Finales

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La primera vez que Brasil fue campeón del mundo yo tenía quince años, jugaba todavía en las inferiores de Cipolletti y estudiaba en Neuquén. En ese entonces los jugadores que trabajaban en el exterior no podían integrar los equipos nacionales. Por eso en el llamado desastre de Suecia

no pudimos tener a Maschio, Angelillo y Sívori. Guillermo Stábile era el entrenador del equipo que había deslumbrado un año atrás en el Sudamericano de Lima. Creo que Stábile tenía una actitud amateur y estaba convencido de que los nuestros no podían perder nunca con los bastardos europeos. Así fue como no pasamos la ronda inicial y nos trajimos seis goles checos en la bolsa.

Mi bautismo de fútbol por televisión debe haber ocurrido en 1954, el año que estuve de visita en Buenos Aires con mi madre. La tía Ignacia tenía, si mal no recuerdo, uno de los primeros apara tos que entraron en el país. Me parece que era un Standard Electric, pero no podría jurarlo. Lo

veo como si aún lo tuviera ante mí, encima de una enorme biblioteca con la colección de la revista Selecciones. La pantalla tardaba un siglo en encenderse, era casi redonda y sólo había emisiones a partir de las seis de la tarde.

A mí eso me parecía otro milagro propio del genio del general Perón y no imaginaba que años más tarde nuestra vida iba a orientarse desde una caja eléctrica. Lo cierto es que allí, sentado en un living de la calle Venezuela, me vi todos los partidos del Mundial de Fútbol Militar que se jugaba en Buenos Aires. En verdad sólo era un cuadrangular al que Perón había puesto un título pomposo. Ganó Francia, que jugaba muy bonito, y los argentinos habrán quedado segundos. No recuerdo otro jugador que no sea el sargento primero Diez, un recio pelado que jugaba de centro jás en Ferro Carril Oeste y salía en las figuritas Starosta. En esa época las innovaciones de Helenio Herrera no habían llegado todavía a Buenos Aires. Jugaban los nuestros con dos zagueros haciendo zona en cada esquina del área, dos mediocampistas que perseguían a los wines y el número cinco trotan do por el círculo central. El insider derecho llevaba el número ocho y se tiraba atrás para recibir del centro jás. El número diez volanteaba un poco, se la tiraba al wing y lo acompañaba en el paseo. El nueve era “punta de lanza” y goleador, como Borello de Boca, o “piloto”, igual que el uruguayo Walter Gómez de River. Ya en los años cuaren ta había un wing al que le llamaban mentiroso, que era el once. Ese no corría por la raya sino que retrocedía para echarles una mano a los del medio.

Vaya a saber por qué, el armador era más bien el número cinco. To da vía se los puede ver a aquellos mu chachos en los viejos noticieros de cine rescatados por la televisión: partían al ataque como un malón de indios gordos que se ponían a gambetear sin ninguna necesidad mientras a sus espaldas quedaban, solitos como vigías, los backs, a los que ni se les ocurría ir a cabecear en el área rival. Era muy raro que un defensor o un “jas” hiciera un gol. Sólo de casualidad tiraban al arco. El cambio iba a empezar en 1958 en Suecia, el día en que Amadeo Carrizo y los otros se enteraron de que, más allá del Río de la Plata, existía otro mundo. Ese nuevo territorio del fútbol había empezado a crearse en Italia en los años treinta y de golpe iba a ser coloniza do por el Brasil de Pelé. Entonces vino Juan Carlos Loren zo, que cambió las reglas. Ahí se terminaron los wines y los jas. Fue él quien empezó a armar los equipos de atrás hacia delante, sistema que años después Osvaldo Zubel día iba a con vertir en una máquina de guerra. Pero en aquel idílico 1954, mientras yo miraba por la tele el Campeonato Mundial Militar, el fútbol argentino ignoraba horarios de entrenamiento, comía tallarines con salsa de crema y se fumaba unas pitadas en el entretiempo. Tengo un reportaje en el que Borello le dice a El Gráfico que con el fin de poner un poco de orden, los jugadores de Boca han ideado un sistema de multas para los que llegaran tarde al entrenamiento de la mañana.

