Vivir mi vida

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Para Fer

Los jueves el niño salía a las tres porque tocaba entrenamiento de futbol, y la madre lo recogía en el estacionamiento de la cancha. Mamá, voy llegando, le avisaba, porque su regalo del último cumpleaños había sido un Samsung Galaxy. Vestido con su uniforme de camiseta amarilla y calzoneta blanca se balanceaba en sus zapatos de taquitos al acercarse al Yaris donde ella esperaba al volante, la mochila escolar a la espalda y en la mano el maletín Adidas, sudoroso pero feliz. En el camino de regreso iba contándole desde el asiento trasero sus hazañas de mediocampista, baja la voz, cariño, te escucho muy bien sin necesidad de que grites.

Marisa se llama la madre. Raymond el niño. Matías el padre, quien no regresará sino pasada las siete de la noche en el Corolla que le ha asignado la empresa. Es vicegerente de marketing de Procter and Gamble y suele tener a deshoras juntas donde se discuten las estrategias para no perder terreno frente a Unilever, una cerrada disputa por el mercado de desodorantes, shampoo y jabones, toallas sanitarias y papel higiénico.

Viven en Residencial El Rialto, y cada vez que hace sonar el claxon para que el guardián pulse el botón que abre la reja eléctrica de acceso al reparto, Marisa no deja de sentir un grato cosquilleo de satisfacción en el plexo solar. Dentro de las murallas de la ciudadela no hay ruidos de talleres de soldadura ni vulcanizadoras donde los operarios destapan las llantas en plena acera, ni humo de autobuses, ni pregoneros de lotería, como cuando vivían en casa de sus suegros en el casco antiguo de la ciudad. En las piezas exteriores de las casonas coloniales se han instalado ahora bares, restaurantes chinos, salones de tragamonedas y almacenes de ropa que sacan a las aceras sus maniquíes de fibra de vidrio, calvos o decapitados, y anuncian sus mercancía con sones de cumbia y letanías de regatón.

El Yaris huele a ambientador floral. Las bolsas negras de la basura, debidamente selladas, esperan en los porches de las casas por el camión que pasa a la hora puntual. El tráfico es escaso en las calles asfaltadas que tienen la tersura del terciopelo, y sólo pueden circular los vecinos, y los visitantes autorizados en la garita de control; nadie corre a la loca porque hay reductores de velocidad pintados de amarillo canario cada cincuenta metros, lo que permite a los niños patear la pelota sin ningún peligro. También hay un área verde donde pueden jugar a su gusto, sombreada con eucaliptos, pinos y cipreses trasplantados con grúas,  y un estanque donde nadan patos canadienses de plumaje marrón y collar blanco.

Sus suegros vienen a almorzar algún domingo, y ella es ahora quien pone las reglas. Antes tenían que esperar el llamado para acercarse al comedor, como pupilos acongojados de pensión donde huele siempre a sopa de pollo deshidratada  y desinfectante para pisos.

El club del reparto tiene una junta de vecinos de la cual ella es secretaria. Hay una piscina con sus vestidores, parrillas al aire libre para asar carne, y una cancha de volibol. Es allí donde almuerzan con los suegros que no dejan su aire cohibido sabiéndose fuera de ambiente; y su suegra, mientras come la ensalada rusa a bocados lentos, rumia su desconsuelo pues sabe que con los ingresos del marido, que hace trabajos de contaduría a destajo en diversas casas comerciales, nunca saldrán de aquel caserón decrépito de puertas y ventanas enrejadas.

Las casas de El Rialto son todas de dos pisos y tienen el mismo diseño, una fachada que remata en un capitel triangular y un tragaluz redondo debajo del capitel; pero a los compradores se les permite pintarlas a su gusto, y construir anexos en la parte trasera, tomando parte del patio, siempre que los planos sean aprobados por la compañía urbanizadora; también pueden sembrar los árboles que quieran en el perímetro que les corresponde. Ella sembró al frente una palmera de abanico, de esas que tienen hojas parecidas a las del platanero.

Hay modelos de dos recámaras y de tres. El de ellos es el de tres, con 180 metros cuadrados de construcción. Las recámaras se hallan ubicadas en el segundo piso, la principal con cuarto de baño privado y las otras dos con uno compartido. En el primero se encuentran la sala comedor, un pequeño estudio que ellos usan como sala de televisión, la cocina, el cuarto de la doméstica, una bodega, un espacio lava y plancha, y un tendedero.

 Escogieron el modelo de tres recámaras porque piensan en un segundo hijo, ojalá una mujercita, a pesar de que tener a Raymond no fue fácil. Marisa padece de estrechez del cuello del útero. De todos modos están muy a tiempo de volver a intentarlo, pues Matías tiene 32 años y ella 29. Raymond es un niño hasta allá de inteligente, y su capacidad de percepción, análisis y comprensión supera los parámetros de su edad, según los entusiastas reportes del School counselor.

