Breve caso de Jorge Arévalo

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El celular vibraba. Leyó quién era y atendió.

    -Si, ¿qué pasa?

    -Buenos días Arévalo, tengo un trabajito para vos, la policía no puede investigarlo -dijo escuetamente el comisario Fernando Bellini.

    -Imposible.

    -¿Imposible por qué?

    -Me he declarado inactivo para siempre, hasta el día que me muera. Lo querés más sencillo: pasé a cuarteles de invierno, estoy viejo. Búsquense otro.

    -¡Ah claro! Porque para mí los años no pasan…y sigo poniendo el lomo. Es un caso en el que estamos empantanados, no tenemos tiempo, nos urgen otras cuestiones. El tema seguridad como lo llaman está en el candelero y a la primera que le echan la culpa es a la policía.

    -No entiendo, ¿para qué me necesitas?

    -No te pongas difícil…es un asesinato con un entorno extraño.

    -Bellini, muy bien, yo hago la investigación, resuelvo el asunto y ustedes se llevan los méritos, lo sabés bien, varias veces han sido así.

    -Arévalo sos un mal necesario. Además, hay una persona que pagaría tus honorarios, te podés hacer de unos morlacos.

    -¿Por qué no me llamó esa persona?

    -Porque le ibas a decir que no, en cambio yo te podría convencer.

    -Vamos a terminarla, mañana bien temprano estoy en la Primera. No me convenciste, todo depende de cómo venga el tema.

    Jorge Arévalo estuvo más de dos horas escuchando el informe y datos que le dio Bellini. Esta vez no se guardó nada como en otras oportunidades; le brindó detalles, certezas, dudas. Incertidumbres es lo que más tenía.

    Hermanos mellizos, Sebastián y Marcelo Melnik. 

    Eran dos gotas de agua, rubios. Desde la escuela, durante la juventud y ahora que ambos tenían 34 años, todo el mundo los confundía.

    Hacía diez años que Sebastián y Marcelo Melnik se habían puesto un bar en la zona de Punta Mogotes al que denominaron “Chavalito”. El proyecto fue del primero.

     Sebastián era el que llevaba las iniciativas. Marcelo tenía novia lejana, las minas lo seguían a Sebastián. Jugaba bien al fútbol, Marcelo era un patadura.

    Hicieron dinero. “Chavalito” funcionó bien tanto en temporada como en invierno. Todo fue así hasta que llegó la pandemia. Los mellizos durante más de un año prácticamente se comieron los ahorros, hasta llegaron a vender el piano que había en el bar.

    Suspiraron de alivio cuando, a principios de 2021, se volvió a permitir la actividad gastronómica casi con normalidad y el bar reabrió las puertas.

    Fue en ese invierno cuando Sebastián Melnik fue asesinado.

    Según el informe de la Científica el mellizo había muerto por una dosis letal de clorhidrato de ketamina inyectada en el cuello. Previamente fue adormecido con tricloruro de metilo – para que entiendas: es cloroformo – le aclaró Bellini, – además de que fue amordazado y le ataron las manos con cinta adhesiva. No ubicaron huellas digitales salvo las de Sebastián, ni la jeringa, como así tampoco llamadas del celular que pudieran aportar algo.

    El que lo encontró en el dormitorio fue Marcelo, que extrañado porque el día anterior no había ido a trabajar al bar y no atendía el celular, fue a buscarlo a su domicilio. La policía le tomó declaración como a las dos camareras que atendían en “Chavalito” y al cajero. No aportaron gran cosa para la investigación.

    -¿Por qué me quiere contratar?

    -Señor Arévalo, han pasado dos meses del envenenamiento de mi hermano y la pesquisa policial no va ni para atrás ni para adelante -contestó Marcelo Melnik.

    -No quiere decir que yo pueda conseguir un resultado mejor…

-Inténtelo. Dígame sus honorarios. 

Arévalo se lo dijo, en una semana llegaría a una conclusión.

    Marcelo se levantó, fue hasta la puerta de una pequeña oficina detrás del bar y regresó a los pocos minutos con un cheque.

    En su departamento Jorge Arévalo confeccionó una especie de mapa de flujo con la información y datos que tenía.

    Supo que Marcelo eventualmente asistía a sesiones con un psicólogo. Lo fue a visitar. El licenciado le dijo escueto: “Marcelo asistía para reforzar su autoestima”.

