En la playa

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   –¿Quiere tiburones? –dijo el chico, pero la mujer, que era gorda, lloraba de rodillas bajo el sol de las cuatro de la tarde, sin ver el mar. Lloraba sin voz, con la boca llena de arena, desesperada, y era como si quisiera gritar y no pudiera. Lloraba como un chico.

   –¿Quiere? –dijo el chico–. ¿Quiere pulgas marinas? –el chico le hablaba ahora al hombre calvo que fumaba, vestido, junto a la mujer.

   El hombre lo miró mientras el viento le agitaba la pelusa rubia sobre la calva; no dijo nada y siguió fumando. El chico hundió entonces los pies en la arena mojada, sin decidirse a irse de allí, dejando que el agua arenosa se le metiera entre los dedos mugrientos y bajara de ellos como de montes diminutos. Después pateó rabiosamente con el talón, le salpicó al hombre la botamanga y, agachándose, metió la mano en la arena y levantó un montón dejando que se escurriera.

   –Tome –le dijo a la mujer–. Agarre –le dijo mientras las pulgas de mar arremetían con las cabecitas como pequeños toros blancos tratando de hacer agujeros, de hacer cuevas, de esconderse dentro de la poca arena que al chico le iba quedando en la mano.

   La mujer se sorbió desamparadamente los mocos y ni siquiera lo miró. Se calló un segundo y empezó a llorar más fuerte todavía y más callada. Parecía que iba a reventar.

   –¿Quiere huevos de pescado? –le dijo el chico por lo bajo–. ¿Eh? ¿Quiere? –dijo mientras se rascaba la sucia cabellera negra que le caía sobre los ojos imperiosos, obstinados y salvajes. Entonces agarró un alga reseca y la mordió sintiendo ese fresco gusto a sal y a viento dentro de la boca, y después la incitó alcanzándole un buen pedazo. Agarre –la incitó suavemente–. Tome –hasta que descubrió que tampoco eso servía y entonces casi con rabia y casi con pena, dijo–: ¿Los huevos, entonces? ¿Los huevitos? –y buscó dentro de esa lata que tenía, ya también de rodillas frente a ella, buscando en el agua que olía a pescado muerto, hasta que sacó el huevo que cedía a la presión de la mano y era como un mundo transparente lleno de agua turbia donde nadaba, ondulante, apenas visible, grande como una mosca, un pescadito rosado. Pero nada. La mujer seguía llorando. Y entonces el chico empezó a mostrarle todas sus habilidades.

   Se puso a dar vueltas carnero y a revolear los ojos y a caminar con las manos y a rebuznar como el burro de su tía, y como eso tampoco servía para nada, se puso a jugar consigo mismo un campeonato de eructos. A cuál era más fuerte que cuál. Hizo algunos que fueron realmente notables. Puede que se oyeran en muchas leguas a la redonda. Pero la mujer, lloraba 

   –Es feo –le dijo el chico al hombre que seguía fumando–. Una mujer tan gorda. Una persona tan grande. Es feo –dijo mientras ella removía la arena con esas manos que nadie podría decir jamás que fueran una belleza–. Da risa –dijo el chico–. Una mujer tan gorda –y se burló de ella.

   Entonces empezó a sacar todas sus posesiones. Un caballito de mar saltó de la lata como un pequeño dragón que corcoveara en el aire, mientras él seguía sacando camarones, caracoles blancos, estrellas peludas, conchas oscuras y los ojos de los grandes pescados. Todas sus posesiones, todas. Y las fue dejando en fila delante de ella.

   Pero nada.  La mujer lloraba. También eso era notable. Todo lo que lloraba. El chico, de espaldas al mar, miró entonces la cordillera, enorme, de laderas blancas. El chico odiaba las montañas. Quizá porque todo Chile, erizado de picos, lo empujaba, arrinconándolo, hacia el mar. 

   –Así es la vida –dijo el hombre calvo haciéndose pantalla con la mano pecosa frente al viento para encender otro cigarrillo–. Qué vamos a hacerle.

   Y entonces la mujer pareció tratar de acercarse al hombre, de conmoverlo, de pedirle por favor, de abrazarse a él, aunque no tuvo fuerzas de moverse un milímetro. El hombre siguió fumando, en cuclillas, mirando la arena.

   Entonces la mujer gorda empezó a llorar en voz alta, y el chico, que estaba delante y la miraba, y con su sombra la cubría ya, no pudo más y salió corriendo. Los pescadores remendaban sus redes y pintaban de rojo y amarillo sus barcas. Los gatos rondaban por la playa refregándose contra los remos. Detrás suyo, hasta donde llegaba la vista, la espuma rompía contra las rocas a lo largo de toda la costa, menos en esa caleta donde moría en lenguas suaves que iban y venían.

