Una mañana de noviembre

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Antes de entrar a la escuela, bajo los tilos de la plaza de enfrente, comenzó a proyectarse el plan. Gastón fumaba sentado en un cantero, divertido con el lenguaje corporal del Roli. 

—Llamé del público de la estación, acá en Olazábal, como la otra vez. En esta fui cortito y al pie. Dije “hay una bomba en el colegio, van a volar todos los pendejos a la mierda”. Mirá quién viene allá —se agachó para agarrar esas pelotitas que caen de los tilos y tirárselas al que pasaba. 

Gastón giró, vio a Nahuel detenerse y saludar con esa calma envidiable que también podía ser irritante. 

—¿Qué hacen?

—El Roli hizo otra amenaza de bomba, en el Industrial, salió igual que la del Poli. Así que te imaginarás lo que sigue. 

—Viernes que viene —dijo el Roli—. Examen de física. 

—Ah, andan a full ustedes. Che, va a venir Manu Chao. Seguro que toca en algún lado. 

—¿Sí? ¿Dónde lo escuchaste? 

—Por la radio. Va a venir a la Cumbre de los pueblos. Y es Manu, va a tocar. 

—Yo lo único que sé —dijo el Roli— es que con esto de las cumbres las amenazas van a pleno. Hasta a Bush le puede caber una. ¿Quién te dice? 

Fue unos días después, durante un recreo, que Nahuel contó su idea para añadir al plan de amenaza de bomba. Consistía en encender un cigarrillo, sacarle el filtro y meter en su lugar un Colour Flower, con la mecha apretada entre el tabaco. De esta manera, el cigarrillo funciona como mecha y, cuando se consume, explicó Nahuel, enciende el flower, dando tiempo para dejarlo y que explote cuando ya se evacuaron los salones. 

—¿Y cuánto tarda en consumirse un pucho? —le preguntó Gastón—. ¿No es poco tiempo? 

—Puede ser uno largo. Un Virginia Slim. 

A la salida fueron por los elementos. Caminaron varias cuadras por la vía del tren que partía las manzanas. Era mediodía y pegaba el sol; los abrigos de la mañana ahora engordaban las mochilas adornadas con pins y parches. Cerca de la esquina de Funes y Belgrano, hicieron la prueba. Gastón tomó el tiempo.

—Quince minutos y un poco más. 

—Con eso tenemos que andar bien —dijo Nahuel. 

El Roli asintió. 

Las mañanas siguientes fueron de entusiasmo. A diferencia de los demás colegios, en este la amenaza de bomba tendría un plus: habría una explosión, un momento de confusión y adrenalina que la volvería única. Ya estaba todo organizado: Nahuel iba a dejar el cigarrillo con el flower en el baño al final del primer recreo; el Roli había arreglado con su hermano para hacer el llamado a la misma hora; a ellos les quedaba hacerse los sorprendidos y dejarse llevar.

La primera hora se hizo larga. El profesor de matemática copiaba ejercicios en el pizarrón y se ponía a leer el diario, levantando a veces la cabeza y la voz, sólo cuando sentía que el aula se descontrolaba. En la portada del diario estaba el Diego; entre comillas se llegaba a leer alguna consigna contra el ALCA. 

Florencia había girado el banco, dispuesta a repasar para el examen de la hora siguiente. Gastón mostró interés por las fórmulas del movimiento rectilíneo uniforme, el movimiento rectilíneo uniforme variado y entendió que la aceleración era igual a la fuerza dividida por la masa. 

—El m.r.u. es fácil. Seguro que va a haber algún problema del tipo calcular el tiempo que tarda un auto en ir de un punto a otro a una velocidad constante de X. 

Escuchaba a Florencia y de fondo un riff de guitarra que venía de los auriculares del Roli, que en el banco de al lado movía la cabeza y marcaba el tiempo con un pie. 