    Arévalo al sexto día no tenía prácticamente nada resuelto sobre la investigación, le parecía un enigma, todo eran incógnitas. Sobre el mapa dibujó un gran signo de interrogación.  Se fue a acostar. A la mañana siguiente lo vería a Marcelo para darle cuenta de su fracaso.

    Se despertó sobresaltado, se sentó sobre el colchón. Vio que el celular indicaba las tres de la madrugada. Se levantó como impulsado por un resorte, prendió la luz de la kitchenette y en la mesa desplegó el mapa de flujo. Como otras veces, sentía la adrenalina fluir por las venas y el cerebro ágil. En el papel, trazó algunas flechas conectando recuadros y anotaciones. Con impaciencia encendió la computadora y esperó a que abriera. Fue pasando página tras página, continuó tomando apuntes. En su mente se estaba conformando algo, un centelleo que parecía indicar una pista.

    Bajó del departamento, fue a la parada de taxis sobre la Avenida Colon y le indicó al tachero que lo dejara frente a las lagunas de Punta Mogotes.

    El cielo diáfano con el sol a mitad de su recorrido matutino, el mar y las gaviotas le dieron la tranquilidad y la frialdad que necesitaba.

    Cuando llegó al bar eran diez y tres minutos. Marcelo ya estaba en el bar detrás de la barra; fue a abrirle la puerta, sonrió, se saludaron con los puños y lo invitó a entrar y sentarse.

    -Fiel a su palabra Arévalo, llegó el séptimo día. ¿Trae novedades?

    -Todo depende de usted, Marcelo.

    -Si es por el dinero, ya mismo le hago otro cheque.

    Jorge Arévalo irguió la espalda. Era el instante crucial, confiaba en el factor sorpresa, que Marcelo se desconcertara.

    -¿Por qué lo mató?

    -¿Matar a quién?

    -Marcelo Melnik, usted envenenó a su propio hermano.

    Hizo un ademan de levantarse, Arévalo le sujetó firmemente la muñeca sobre la mesa, dispuso el puño derecho para pegar sobre la cara y no fallar. No hizo falta, Marcelo se aflojó.  Arévalo, con mirada firme, buscó en el fondo de sus ojos.

    -No fui yo – dijo en un murmullo casi inaudible.

    -Marcelo, usted cría ovejeros alemanes, ¿cierto?

    -Si.

    -Los atiende, usa ketamina para los dolores de los animales, usted mismo se la inyecta. Sabe lo que es una dosis anestésica para un perro y también sabe cuál es una dosis letal para un ser humano.

    El rubio se desmoronó, no dijo nada.

    -¿Dígame si es cierto? Contra lo que piensa la mayoría de la gente que los conoce, Sebastián era el emprendedor, el hombre resuelto, el audaz. En tanto Marcelo, usted, – y solo en apariencia – era el que lo seguía, algo así como un incondicional subalterno. Para usted todo eso era falso…

    Silencio.

    -Lo que no me cierra es ¿para qué me contrató?  En algún tiempo más la causa iba a prescribir.

    -De lo único que estaba seguro era que nadie iba a descubrir al asesino, me puse a prueba a mí mismo, me tenía que valorar…

    Silencio.

    -Sebastián, tengo que llamar al comisario Bellini. Hasta acá he llegado, usted haga lo que quiera, huir, desaparecer o entregarse…yo no voy a hacer nada.

    -Lo entiendo, veré que hago.

    -Si va a irse, apúrese. Hago el llamado desde afuera.

    Jorge Arévalo llamó, luego guardó el celular en el bolsillo, miró hacia la puerta. Sebastián continuaba sentado a la misma mesa.

 Carlos Mertens

Carlos Mertens
Carlos Mertens
CABA 1956, desde 1988 reside en barrio Alfar, Mar del Plata. Entre sus textos publicados encontramos: Volví, soy Luis Franco. Vida y obra del poeta y escritor argentino. 166pg. Ediciones Suarez, 2010. La Puna rebelde. Novela, ilustraciones Marcelo Nader. 2014 ed. Dunken. La celda blanca, 2019. 202 pg. Un crimen cualquiera, 2022. 168 pg. Cuentos policiales, saga del detective Jorge Arévalo. Ediciones Gogol. Manicomio. Relato sobre el poeta Jacobo Fijman. 52pg. 2024, Ediciones Gogol. Participó de talleres literarios junto a Dalmiro Sáenz y Javier Chiabrando. Escribió notas en “La Capital”, “Vientosur” y “Bandera Roja”.

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