Anatomía de la resistencia

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es la fiesta de comer

y beber de mí

éste es mi cuerpo

lo que me pasa es el mundo

voraz como una playa

veloz como el verano

Susana Villalba 

  • Apretado.
  • Incómodo.
  • Suelto.
  • Loco.
  • Vidrio.
  • Indefinido.
  • Vacaciones.
  • Mar.

Libres, las asociaciones libres son libres. Sólo se trata de asociar libremente. Nada es del todo libre ni libre del todo. Una asociación libre está condicionada. Y la libertad condicionada no deja de ser una de las múltiples máscaras del encierro. Las asociaciones libres disfrazan a las libertades condicionales. Son retóricas del espacio, tanto real como inconsciente.

Lo real no existe, la libertad tampoco. Todo lo que imaginamos, pensamos, experimentamos, sentimos y asociamos no es otra cosa que un simulacro del disimulado uso de la libertad, que es tan condicional e inexistente como la realidad misma.

Quiero decir que, si una voz me arroja, como se arroja un objeto, con fuerza y contundencia, una palabra, yo debo asociarla “inmediatamente” (y en esa inmediatez se instala y proyecta el sentido de “libertad”, en tanto la voluntad de la razón suspende la interferencia cuya impronta invalidaría la naturaleza del carácter libre de la asociación) con otra palabra. Palabra que, a su vez, debo devolver, como si hubiera rebotado en mi ser, con la misma fuerza y contundencia con que la recibí.

“Rápido, rapidito, sin pensar, decí lo primero que se te ocurra”. Y me dijo: “Apretado”. Yo contesté (no se trata estrictamente de una contestación porque no se ha formulado ninguna pregunta) “incómodo”. La voz tira la pelota de nuevo, con seguridad y hasta con sabor a reto: “Suelto”. “Loco”, le devuelvo la pelota. “Vidrio”, golpea la voz que se insinúa transparente. “Indefinido”, ni lo pensé, fue el reflejo de jugadora novata. “Vacaciones”, dice la voz, “mar”, asocio libremente.

Pero las asociaciones libres, lo dije ya, no existen como tales. Las asociaciones están condicionadas. Y cada quien ejercita un libre uso de sus condicionamientos y expectativas. Aunque, para ser coherente con lo que vengo exponiendo, debería decir: “todos hacemos un uso condicionado de nuestra libertad de asociación”. Por eso, donde yo digo mar, otro dirá familia, o dirá tiempo, o tranquilidad. Tal vez infierno, montaña, viaje, estudio. O muerte, crimen, pasajes, túneles. Aguijón, bosque, aguacero, larvas. Tren, insomnio, escondite, acertijo. Almohadas, intemperie, destino, luz o voracidad. Podría seguir imaginando libremente las asociaciones libres ajenas, que no coinciden con las mías, porque mis condicionamientos son tan propios como los de cualquiera, instruidos y nutridos en el compost de la intransferible e inefable experiencia. Y para mí las vacaciones son las de verano: enero y febrero. Las vacaciones de verano tienen un único destino: el mar. Un mar que no es cualquier mar.

No es el Negro, ni el Caspio ni el Rojo. No es el Mar Mediterráneo, no es el Adriático ni el Índico. No es el Mar Amarillo, ni el Arábigo, ni el Blanco. Tampoco el de Andamán, ni el Aral, ni el de Banda. No es el de Bering, ni el de Célebes. No se trata del Mar de la China Meridional ni tampoco el de China Oriental. Ni el de Filipinas, ni el de Japón, ni el de Ojotsk. No es el Mar del Joló, ni el de Kara, tampoco el de Noruega, ni el Báltico ni el Barents. No es el Mar de Irlanda, ni el del Norte, ni el Cantábrico. No los que siguen: Mar de Ansenuza, Mar de Chile, Mar de Beaufort, Labrador, Caribe, Cortés. No el novelesco Mar de los Sargazos, ni el de Alborán o el de Salmón.  No se trata del Mar de Halmaheran ni tampoco el de Tasmania.

“Vacaciones”, pronuncia la voz que busca el efecto rebote propio de las asociaciones libres de mi libertad condicional, a esa palabra reacciona la red de determinaciones de mi única e individual experiencia de vida y sensaciones, y, bajo el efecto de una fantasmal y aparente asociación libre, respondo “el mar”. Pero necesito aclarar que no cualquier mar o el mar como concepto abstracto que reúne o refiere a todos los mares como a uno solo, absorbidos e indiferenciados bajo el imaginario esencialista de lo absoluto e inarticulado. Yo pienso en el mar de Necochea/Quequén.

