Virus del año 20

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Querida Elena

Han pasado ya seis días desde la última vez que hablamos. Pensé mucho sobre lo que ocurrió el sábado. Me angustio tan solo de sentirme en ese lugar otra vez. Cuando yo tenía tu edad detestaba que los viejos fueran inquebrantables en sus opiniones; tenaces, testarudos y casi siempre equivocados. Por eso me pasé varias horas removiendo el balero, como decimos nosotros. No sé si vas a volver a hablarme después de leer esta carta, pero sentarme a escribirla me ha servido como ejercicio de una memoria que, en parte, se ha ido con tu abuela. Eso ya justifica que haya ido a buscar mi birome en el cajón y me sentara un tiempo a escribirte con mis propias manos.

No se puede decir que yo empecé la discusión, eso sí. Pero no estuvo bien que reaccionara de esa manera, el día de tu cumpleaños y frente a todos tus amigos y tu novio. Que yo sé que es tu novio, aunque vos digas que son amigos. Como sea, me excedí en decirle esas cosas al chico. Capaz que sabe un montón de informática y yo le salté al cuello. Pero de verdad, mi idea era hacer un chiste. Si él justo estaba hablando del virus informático ese, que nunca me acuerdo el nombre. Calzaba perfecto decirle ¡Qué podés saber vos de virus, virus eran los de antes! Te juro, Elenita, que decir algo así era un cliché de viejos de mi época, por eso lo dije. Vos ya sabés como soy, irónico. Bueno, ahora pensarás que soy un idiota.

Quiero pedirte perdón, algo que me costó muchos años aprender a hacer. Pedir disculpas es una forma de saltar por encima del pozo de los miedos. Cada error sobre el que no volvemos agranda más ese abismo, hasta que estamos tan lejos de nosotros que no logramos distinguir nada desde la otra orilla. Por eso quiero que me disculpes, para que me ayudes a cruzar ese vado que se ha formado entre los dos, este abismar de soledades que nos tiene callados y tristes.

Pero además quiero contarte algo que quizás no sabés. Algo que tiene que ver con los virus, los virus de antes. Tenía el doble de tu edad cuando se desató en todo el mundo el virus del año 20. De esto, te estoy hablando hace casi cincuenta años. Ya no me acuerdo de muchas cosas que pensé que nunca iba a olvidar.

Nos enteramos de que un virus desconocido estaba enfermando a la gente en China y se expandía con rapidez persona a persona. Al principio no le dimos mucha bolilla, pero cuando los países europeos comenzaron a infectarse, nos empezó a parecer cosa seria.

Internet no había desplazado a la televisión del todo (y ni siquiera pensábamos que bio-net reemplazaría a las dos). El Presidente apareció en los televisores del país anunciando que se decretaba una cuarentena obligatoria para todos. Cada día nos enterábamos de los miles y miles de contagios que se producían en el mundo. Así que nos decidimos a guardarnos en nuestras casas y esperar que eso diera resultado. Estoy seguro de que pensás que fue una medida un poco rudimentaria, pero a veces la solución más efectiva es la más sencilla.

Los primeros días las personas se lo tomaron con humor. Subían fotos a las redes, videos, audios, mostrando lo que hacían en sus casas.

Con el transcurrir de los días, las noticias del mundo eran cada vez peores. Sin embargo, nos alentaba saber que aquí la crisis sanitaria estaba contenida por el esfuerzo de toda la gente que cumplía con quedarse en sus casas. Algunos, claro, tenían que salir a trabajar sí o sí. Producir alimentos, medicamentos, atender enfermos. Para ellos se dispuso que debieran llevar un papel que dijera que estaban autorizados para andar en la calle o usar el transporte público. Cuando este sistema funcionó, se creó también otro papel para los que debiéramos salir a hacer las compras. Yo me hice ese papel y por eso andaba cada dos o tres días por el barrio, generalmente de noche, con el permiso en una mano y la bolsita de las compras en la otra. Entiendo que para ustedes un virus informático pueda ser algo terrible: la comunicación es casi imposible, no se puede enviar comida, libros o lo que sea por plasmalocación, sin hablar de las personas que usan la bio-connect en sus corazones o pulmones para vivir. Pero un virus que se te mete en el cuerpo siempre es más nocivo que un virus que le hace mal a una máquina. Sé que pensarás que estoy viejo por esto que digo, pero nada de lo que inventemos nos va a alejar de la condición de ser seres vivos. Y, claro, de saber que no hay nada material que suplante la vida.