   El chico corría y esquivaba las barcas y las redes tendidas al sol. Hasta que llegó a esa fila de casillas de adobe rosado, sobre pilotes, como una larga calle de una mano sola frente al mar. Adentro, en la húmeda oscuridad, en cada casilla, los pescadores, sobre aparejos, o cajones, o sobre papeles de diarios, conversaban esperando que se hiciera la hora de salir al mar para la pesca de la noche. 

   El chico sacó a la rastra el esqueleto grande y se lo llevó arrastrando, agarrado por el aguijón. Había sido un pez espada, enorme, espléndido, cuyo aguijón era casi más grande que el chico. Esquivó despacio barcas y redes.

   –Mire –le dijo–. Mire lo que tengo –le dijo, pero ella lloraba lo mismo.

   Era realmente notable todo lo que podía llorar. Entonces, con cierta furia, con cierta rabia minuciosa, como si la insultara, con el aguijón, le empezó a hacer cosquillas. Primero, en la espalda. La mujer gorda se enderezó de golpe, como despertándose. Después, con las manos sucias, en las axilas y la garganta. Y el chico sentía que era inevitable. Que esa obcecación, y esa ciega furia y ese empecinamiento animal en que la mujer no llorara más era inevitable. La mujer gorda saltó como si le hubieran enchufado una corriente eléctrica, sorprendida y asustada.

   –Kichi, kichi, kichi –decía el chico, y entonces, primero lenta, y tímida y reacia, y después poco a poco incontenible, una risa entrecortada y cada vez más abundante empezó a salir de la mujer.

   Porque la mujer gorda tenía cosquillas. Muchas cosquillas. Y pronto hasta el chico que seguía haciendo cosquillas con la áspera seriedad de los trabajos difíciles quedó impresionado. La mujer se reía, se reía. Al fin ya no se supo si reía o lloraba. Se movía muchísimo. Hasta que el chico paró y la mujer dejó de reír, y con los ojos todavía húmedos, por primera vez vio al chico, que la rodeaba con todas sus posesiones y con el oscuro aguijón, la calavera y el esqueleto del pez espada a sus pies.

   Se miraron. El chico dio la más complicada de sus vueltas carnero y se quedó parado sobre las manos, mirándola desde abajo, con la cabeza al revés. Fue como un encuentro. El chico, sin saber qué hacer, fue hasta el río, mientras sentía que la mujer lo miraba.

   El río Aconcagua bajaba de la cordillera y desembocaba ahí, en el Pacífico, a tres pasos. Para un río que se llama Aconcagua se podría pensar que fuera ancho hasta dar miedo y no dejar ver la otra orilla, y que fuera tan hondo que los grandes barcos pudieran navegar por él. Pero no. El río era como una calle angosta y se podía ver el fondo. El agua que bajaba de los Andes era fría y limpia, y corría hacia el mar. Pero el mar, de un golpe, chocaba con ella y la empujaba hacia atrás. Ahí el mar estaba sucio y empujaba colas de pescados muertos y miles de patitas de langostinos, miles de patitas rojas. Y la corriente del río las empujaba hacia afuera, y de otro golpe el mar las hacía volver. Y parecía que el agua, en ese brazo de río, fuera y viniera y no se moviera nunca, pero mentira. Se movía. Y las algas asomaban tumultuosas allí, mar afuera, donde las dos corrientes chocaban en remolinos. Y siempre vencía el mar.

   La mujer y el chico se miraron ahora casi como compinches. Y los dos vieron cómo, desde la otra orilla, dos chicas de cuatro a cinco años se levantaron las polleritas y cruzaron el Aconcagua para ir a comprar pan. Iban con la bolsa sobre las cabezas, tapándose casi las caras, pisando despacio para no resbalarse y mojarse el vestido. El chico miró a la mujer, que lo miraba, y se rió de las chicas, remedando su manera de pisar, tan femenina, y de pronto se quitó eso parecido a un pantalón rotoso prendido de un solo tirador que llevaba encima, y se quedó en cueros, con los huesos al aire.

   –¿Cuántos años tienes? –preguntó la mujer.

   –Nueve –dijo el chico mirando reacio la arena.

   Y fue todo lo que se dijeron en la vida. Gritándole algo a la mujer, que se enderezó como para detenerlo, el chico se tiró al agua y se fue agarrado de la borda de las barcas que ya estaban saliendo mar afuera. Nadó mucho. Nadó hasta dejar atrás el río. Y se volvió para mirar cómo ella lo miraba nadar. Cuando llegó debajo de donde volaban las gaviotas ella lo vio zambullirse. Todas estaban allá, muy alto, en bandada, haciendo maniobras extrañas en el cielo. Hacían eses y curvas todas juntas y de pronto como a una orden –dada en algún idioma– todas hicieron allí arriba dos rondas, que se cruzaron y remedaron la redondez del mundo. Y las dos rondas daban vueltas y vueltas, una sobre otra, y de pronto una gaviota desde tan alto distinguía a su víctima y se desplomaba rapidísima sobre el agua, y de un picotazo mataba y se llevaba su pescado en el pico, masticándolo durante el vuelo, y volvía hacia esa esfera de alas llenas de ese vacío ardiente y azul. Hasta que otra veía su comida y se desplomaba desde donde era sólo un punto blanco, y se le veían crecer las alas en la bajada y tocar el agua, y de un picotazo mataba y tragaba y volvía a subir. 

