decir, aquel cuero de vaca comienza a huir. Se alejan sus puntas dobladas, se esfuman los colores desgastados, lo curtido de su cuerpo.

Ya perdieron sus guerras aquellos soldaditos. Y ya tampoco están aquellos campos de batalla sobre él. Ni siquiera está aquel que era yo. Solo queda este cansancio, que cada tanto se alivia un poco por la nostalgia de la distancia.

Me gusta pensar, entonces, que al cabo del tiempo, aquellas tardes serán soñadas. Volver a aquellas siestas, a aquel piso, a jugar. Volver a escuchar los ronquidos del viejo y el silencio de mi madre. Soñarlos y sentirlos ahí, sentir que regresan para criarme de nuevo.

Sé que un ronquido y un silencio jamás se irán de mi memoria. Cada tanto vuelvo a escucharlos o me invento que lo hago. Todos aquellos ruidos son míos y me obligan a reconocerme en ellos.

Ya no puedo. Ahora no voy a privarme ni voy a privarlos.

Lloro.

Recuerdo y lloro para explicar y explicarme qué fue y quién soy.

– Ya sé el final.

– Eso es miedo al final. Recordar e imaginar es parte del mismo drama.

Ya por siempre quedarán lejos aquellas siestas, aquellos ronquidos y aquel silencio. Pero casi todo parece estar a punto de empezar de nuevo. Aunque ya no tenga posibilidad de escucharlos otra vez. Aunque nada me alcance de lo que tengo para dar, para volver a ellos.

– Sabés que yo sé el final – dije.

– Vos siempre sabés todo – contesté- eso lo hace todo muy aburrido…

Bernabé Tolosa
Bernabé Tolosa
Es periodista y profesor de lengua y literatura. Dio clases en nivel secundario y terciario. Actualmente es docente en la Universidad Nacional de Mar del Plata en la Tecnicatura Universitaria en Comunicación Audiovisual. Hace radio y escribe sobre libros en el diario digital O223.com.ar

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