Las aguas profundas y casi impersonales de los otros océanos y mares que ocupan casi la totalidad de la superficie de un planeta llamado Tierra, que se encuentra dominado y sometido a la supremacía de la fuerza portentosa de todas las mareas, ajenas y alternativas, podrán asociarse libre o condicionalmente con otras palabras, pero no con “vacaciones”. 

La cuestión debería continuar, ahora, por otro camino e indagar entre otras circunvalaciones en las que hacen contacto las asociaciones libres y las determinaciones que las condicionan.

El resto es resto. Significa que queda afuera. Las múltiples asociaciones, sus infinitas variables y la potencial combinatoria de posibilidades han quedado reducidas y circunscriptas a unos kilómetros de costa al sudeste de la Provincia de Buenos Aires, República Argentina, ubicados a 38 ° 33´16.2´´ latitud S, 58° 44´ 22.6´ longitud O; allí está ubicado ese trozo de planeta, ese punto inalterable y perdido dentro del mapa, pedazo de mundo, fragmento extraviado de un todo cuyo centro está en otra parte.

Zona de identificación tallada por el cincel del viento del Sur, el Pampeano; el viento que sacude las olas y que viene del Este, la Sudestada; el viento casi gentil que corre desde el Oeste, el Zonda; y el caluroso viento Norte. Zona de instalación concebida en los sueños de infancia. Zona de reconocimiento, delineada por las postales guardadas en la memoria. Zona de pertenencia, tatuada en los pliegues de la piel con la tinta del calamar.

Mi cuerpo se instala y se vuelve uno con ese fragmento territorial, fusión de partículas elementales, moleculares, celulares, atómicas, epidérmicas, atmosféricas, salitrosas y arenosas: se trata, sin que el ojo alcance a percibirlo, de las partículas que aportan la energía que anima a la materia.

La asociación libre, como reacción al estímulo de la vibración sonora de la voz que pronunció “vacaciones” se desplazó en un salto cuántico hacia la memoria del tuétano y respondió desde mi cuerpo, que deviene descomponiéndose, haciéndose, deshaciéndose, reconstruyéndose, desde el primer verano de mi existencia.

Todo mar y toda playa tienen huella de identidad. Cada mar y cada playa son registrados en la cartografía que se despliega en la extensión del cuerpo y deja huella en la espesura de su intensidad. El nervio óptico y la piel hacen a la anatomía de la resistencia. 

La retina, retiene; la piel, redistribuye. El cuerpo se extiende en el espacio, ocupando el tiempo, filtrándose en el paisaje, porción planetaria que nunca tuvo nada que ver con la belleza. La piel es el órgano limítrofe que da contorno a mi yo. De solo pensarme despellejada, sin esa urdimbre conteniendo al continente, este cuerpo que soy se derramaría, abyecto.

El ojo recorre la superficie de la piel, que es superficie de mi yo. Ahí acabo o ahí inicio. O ambas cosas. Comienzo y termino en ese borde epidérmico y poroso que define mi forma, mi silueta, mi contorno y mi existencia. Entonces, soy ese fragmento de materia cósmica. Y la piel, que es planicie y agujeros, dibuja hasta dónde yo llego, qué espacio ocupo y qué forma tengo. La piel se me impone, tan amorosa como tirana, para desafiarme: o me quedo adentro o me salgo. Puedo acurrucarme en el interior de mis órganos, obediente y discreta o puedo gozar el peligro del desafío, salirme para encontrarme afuera. Los poros son como vaginas minúsculas. Algunos los leerán como continentes negros, ausencia, no existencia, una nada que obliga a la sumisión. Pero otros verán en esos poros la presencia y harán de ellos la oportunidad del viaje, la ocasión para la salida, para el encuentro con lo otro que nos constituye y nos está llamando. La piel con sus poros es horizonte que delimita (imaginariamente) el adentro y el afuera, lo que es yo y lo que es otro. Es frontera franqueable que, como mojón, indica el territorio en que estoy y soy, que es también en el que percibo, siento y persisto. Resisto. Busco la fuga. Siento el dolor, el alivio, el cansancio, el sueño, las cosquillas, el deseo, el hastío y el pánico. Siento el mar. No cualquier mar. No otra playa. 38°33´16.2´´ latitud S; 58° 44´ 22.6´´ longitud O.

Si alguien tomara el mapa, o mejor, el globo terráqueo, ese inventado al que le creemos las proporciones, y lo miramos “correctamente” pactando con la idea de que el Universo tiene un arriba y un abajo, si hiciera bien todo aquello que está mal hecho y observase el globo infame e ideologizado, vería  que las playas de Necochea y Quequén están aquí, bien al Sur, más abajo caben la Patagonia, Tierra del Fuego, la Antártida y después, al final, al fondo, debajo de todo, ese punto que es ombligo y culo del mundo. Los mapas deberían abandonar el antiguo hic sunt leones para incorporar el hic sunt pinguinus cuando señalan el territorio ubicado al sur del Sur.