   El chico ya estaba muy lejos cuando emergió de nuevo. La mujer desde la orilla, parada, lo seguía con la vista. Agitó la mano. El chico, sin volverse, nadaba ahora hasta una roca que se levantaba en medio del agua. El hombre, que no se había movido, ni siquiera levantando la vista, seguía fumando. Tenía cierta amargura en los labios.

   El sol se fue poniendo, el mar empezó a crecer y el chico estaba volviendo. Cuando llegó, chorreaba espuma. Le dio una toalla. El mar, empujando sobre la playa, empezaba a desbordar. La mujer esperaba temblando en el viento frío. Ahora, el río. Y a cubrirlo.

   –Vamos –dijo el hombre parándose, por fin, mientras se sacudía los pantalones. 

   Y el chico, que temblaba ahora de frío como por las noches de miedo, solo, arriba, en el cerro, en la casilla de madera donde vivía sin ver a nadie, porque papá trabajaba en algún fundo que él no sabía nunca dónde quedaba, el chico sí que escuchaba por las noches al viento y al lejano rumor del mar entre los pinos; y que se pasaba el día tratando que le dieran de comer los pescadores o escondiéndose debajo de las mesas de la hostería de la carretera para robar cervezas, o colándose a los ómnibus que hacían la ruta de la costa, o colándose al cine para ver entre pescadores que roncaban siempre las mismas películas de cowboys, hasta que el portero lo sacaba a patada limpia; el chico, pues, se puso despacio su rotoso pantalón mientras la mujer gorda trataba de ayudarle. El agua que subía ya les mojaba los pies. El hombre ya se iba caminando hacia la carretera con las manos en los bolsillos.

   La mujer se agachó y juntó sus ropas y todas las posesiones que el chico había tardado todo un día y quizá muchos días más en recoger, y que había desparramado delante suyo, y las metió dentro de la lata. Después agarró al chico de la mano y se fueron por la arena seguidos por el mar que avanzaba detrás, hasta donde alcanzaba la vista. Las gaviotas de pronto aterrizaron allí, en torno a ellos. Y así, inexplicablemente, alzaron el vuelo como un estallido de alas entre las que los dos caminaban abriéndose paso.

   –¡El tiburón! –gritó el chico desprendiéndose con rabia–. ¡Se me va el tiburón! –dijo, y corrió a buscar la gran calavera del aguijón que ya se iba mar afuera.

   Después subieron juntos hasta la carretera, entre las casillas de adobe levantadas sobre pilotes. El hombre los miraba ahora de lejos esperando el ómnibus. Las olas ya habían cubierto toda la playa y el brazo de río había desaparecido. Pero debajo se veía la corriente, empujando empecinada, como una calle subterránea, siempre mar afuera. Entonces, mientras la mujer terminaba de vestirse, alguien llamó al chico, alguien dijo algún nombre: “Paco”, o algo así. Y el chico cruzó la carretera con todos sus tesoros, corrió cerro arriba y desapareció. 

   El hombre subió al ómnibus invitándola a seguirlo. Cuando el ómnibus arrancó ella vio cómo el hombre la miraba desde la ventanilla. Después se quedó sola. En la penumbra incierta de esa noche de fines del verano, se peinó, contra el viento, de espaldas al mar. Fue sorprendente lo rápido que oscureció en la noche sin luna. Entonces se acercó a la vidriera iluminada de la hostería, junto al cafetín del Partido Conservador, donde había hombres en la puerta que la miraron mientras hablaban de otra cosa. Enfrente, en el viento, se escuchaba muy fuerte el ya invisible ruido del mar.

   –¿A qué hora pasa el micro de Valparaíso? –preguntó.

   Frente al mar, la hostería, el cartel luminoso del cine, el cafetín y la estación de servicio donde paraban los ómnibus. Eso era todo. Más allá de la curva seguía la carretera, entre la playa y los cerros, como amenazantes. La hotelera parecía ser un poco sorda.

   –¿A qué hora, el de Valparaíso? –preguntó más fuerte la mujer, y esperó respuesta.




Germán Rozenmacher

Germán Rozenmacher
Germán Rozenmacher
(Buenos Aires, 27 de marzo de 1936-Mar del Plata, 6 de agosto de 1971)Escritor, dramaturgo y periodista argentino. ​Destacado por su narrativa relacionada con el desarraigo, la soledad, la discriminación y las preocupaciones político-sociales derivadas de su adhesión al peronismo, su cuento Cabecita negra es considerado un clásico de la literatura argentina.

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