Bien Juarez

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La del martes sería su última clase. La escuelita de Villa Lupanar era un destino provisorio antes de conseguir la vacante en la capital.  Se hacía lo que se podía. Los días de lluvia venían la mitad de los chicos porque las calles se anegaban hasta las puertas de las casas y entonces preferían no salir. Una gripe cuesta más que un día menos de colegio.

No pensó que se encariñaría tanto. Nunca conviene apegarse a los alumnos cuando uno va de aquí para allá, tomando suplencias que se terminan en dos o tres meses.

Cuando el embarazo de la señorita Delia empezó a complicarse y se tomó una licencia bastante antes de la fecha probable de parto, llegó él, a aprovechar la oportunidad hasta que saliera algo mejor.

Para tranquilidad de la comunidad educativa la directora anunció que ya estaba en camino un nuevo maestro, sí, un varón. Pensaba para sí que al fin alguien lo ayudaría a lidiar con las peleas cuerpo a cuerpo en el recreo y que cuando algún papá se presentara impertinente a reclamar alguna cosa podría llamarlo, un verdadero equipo.

Llegó al barrio en el colectivo de las cinco  y apenas se bajó un chico (supo un poco después que su nombre era Tavo)   se acercó a él como si lo hubiera estado esperando desde hacía horas.

-¿Uste es el maestro de cuarto grado?

-Sí, y usted es…

-Gustavo Juárez, Tavo para los amigos y alumno de doña Delia. ¿Uste la conoce?

-No, no he tenido el gusto.

-Es re buena pero ahora está muy embarazada. Dicen que el bebé tiene dos cabezas y que viajó de urgencia al Hospital Regional porque la tienen que abrir de lado a lado para sacárselo. Seguro va a ser muy inteligente.

-¿Por qué? – preguntó  él.

-Porque dos cabezas piensan más que una. Bah, eso dice mi mamá

Ahí no más y sin preguntarle le sacó el maletín de las manos y emprendió una marcha decidida por el medio de la calle de barro, entre las casas bajas.

Desde entonces su vínculo había sido para el maestro una promesa tácita de sacar a Gustavo adelante, de darle todo lo que pudiera para que el día de mañana, vaya a saber cómo o cuándo, pudiera aprovechar las ventajas de una buena educación.

Poco le importó cuando la Directora le advirtió que tuviera cuidado con él, que era un Juarez y que esa familia  llevaba el mando en el barrio, además del robo y otras cosas que mejor ni hablar.

No estaba dispuesto a renunciar por ninguna razón a la promesa que se había hecho, nada como un desafío para un maestro que recién empieza.  Trabajaría con ese chico como si fuera su hijo.

Le regaló un cuaderno de tapas duras, con forro araña color azul. En el medio tenía unas ilustraciones de los cinco animales más grandes de África que Tavo miraba una y otra vez durante los recreos. Era su tesoro. A veces dejaba que otros también lo hojearan a cambio de 25 centavos o una bolita lechera.

Era lealtad mutua. El maestro pensaba las clases para Tavo y Tavo hacía las tareas más para el maestro que para sí mismo.

Era el primero en levantar la mano si preguntaba por la tarea o si tenía que mandar a alguien a buscar el borrador a otra aula, o las tizas o el registro. Tavo volaba de un lado a otro para no demorar más de lo necesario. Volvía con la sensación de haber cumplido misiones importantes, “relevantes”, como decía el maestro, para su tarea de enseñanza-aprendizaje. Él no aprendía mucho, una prima de quince años que cursaba sexto grado lo ayudaba. Jamás iría al colegio sin hacer la tarea, no sería capaz de hacerle eso al maestro.

La noticia del traslado, aunque esperada, le despertó una nostalgia anticipada, un deseo de querer dejar, de sembrar para el futuro. La última clase debía ser única, memorable, por lo que decidió trabajar la historia de Aquiles, el Grande y el concepto de héroe.

Se sabía un buen orador pero cuando se lo proponía podía atrapar y dirigir la atención de los oyentes como un hábil director de orquesta.

Así, aquella mañana, el aula de la escuelita de Villa Lupanar se llenó de espadas gloriosas y negros corceles, escudos de metal que centelleaban bajo el hierro y sacrificios de honor en el campo de batalla.

La parte del caballo de madera provocó una exclamación generalizada de júbilo y la muerte de Héctor, ánimo revanchista entre los estudiantes.

Él les miraba los ojos y hablaba con tanta pasión como le fuera posible.

Se había guardado el remate para el final y hasta lo había ensayado: “Un héroe es quien se prueba a sí mismo, quien lucha contra la adversidad y la derrota, quien defiende el honor. En definitiva, chicos, un héroe es alguien que lucha por dejar su nombre bien en alto”

Si quería dejar un mensaje, si esperaba que Tavo recordara alguna cosa de su maestro de cuarto grado, sería eso.

Pero no tuvo la oportunidad de pronunciar las estudiadas palabras porque cuando se disponía a hacerlo, irrumpió en la clase la directora con una lividez más pronunciada que lo habitual.

-Venga conmigo. Se van a matar.

Dio media vuelta y salió rauda hacia la puerta de la escuela y él detrás y detrás los chicos de cuarto grado.

Sobre la vereda una multitud rodeaba un claro en el que dos hombres discutían cuchillo en mano.

-Te dije que nada de mariconeadas en el fútbol –dijo uno – que jugaras como macho pero nada, te la pasaste haciéndome caños para que todos vieran que entrenás desde chiquito. Pero ¿quién te pensás que soy yo? – gritaba- Yo soy un Juarez y a los Juarez nadie les toca el culo, ¿me entendés? A los Juarez se los respeta y si un Juarez te dice que no hagas caño, no lo hacés y punto.

El otro escuchaba cuchillo en mano, sabía que no se trataba solo de una reprimenda.

Tavo se puso al lado del maestro, era su tío el que daba el espectáculo y no se quería perder detalle.

El hombre insultado amagó una respuesta pero el otro retomó con más furia.

-Los Juárez somos todos hombres, bien machos. ¿Vos querés caño? Acá tenés caño.

Soltó el cuchillo y de la espalda sacó un revólver pequeño. Apuntó hacia el otro que quedó paralizado. No se esperaba esa movida.

El círculo de gente se abrió a su espalda.

Las dos detonaciones hicieron caer de bruces al hombre. Juárez había sido preciso, una bala en cada rodilla.

Tavo no se inmutó ante lo que pasaba, es más, se acercó al hombre que sangraba para verlo de cerca.

-Y que todos sepan –continuó el tirador– que los Juárez la bancamos y tenemos honra. Acá me quedo y que venga la policía.

Un rumor de admiración corrió por la calle como una ola brillante.

El maestro se acercó a Tavo y lo tomó de la mano para rescatarlo, para llevarlo al aula porque todavía le faltaba lo más importante, el cierre de la clase, lo que tanto había practicado. Quería hablarle de los valores más altos, explicarle que no hay circunstancias que hagan al hombre sino que es el hombre el que hace sus circunstancias. Quería decirle que si se lo proponía y si estudiaba mucho podía soñar en grande, lo que quisiera.

Entonces lo vio y lo entendió todo. Tavo sonreía y tenía en los ojitos ese brillo inconfundible de haber visto un verdadero héroe.

El traslado le llegó unos días después.

Silvia Catino
Silvia Catino
Es profesora en Letras, docente y coordinadora del taller literario El Péndulo. Es una de las autoras marplatenses con más presencias en LaPalabraPrecisa.

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