Saben que la hipoteca es asunto largo, veinte años de plazo. Apenas van por el tercero, y durante largo tiempo sólo abonarán los intereses bancarios, de modo que su único título es una escritura de promesa de venta. La propiedad sigue estando en manos del banco, pero eso no los hace sentir menos dueños porque pagan cumplidamente; el trabajo de Matías en la compañía es seguro, con posibilidades abiertas de ascenso, y ella aporta sus ingresos de agente de bienes raíces por cuenta propia.

Eso les permite también mantener a Raymond en el Saint Thomas. En las aulas, la cafetería y las canchas, sólo está permitido hablar inglés.  Pagan quinientos dólares mensuales, pero lo hacen con gusto. No sólo recibe una excelente educación, sino que tiene la oportunidad de relacionarse con niños de buenas familias. Su suegra usa la palabra “rozarse” que a Marisa le parece vulgar.

Sus mejores amigos son Jorge y Clara Eugenia, padres de Wendy, compañera de clases de Raymond. Fueron ellos quienes cuatro años atrás los invitaron a escuchar una prédica del padre Graciano, guía del grupo catecumenal del Verbo Encarnado. Jorge es ingeniero de sistemas y trabajaba en la planta de ensamblaje de Entel en el parque tecnológico de Majada Vieja, y Clara Eugenia regenta un gimnasio aeróbico en la calle Euclides Lucientes, cerca del pequeño enjambre de rascacielos del distrito financiero.

Aceptaron con cierta reticencia, porque ninguno de los dos mostraba entusiasmo por la religión, pero regresaron encantados del estilo llano del sacerdote, con tanto sentido del humor que se permitía contar chistes a costillas de los personajes de las sagradas escrituras, y en poco tiempo se integraron al grupo donde reinaba tal camaradería, que tras las sesiones en la casa pastoral de la iglesia Redentor del Mundo, se organizaban tertulias que no excluían las bebidas alcohólicas, y el padre Graciano siempre estaba entre ellos con un vaso de Chivas on the rocks en la mano. La vida de ambos sufrió un vuelvo espiritual, y así lo hicieron patente, entre aplausos de los demás, en el testimonio que les tocó ofrecer en una de las sesiones donde cada quien ventilaba en alta voz sus asuntos de fe y sus problemas familiares.

Ese jueves Marisa acompañó como siempre a Raymond hasta su recámara, y mientras ajustaba la temperatura del agua de la ducha, el niño iba dejando por el piso las piezas del uniforme que luego la empleada doméstica vendría a recoger. Lo empujó por la cabeza para meterlo bajo el chorro mientras él fingía resistirse, un juego del que ambos disfrutaban, y fue a prepararle el sándwich de mortadela y el vaso de leche con Nesquik de la merienda, un acto amoroso que no dejaba nunca en manos de la empleada. Minutos después el niño estaba ya en la cocina, oliendo a champú de manzanas, y mientras comía siguió hablándole de sus proezas de mediocampista, hasta que ella le recordó que era hora de las tareas.

 ─Tengo un nuevo amigo, mamá ─dijo Raymond.

 ─¿De tu año? ─preguntó ella.

 De su mismo año, se llamaba Kenneth. Sus padres venían de Guatemala, el headmaster había llegado a presentarlo a la clase, y el profesor hizo que cada uno de los niños se pusiera de pie para saludar al recién llegado, hola Kenneth, soy Raymond.

 Después de terminar sus tareas, Raymond salió a patear la pelota a la calle donde pronto se congregaron otros niños de las casas vecinas. Al rato empezaron una discusión encendida acerca de Messi y Cristiano Ronaldo, divididos entre partidarios del Barsa y del Real Madrid. No la estorbaban las voces en disputa mientras se ocupaba de colocar en la página web de su agencia nuevas ofertas de casas en alquiler, ilustradas con fotografías que ella misma había tomado. Así fue cayendo la tarde y vino la hora de la cena.

 La bendición de los alimentos la hacía Matías, pero a veces cedía la palabra a Raymond, como ocurrió esa noche, Señor, bendice estos alimentos que vamos a tomar, bendice a mi papá, bendice a mi mamá, y ayúdame a mí a portarme bien. Terminada su oración, Raymond volvió a repetir la noticia sobre su nuevo amigo, hola Kenneth, soy Raymond, tengo nueve años y vivo en residencial El Rialto, soy mediocampista del equipo infantil A y mi videojuego favorito es FIFA, mis papás ya me compraron el 15.

 ─Demasiado pronto para llamarse amigos ─comentó Matías por decir algo─, apenas tienes unas horas de conocer a Kenneth.

