Despertar

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 Otra vez el ruido de la lámpara me despertó. La pereza de moverme de la cama ni siquiera me deja mirar el reloj, pero por los pocos ruidos de la calle y la luz que entra por la ventana supongo que no son más de las dos de la mañana. Daniel duerme al lado mío y puedo escuchar su respiración profunda y desde afuera, el sonido de algunas hojas moviéndose apenas sobre el techo de casa. A los pies de la cama, Panchita también duerme hecha un nudo. A veces quisiera ser como ella: contorsionista y sabia, durmiente profunda y relajada. Pero no, cualquier ruido leve o fuerte, me trae de un tirón a la realidad y me despierta siempre antes de tiempo, cuando el sueño está en su apogeo o la realidad es una fantasía en la que quiero quedarme un largo rato.

Cuando me levante tengo que ir a comprar los tomates para la cena de esta noche. “Tienen que ser duros pero no de cámara, lo más grandes y maduros posible pero no pasados. Acordate hija que es muy importante ponerle la mayonesa antes de servir para que no se vea amarillenta” me dijo una vez mamá cuando me pasó la receta de los tomates rellenos por teléfono la noche que quise hacérselos a Daniel.  

Mañana es Noche Buena y a mi hermano se le antojó que yo hiciera los tomates de entrada para la cena, en homenaje a mamá y porque a mi me salían casi tan ricos como a ella. No tengo ganas de hacerlos pero sé que para él es importante.

Creo que afuera está lloviendo. Por la ventana se filtra olor a tilo y humedad. Si por alguna razón no supiera que son vísperas de Navidad, solo por el perfume de la calle sabría que son tiempos de fiesta.

La cama se mueve mucho. El piso, que es de madera, tiene un desnivel que la deja inclinada y cuando me pongo de un lado, se mueve la mesita de luz que hace mover la lámpara que me desvela de noche. La lámpara la compré en un anticuario una tarde de paseo con mamá. La pagué carísima a un chino que vivía en San Telmo. El chino dueño del anticuario se llamaba Chuhan Li o algo así y había llegado al país, en un barco con sus padres en el año treinta. Tenía noventa años que parecían cincuenta. Le contó a mamá que había nacido en Hongcun, en un campo de arroz minado de bueyes, sombreros de paja y caminos de tierra. Que su madre lo había parido sentada y que lo primero que puso en su boca fue la ubre de una vaca lechera que era de su padre. También le contó que el anticuario era en realidad su hobby porque su trabajo verdadero era hacer bonsái. Ella le contó entonces que había leído unos libros sobre ombúes, y Chauhan Li asentía con la cabeza. Le dio a mamá una tarjeta para que si quería, se hiciera unos cursillos breves sobre el cultivo, riego y mantenimiento del bonsái y de paso unas sesiones gratis de acupuntura porque la veía algo tensa.  Ella sólo pensó en los beneficios de la acupuntura y aceptó la tarjeta mientras me daba un codazo sutil y cómplice.  Chuan Li me envolvió la lámpara y con mamá seguimos paseando por San Telmo.

Me quedo pensando en que mañana va a ser la primera Navidad sin ella. La extraño. Lloro y sonrío a la vez. 

No sé si pasó mucho tiempo desde que abrí los ojos, pero si afino el oído puedo escuchar el sonido que hacen las ruedas de los autos sobre el asfalto mojado, casi como un arrullo. Anoche desde la cama se veía la luna llena por la ventana y al lado de la luna una estrella inmensa que brillaba y titilaba. Hoy no veo ni la luna ni nada, apenas alguna sombra que se filtra por las cortinas. Es una noche calurosa y las sábanas se me pegan al cuerpo. Las arrastro hasta los pies de mi lado y dejo caer una pierna por el borde de la cama. La lámpara vuelve a moverse pero yo ya estoy desvelada. Cierro los ojos, quiero dormir pero es imposible. Afuera, un perro ladra sin descanso a la luna que no ve.