No hay pingüinos en Necochea ni en Quequén. Las separa un río y las une un puerto en cuya boca una lobería curiosa monitorea la bandera de los barcos que entran. Cada lobo es una mole cansina de carne y grasa que se arrastra dificultosamente hacia el agua. Cuando entran al mar se vuelven criaturas gráciles y livianas. Las dos localidades comparten el mismo mar pero sus geografías costeras son diferentes. Acantilados, cuevas, mejilloneras, médanos fijos y de los otros (los nómades, que cambian de lugar sigilosamente, movidos por los vientos, que son cuatro (o más)), desiertos, campos, molinos de viento, suave declive, declive abrupto. Y la línea del horizonte.

¡Ah! (permítanme esta interjección ridícula)

¡Ah!, la línea del horizonte es corrediza e ilimitada, se mueve de punta a punta, desde una punta de la nada a otra punta de la nada. Como un hilo en dificultosa tensión, con el que bien podría soñar y fantasear el equilibrista, cuelga de los extremos del mundo formando un ángulo superior a los 180°. 

Desde la orilla de Necochea los ojos miran el horizonte y lo van barriendo hacia abajo, hasta acercarlo a mis pies, descalzos, con arena adherida, polvo granulado de caracoles y conchillas blancas, nacaradas, marrones, perladas, naranjas, amarillas, rosadas, verdosas, grises y negras. Levanto los ojos, desde mis pies, levemente hundidos en la arena lamida por los lengüetazos salivados que escupen las olas, hasta el horizonte, línea ilusoria de perfección geométrica. Desde esa línea recta hasta mis pies ondulados y torcidos, todo lo que puedo ver y mirar es mío y soy yo.

Es primero de enero de 2023. Me levanto y voy a la playa. La mayoría de los mortales descansa el sueño de los biberones de alcohol con que calman su sed los viejos recién nacidos. No hay nadie, estoy sola. Tiendo la lona, me embadurno en bronceador. Ese olor a coco tan particular que atrae a la melancolía. Cómo un olor puede abolir el tiempo y condensar su transcurso. Así sucede con la crema, solamente destaparla y esparcirla es como frotar la lámpara de Aladino. La magia no debe ahondar en explicación.  Que efectúe sus transportaciones. El sol quema, pica. Siento el placer de saber y sentir que ahora soy solamente superficie y que las superficies se superponen y se tocan, densificándose. El mar, es superficie. La playa extensa, es superficie, mi piel tendida, es superficie. El sol las atraviesa a todas. Se levanta un viento enredante, revuelve las olas, sacude y vuela la arena, levanta conchillas que se pegan con fuerza sobre la piel ardida por el sol y ahora picoteada. Se va la lona, se suelta el pelo, las hojas del libro que permanecía cerrado comienzan a correr como si un lector fantasma hubiera dado con ellas. Hago un montículo con mis cosas y coloco sobre él unas piedras. Camino hacia el agua, está helada. Muy fría, fría. Sin más pensarlo me tiro en el agua helada, muy fría, fría. Me sumerjo, cuando me levanto las olas ofrecen pelea, quieren ver si todavía me les animo. Me les animo. Vuelvo a sumergirme y me extiendo, hasta sentir que las dos tenemos la misma temperatura.


Cecilia Secreto

Cecilia Secreto
Cecilia Secreto
Nació en Necochea, Provincia de Buenos Aires. Es profesora, investigadora, crítica literaria, tallerista y escritora. Desarrolla su trabajo en la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Su primera publicación bajo la forma de capítulo de libro grupal lo realizó en Editorial Biblos: “Herencias femeninas, la nominalización del malestar” en Mujeres que escriben sobre mujeres (que escriben) en 1997. Desde aquella primera publicación en la que comenzó a analizar los aspectos patriarcales y contrapatriarcales de los cuentos de hadas y la deconstrucción de los estereotipos femeninos en las reescrituras de este tipo de relatos, no ha abandonado los estudios de género considerando, la literatura, la crítica literaria, las teorías feministas, psiconalíticas, filosóficas, sociales, del lenguaje, performativas y otras, hasta tocar los aspectos biopolíticos y ecologistas vigentes en la actualidad. Es autora de la novela Cuando elegí ser Evita (Acercándonos Ediciones, Buenos Aires, 2021)

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