 ─Mamá, lo había olvidado, me convidó a su cumpleaños este sábado, hay que llevar regalo.

─¿Y la tarjeta de invitación? ─preguntó Marisa.

─Vaya, reconozco que ha nacido una amistad ─dijo Matías─. ¿A cuántos más invitó Kenneth?

─Sólo a mí, y a Wendy ─respondió triunfante Raymond─. Y pidió que no se lo dijéramos a ninguno de los demás niños de la clase.

─¿Y la tarjeta? ─insistió Marisa.

─Déjate de protocolos ─dijo Matías─. ¿Y dónde vive Kenneth?

─Dijo que en Lomas del Pinar.

─¿What? ─dijo Matías─. Esas son palabras mayores.

Marisa sabía bien que sí eran palabras mayores. Las cotizaciones de inmuebles en Lomas del Pinar, en el estrecho valle al pie de la sierras de los Atacanes, eran las más altas del mercado. Las residencias diplomáticas relevantes estaban allí, empezando por la Nunciatura Apostólica, y también era el lugar preferido de los CEO de las transnacionales con filiales en el país.

─Hay dos piscinas, una para grandes, otra para niños con cascada y tobogán, y se puede andar en caballos pony en la propiedad ─les informó Raymond─. También hay un cine tipo VIP con butacas reclinables, máquina de popcorn, y te ofrecen cocas y nachitos y hot dogs.

─Mansiones de abrir la boca hay en Lomas del Pinar, pero una como esa es raro que yo no la tenga en mis registros ─dijo Marisa.

No decía la verdad. Propiedades de esa magnitud se hallaban off the limits para agencias del tamaño de la suya. Los propietarios preferían negociar directamente con los clientes, o se las entregaban a corredores de empresas de real estate de Florida y Texas.

─Y Kenneth me va a enseñar la pareja de pingüinos ─dijo Raymond.

─Pingüinos de goma también hay en la piscina del club ─dijo Matías.

─No, papá ─dijo Raymond con impaciencia─, son pingüinos de verdad, los mantienen en un frigorífico, y viven entre témpanos de hielo. Uno puede verlos por una pared de cristal.

─Ese nuevo amiguito tuyo sí que sabe inventar ─dijo Marisa.

─Son pingüinos emperador ─dijo Raymond─, pingüinos muy especiales de la Antártida.

─¿Te vendrán a recoger en helicóptero? ─bromeó Matías.

─No, pero vendrá una camioneta blindada ─dijo Raymond.

─Exageraciones tampoco ─se rio Matías.

─No, papá, Kenneth llega al cole en una camioneta blindada, y el chofer y otro señor esperan afuera hasta que terminan las clases ─dijo Raymond─. Me llevó a ver la camioneta, cuesta abrir las puertas de tan pesadas. Pero tienen varias, la que mandarán por mí es otra.

─Bueno, el padre de Kenneth debe ser un verdadero big shot ─dijo Matías─, no quiere que le secuestren al hijo.

─No hables de secuestros delante de Raymond ─dijo Marisa.

Los adolescentes víctimas de secuestros express, paseados por los cajeros automáticos hasta que las tarjetas de crédito quedaban vaciadas, los asaltos cuchillo en mano para despojar a los colegiales de sus teléfonos celulares con riesgo de que te mataran de una estocada si no accedías a entregarlo, los pushers que ofrecían descaradamente anfetaminas y raciones de cocaína en los portones de las escuelas, todo eso formaba parte de un mundo de palabras prohibidas que Raymond no debería escuchar.

─Perdón ─dijo Matías.

─Tendremos que pensar en un regalo caro ─dijo Marisa.

Lo buscaría mañana. Tendría que ir a ToysRus del mall de Héroes de Torumba. ¿Qué podría gustarle a ese niño? Seguramente lo tendría todo.

─Mañana le preguntas a Kenneth que quisiera como regalo ─dijo Marisa.

─Comida para pingüinos ─dijo Matías, y se golpeó la frente como si hubiera dado con una gran idea.

─Esos pingüinos tienen comida suficiente, papá, les dan langostas, centollos y langostinos ─dijo Kenneth, que no siempre captaba las bromas de su padre.

─Dichosos pingüinos gourmets ─dijo Matías─; hora de irse a la cama, caballerito.

Al día siguiente viernes la tarjeta con Bob Esponja enarbolando su red de cazar medusas venía en la mochila de Raymond, te invito a mi cumple, habrá la mar de diversiones y sorpresas, ¡no faltes! La novedad era que los padres de Raymond también estaban invitados. Dentro venía una notita escrita a mano por la madre de Kenneth, quien se firmaba simplemente Luci. Paralelo a la fiesta infantil habría un pool-party para los adultos, traigan por favor sus trajes de baño, un área de la piscina tiene un bar incorporado y mesas, Kenneth ha hecho excelentes migas con Raymond, y será una linda ocasión para conocernos, chaucito.