Para evitarte este aburrimiento, me voy a saltar unos cuantos días en mi historia. La gente empezó a perder la paciencia. Subían fotos desnudos o haciendo sus necesidades. Lo que entendíamos por infidelidad virtual nunca más volvió a ser lo mismo. Exploramos los límites de la dependencia a esos cositos que llamábamos celulares que todavía no se implantaban en las manos ni nada. O quizás sí, ya los teníamos implantados, pero nosotros nunca nos dimos cuenta. La cosa es que un día en que me demoré escribiendo algo o leyendo, no me acuerdo, salí más tarde de casa a hacer las compras y encontré el mercadito cerrado. Caminé unas cuadras, me detuvo un policía. Miró con atención mi permiso y me dio el conforme. Le pedí que me indicara dónde podría encontrar algún negocio abierto y me dijo que la verdulería de la otra cuadra estaba hasta las nueve. Me fui al trote, porque no llegaba y ahí la encontré. Estaba acomodando todo para cerrar, de espaldas a la puerta del local. Hice un ruido con las zapatillas al llegar y ella se dio la vuelta. Los dos teníamos el barbijo puesto (¿te dije que teníamos que usar barbijos obligatoriamente?) así que solo podíamos vernos media cara. Ella tenía los ojos más lindos que he visto. Tan lindos que nunca pude decirle de qué color eran, porque cambiaban según el día estuviera nublado, hubiera humedad o el sol partiera las chapas al medio. Ahí estaban esos ojos y acá yo, de este lado, detrás de unos cajones de madera que servían de barrera para evitar que la gente entrase al local. Le pedí unas bananas, acelga, no sé qué más. Balbuceaba nervioso detrás de la friselina y ella embolsaba, diligente. Le pagué, me dio las gracias y me fui. Sentía el corazón como un tomate enlatado.

Al día siguiente regresé. Todo el camino fui dándome ánimos para preguntarle el nombre. El policía me paró otra vez, yo le di el permiso sin quitar la mirada del cartel luminoso de la verdulería. Seguí la media cuadra restante y otra vez le hice ruidito con las zapatillas. Apareció. Hola, me llamo Hernán, le dije y enseguida pensé qué mierda le importaría a ella. Pero se rio. Se rio y me dijo hola Hernán, yo soy Nina ¿qué vas a llevar?

Desde ese día, para mí, el nombre Nina es una canción de una sola palabra. No me acuerdo de qué habré comprado, pero no me importaba en ese momento y menos me importa ahora. Cada dos días, yo pasaba cerca de las nueve por las vereditas solitarias que me llevaban hasta su negocio, le mostraba el permiso al policía Germán (que de tanto pasar nos hicimos conocidos) y seguía viaje hasta el local de Nina con el pretexto de comprar algo. Claro que mi objetivo era charlar, aunque no fuera más que unos minutos porque Germán nos salía de chaperón (esa palabra te queda de tarea, Elenita) y había que volver a casa. Primero conversábamos a través de los barbijos, pero resultaba tremendamente infructuoso. Por eso me animé a pedirle su número y una noche le escribí. Charlábamos horas y horas. Por mensajes de texto y por videollamadas que eran como los hologramas que usan ustedes pero adentro de la pantalla del teléfono. Así nos fuimos conociendo y nos convertimos en compañeros de cuarentena. Hay cosas que no puedo contar de todo aquello, cosas que vos vivirás con tus novias y novios algún día; pero te aseguro que todo aquello nos ayudó a tu abuela y a mí a vivir en esos días. Y digo bien: a vivir, porque sobrevivir es vivir sin amor, y nosotros nos enamoramos enseguida.