El recreo fue un aliento recíproco, una confirmación de lo pactado. Llegaba el momento y sólo se podía actuar. Cuando el timbre ya había sonado, Gastón entró al aula, se sentó en su banco y miró de reojo al Roli, que hacía lo mismo. La profesora les hizo tomar distancia entre sí y les dejó el examen. Entre el ruido de los movimientos, comentarios en voz baja y llamados al silencio, se abrió la puerta. Nahuel entró pidiendo disculpas por la demora. Se acomodó en su lugar con paciencia infinita. Gastón carraspeó y volvió a mirar de reojo. El reloj de su muñeca avanzaba lento. Con inquietud le daba vueltas a la hoja y, por primera vez, dudaba de la eficacia del plan. Cuando la puerta volvió a abrirse se alivió, se ablandó en su silla como si no estuviera por pararse, apenas escuchó las palabras de la preceptora, le alcanzó con “protocolo de evacuación’’. Ahora todo se veía mejor: por la ventana, la mañana avanzaba y prometía un día soleado. Hubo risas, silbidos, gritos y un examen que voló hecho un bollo. La profesora resopló, llamó al orden, con fastidio hizo que el curso se formara para salir. En los pasillos se juntaron con el resto de la escuela, comenzaron a avanzar con algo de fila burocrática y otro algo de marcha de reivindicación.

Entre los tilos de la plaza, Gastón encontró las sonrisas cómplices del Roli y Nahuel. Cada tanto miraba el reloj: todo iba según lo planeado; ya casi todo el edificio estaba afuera; se escuchaban risas, algunos comentarios especuladores de elogios. Se acercó a Florencia, pensaba decirle algo irónico sobre el examen de física. Pero la encontró preocupada porque el curso de su hermano, del jardín de infantes, era el último en salir. Venían del salón de música, en el piso más alto. Ahora el reloj en su muñeca avanzaba rápido. Los niños salían lento y algunos lloraban, asustados. La maestra hacía ademanes con los brazos como un agente de tránsito y quería que todos se dieran la mano para cruzar la calle. El hermano de Florencia, uno de los asustados, revoleaba la cabeza y buscaba con los ojos. Ella lo llamó, le hizo señas. Gastón le dijo que se quedara tranquila, que no pasaba nada y volvió a mirar el reloj. Calculó que el flower estaba por explotar. 

Y explotó. Y hasta él se sorprendió. Entonces vio todo de golpe, rápido, imprevisto: el movimiento de cabezas sincronizado como en una coreografía; al hermano de Florencia correr hacia la calle; el auto a velocidad constante, en movimiento uniforme más tiempo del que debió; a Nahuel inmóvil, pálido, con los ojos muy abiertos y la mandíbula caída; al Roli doblarse, hacer una arcada, escupir; a Florencia gritar y correr. Él tragó saliva. No supo qué hacer, así se quedó frente al amontonamiento que comenzó a armarse en medio de la calle. Como desde afuera, se vio a sí mismo dar vueltas aturdido, repetir palabras inútiles, perderse entre el ruido, las caras desencajadas de compañeros, docentes y de padres que llegaban al lugar, los autos que se embotellaban, las sirenas de la policía y de la ambulancia que intentaba abrirse paso. Sin aire, ni alivio, ni fuerza, se sentó en el cordón. 

No hubo hasta las cumbres, ni por un tiempo más, otras amenazas de bombas en las escuelas. Gastón se cambió al terminar aquel año. De Nahuel no tuvo más noticias. Supo que el Roli se fue a vivir a Capital y puso un pet shop con el hermano. A Florencia la buscó por redes sociales muchos años después. Se desveló estudiándola. Vio que tenía una familia, una hija parecida a ella. Se detuvo en los gestos, las sonrisas, el brillo de los ojos ante la cámara. Al menos en esas fotos, era feliz.

Gonzalo Galán

Gonzalo Galán
Gonzalo Galán
Nació en 1990. Fue finalista del certamen Mar abierto de Cepes ediciones y del concurso de cuento y poesía para escritores inéditos de S.A.D.E Atlántica. Vive en Mar del Plata.

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