Evoco la prehistoria del fútbol y ahí estoy yo, ten so y concentra do en mi primer partido como internacional. Sucede en Temuco, al sur de Chile, allá por el año 59. Somos la selección juvenil del Alto Valle y llevamos casacas azules como Brasil ahora. No voy a narrar partidos que no interesan

a nadie, pero recuerdo una cancha llena y un número diez de ellos que nos hizo dos goles. Jugué horrible ese día. No acertaba a estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. Me acuerdo cuánto me herían los festejos del público local y lo irritado que estaba nuestro capitán Raúl Rusconi, un muchacho que pocas veces jugaba más de dos partidos seguidos sin que lo expulsaran.

En aquel entonces no se usaban tarjetas amarillas y rojas. El referí lo hacía todo a pulmón, de puro guapo y hay que reconocer que el tipo debía tener una gran personalidad para salir del paso. Déjenme atrapar en mi cansada memoria la imagen del Colo González, capitán de mi equipo y maestro en el arte de tratar con los árbitros. Un día que un tal Segundo Segovia, de poco pelo pero peinado a la gomina, me hizo un gesto de expulsión por dar un trompazo en un corner, el Colo se le acercó con las manos en la espalda y en voz baja le dijo: “No lo haga, señor, que lo condena a muerte al papá”. Segundo Segovia le hizo seña de que retrocediera o lo echaba a él también, pero ya lo había picado la curiosidad. “Un infarto ––le dijo el Colo––. Tiene el papá internado con un infarto”. Yo los miraba de reojo pero hacía como que tenía la vista clava da en el suelo. “¡Atrás, rajen!”, gritaba Segundo Segovia y hacía un aspaviento bárbaro. Esos ges tos deliciosos eran los que más confusión creaban en el público y los relatores de radio. Desde la tribuna era imposible saber si el referí había echo ademán de expulsión o de “hagan picar la pelota allá”. Y todo era negociable.

Aquella tarde Segundo Segovia se conmovió por que era su padre el que su fría del corazón. Me llamó hereje e insubordinado, aunque no creo que conociera el sentido de esas palabras, y anotó el número de cama del hospital donde mi padre estaba internado. El Colo le dio el número y hasta el nombre de una enfermera simpática. Cinco o seis partidos más tarde volvi mos a tenerlo de árbi tro en un partido fácil. Antes de empezar me preguntó si mi padre se recuperaba bien y ni bien le rocé los talones a un contrario me hizo sacar por la policía. De un partido a otro, de copa en copa, aprendemos cosas nuevas. Hay una moral del que mira y otra del que juega. Nunca olvidaré el piedrazo que le pegaron en la espalda a un arquero que estaba pelando un durazno mientras su equipo asediaba al nuestro. Nos pareció tan salvaje aquel gesto que antes de que llegara el referí escondimos el cortaplumas que sostenía en la mano. Aquel fue un partido tenso porque el cortaplumas no apareció nunca. Desde el momento en que todos menos el referí supimos que no estábamos solos se terminó la marca hombre a hombre y salió uno de los mejores partidos que puedan darse con un empate en cinco o seis goles. Nada de eso puede pasar hoy en Los Angeles. Desde hace mucho tiempo a los salvajes del fútbol les basta con tirarte una sonrisa helada.

Osvaldo Soriano

Osvaldo Soriano
Osvaldo Soriano
(1943-1997) comenzó a trabajar en periodismo (Primera Plana, Panorama, La Opinión) a mediados de los años sesenta, y se dio a conocer como escritor en 1973 con su originalísima novela Triste, solitario y final. Si bien publicaría sus dos libros siguientes (No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno) durante su exilio en Europa, la aparición de ambos en la Argentina en 1982 lo convertirían in absentia en el autor vivo más leído del país. Su retorno con la democracia y su rol como alma mater del diario Página/12 reforzarían aun más este vínculo con los lectores: cuatro novelas más (A sus plantas rendido un león, en 1986; Una sombra ya pronto serás, en 1990; El ojo de la patria, en 1992 y La hora sin sombra, en 1995) y cuatro volúmenes con sus mejores crónicas periodísticas (Artistas, locos y criminales, en 1984; Rebeldes, soñadores y fugitivos, en 1988; Cuentos de los años felices, en 1993 y Piratas, fantasmas y dinosaurios, en 1996) habrían de transformarlo en un clásico contemporáneo de la literatura argentina. Sus libros han sido traducidos a dieciocho idiomas y adaptados con éxito a la pantalla cinematográfica. Seix Barral se enorgullece de la creación de esta Biblioteca Soriano que pone al alcance de los lectores de habla hispana la totalidad de su obra.

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