Al terminar cada charla, nos dábamos un beso a través de las cámaras y nos deseábamos buenas noches. Yo le hacía un chiste diciendo que si pasábamos toda esa tormenta, la iba a buscar en mi auto y nos iríamos a cenar y mirar el río.

Ciento veintitrés días después, se anunció que el virus estaba retrocediendo y que se iniciaría una vacunación mundial para prevenir nuevos contagios.

Con Nina no parábamos de hablar acerca de cómo sería vernos. Yo pensaba en cómo sería abrazarla o darle la mano y estoy seguro de que ella también, pero nunca nos animamos a decirnos nada.

Fue un lunes del año 20 en que salimos a la calle por primera vez; quiero decir, sin restricciones. Nunca me voy a olvidar que fue un lunes porque todo el mundo hacía bromas con que era el lunes más lunes de la historia. En la tele y en las redes los medios difundían un hashtag, algo que ahora ya no se usa más, que decía #DeLaCasaALaPlaza. Todos estaban en la calle. Fue un espectáculo increíble, parecíamos zombis muy tímidos que se miraban y se sonreían.

Yo salí corriendo directo para el local de Nina y de camino le di un abrazo eterno al policía Germán. Es la única vez que abracé a un cana en toda mi vida. Después seguí corriendo y la vi parada en la esquina, a tu abuela, más hermosa que nunca. Tenía los ojos como mil jilgueros y el pelo negro y enrulado sobre los hombros. No nos preguntamos nada. No nos dijimos nada. Ella me dio la mano y se largó a llorar. Yo me largué a llorar con ella. Me acerqué despacito y nos dimos un beso, nuestro primer beso.

Frente a la verdulería había una casita de ventanas verdes de la que siempre decíamos que sería nuestro primer hogar. Hablábamos del nombre del perro, del nombre del gato. De las plantas que tendríamos. Nunca hablamos del nombre José, pero allí nació tu papá, Elenita. En esa casa que alquilamos unas semanas después.

Ese virus se fue y nos dejó millones de muertos y una crisis económica incomparable. Costó mucho recomponerse. No fueron años fáciles los que siguieron. Pero yo te quería contar esta historia, que es tuya también, porque tengo miedo de que no vuelvas a hablarme.

Cuando leas esta carta, ojalá me perdones. Y si es así, estaré feliz de que ese virus informático no te permita usar el holograma para aparecerte en el living de mi casa. Que no nos quede otra que darnos un abrazo tibio y apretado.

Un abrazo, ese es el principio de nuestra familia, Elenita. Y no espero nada de vos con tanta fuerza.

Te amo. Hernán, tu abuelo cascarrabias.

Paraná, 17 de julio de 2068.

Iván Taylor
Iván Taylor
Nació en Aldea María Luisa, Entre Ríos; actualmente vive en Paraná. Ha escrito columnas de opinión política para El Diario de esa ciudad y colaborado en varios medios digitales. Algunos de sus cuentos y poemas forman parte de antologías tales como: Luces de mi Ciudad, Paraná 2015; Premio Rafael J. Hernández, Pehuajó 2016; Poesía Punzó 2017; Antología Federal de Poesía Región Centro CFI 2018. Su primer libro, La Parte Blanca de la Noche (2018) fue publicado bajo el sello editorial de Fundación La Hendija. Este año su poema "Coca" fue elegido ganador del certamen Florencio Calgaro promovido por el Centro Cultural Cabayú Cuatiá. Ha escrito una novela y un libro de cuentos que permanecen inéditos. Actualmente trabaja en la Editorial Municipal de la Ciudad de Paraná.

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