No le compré un regalo a Daniel, no sé qué regalarle. Él ya tiene mi regalo, me dijo y eso me pone más ansiosa todavía. La navidad pasada fue más fácil, apenas nos conocíamos. Fuimos a tomar algo antes de la cena familiar y después cada uno a su casa. 

Ahora él quiere estar conmigo, con nosotros, que le presente a mi familia. Dice que lamenta no haber conocido a mi mamá y que le gustaría mucho no perderse más nada de mi vida. A veces me habla como mi papá, solo a veces. Él se está tomando en serio nuestra relación pero yo todavía no sé qué quiero. Mi tía me pidió que lo invitara a su casa a pasar las fiestas. Apenas se lo dije enseguida me preguntó si podía llevarle un regalito a ella o a los nenes.

-No es necesario- le dije, pero si querés…

Me contó que cuando era chico, apenas terminado el jardín de infantes se enteró que Papá Noel no existía porque su hermano mayor, mucho mayor que él, un día enojado porque Daniel le había sacado la cabeza a un soldadito que tenía en la repisa, le dijo  “Papá Noel es papá que se pone un gorro que esconde en el último cajón de su ropero. Si no me crees, fijate” y cuando fue al cajón y vió el gorro se le vino el mundo encima. Dice que lloró tanto durante tantos días que tuvieron que llevarlo al doctor. No comía ni le hablaba a sus padres. Dice que desde entonces, cada Navidad donde hay chicos él hace un regalo para sumar al arbolito y que no va a ser por él que dejen de creer en esa mentira hermosa. 

Un trueno fuertísimo hace vibrar las paredes de la habitación. Me abrazo a Daniel que apenas se da cuenta. Hay un mosquito que zumba y me olvidé de poner la pastilla. Me pasa cerca de la oreja provocándome. Una vez leí que los mosquitos pican a las personas y animales porque necesitan sangre para poner los huevos y que las que pican son las hembras. También leí que en toda su vida no vuelan más que unas pocas cuadras. Éste que está acá en la habitación se está volando toda esta vida y la que viene. 

Si mañana llueve como la Navidad pasada, no vamos a poder hacer fuego afuera en el parque de los tíos. Todavía me acuerdo la risa de la tía viendo cómo se volaba el nylon que el tío había puesto en la parrilla para que no se mojara el lechón. Lo terminamos haciendo al horno y comimos como a las dos de la mañana, ya todos en pedo y abriendo regalos. Mamá se había disfrazado de Papá Noel como cada año y esta vez mi sobrino, el más grande, la reconoció porque del pedo que tenía se había olvidado de sacarse los aritos que le colgaban. Ella se empezó a reír, dejó la bolsa con los regalos en el piso y diciendo JO JO JO y agarrándose la panza se fue por la puerta por la que había entrado.

Parece que dejó de llover pero el calor es insoportable. Por la ventana empiezo a escuchar el canto de algunos pájaros y una luz muy tenue se empieza a reflejar en la pared con las sombras del árbol más alto que hay en la vereda. Cuando viví en el campo aprendí a conocer el canto de algunos pájaros y también que si las ranas cantan viene la lluvia. Es infalible. A veces me gustaría volver al campo y empezar de nuevo. 

El mosquito ya no zumba. ¿Se habrá muerto solo? ¿Se le agotó su vuelo de vida?

Miro el reloj. Son las cinco de la mañana y Daniel ronca suavemente, con la paz de los que descansan.   Tengo sueño pero creo que en algún momento me dormí y soñé porque recuerdo a mi hermano vestido de Papá Noel al lado de un  arbolito inmenso repleto de regalos, una fuente llena de tomates rellenos y mamá charlando con Daniel mientras el tío, como siempre, vigilaba el fuego. Era  una hermosa noche de estrellas y si me concentro,  todavía siento el perfume a tilo inundándolo todo. 

Carolina Peleretegui

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