A la hora de la cena el asunto fue examinado a conciencia. Irían, ¿por qué no? Si Wendy estaba invitada, se harían compañía con Jorge y Clara Eugenia para no sentirse como gallinas en corral ajeno. Clara Eugenia decidió que debía comprarse un nuevo traje de baño. Los de una sola pieza volvían a estar de moda, uno verde neón.

En el sobre venía también un mapa con la ruta para llegar hasta el lugar. En realidad quedaba más allá de Lomas del Pinar, unos tres kilómetros subiendo hacia las primeras estribaciones de la sierra. Una estrella roja señalaba el portón de entrada. La propiedad se llamaba La Macorina.

La Macorina, claro. El complejo había sido construido por de uno de los dos hermanos aquellos que huyeron del país tras descubrirse que habían estafado a tres bancos, al entregar en depósito de garantía miles de sacos que en lugar de café de exportación contenían cascarilla de arroz. Absueltos ahora de todo cargo por el Tribunal Supremo, y, levantado el embargo judicial sobre sus bienes, habían vendido o rentado La Macorina a aquellos dichosos guatemaltecos.

─No son guatemaltecos, mamá, son de México ─dijo Raymond mientras acercaba la boca al plato de espaguetis─. Kenneth habla como el Ñoño del Chavo del Ocho.

─Te he dicho mil veces que no hagas eso tan feo, debes enrollar los espaguetis con el tenedor, así ─dijo Marisa.

─Seguramente más bien rentado ─dijo Matías─. Esas transnacionales gigantes te cambian de lugar de la noche a la mañana. Imagínate que puesto elevado tendrá ese hombre, la mensualidad debe costar lo que vale esta casa.

A Marisa le disgustó el comentario porque advertía falta de pudor en las palabras del marido.

─¿Qué quiere Kenneth de regalo? ─dijo Marisa─. ¿Le has preguntado?

─Nada, mamá, no quiere nada, más bien él me dio a mí un regalo ─dijo Raymond.

Fue a buscar la mochila y de uno de los depósitos exteriores cerrados con zipper sacó un billete doblado en cuatro, y lo puso sobre la mesa al lado de su plato. Matías tomó el billete con extrañeza.

─Cien dólares ─dijo─. ¿Cómo es que un niño te regala así porque sí cien dólares?

─También le dio un billete igual a Wendy ─dijo Raymond, que ya sin hambre, se divertía en ensartar los espaguetis con el tenedor.

─Eso no está bien ─dijo Marisa─, ¿de dónde habrá sacado ese niño billetes de cien dólares para repartir?

─Tiene muchos en su bolsillo ─dijo Raymond─.  Mamá, ¿me puedes poner un poco más de queso parmesano?

─Si ya no tienes hambre, no desperdicies el queso ─dijo Matías.

A Marisa le temblaba la mano, y espolvoreó el queso del tarro fuera del plato de Raymond.

─Y tú fijándote en el queso parmesano ─dijo.

─Raymond ─dijo Matías, y tomó por el brazo al niño─, siento mucho, pero nosotros, tu mamá y yo, no podemos quedarnos callados con esto que ha pasado.

─Tenemos que dar cuenta al colegio, para que ellos informen a los padres de tu amiguito ─dijo Marisa.

 ─Sus papás no saben que tomó ese dinero ─dijo Matías.

─Y debemos hablar con Jorge y Clara Eugenia ─dijo Marisa, y acarició la cabeza de Raymond─. Si ya han visto el billete en manos de Wendy, deben estar muy preocupados también.

─Ese billete debemos devolverlo ─dijo Matías─. ¿Entiendes eso?

─¡Kenneth me lo dio a mí! ─protestó Raymond, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

─Es un dinero que no le pertenecía, y tú no te lo puedes quedar ─dijo Matías.

─¡Es de Kenneth! ─dijo Raymond, desafiante─. Cuando necesita dólares se los pide al otro señor que se queda esperándolo en el parqueo junto al chofer.  Tiene orden del papá de darle todo el dinero que necesite.

─Eso no puede ser ─dijo Matías─; es un niño fantasioso que te cuenta esas historias para justificarse.

─Pero si fuimos donde ese señor, y Kenneth le dijo: “dame dos billetes de cien dólares”, y el señor obedeció ─dijo Raymond.

Matías y Marisa se miraron.

─Aun así no me parece, y lo veo muy extraño ─dijo Matías.

─Ay papá, si es que don Macario es narco ─dijo Raymond.

─¿Narco? ─saltó Marisa─. ¿De dónde sacaste esa palabra? ¿Y quién es el señor Macario? ¿El que entrega los billetes a Kenneth?

─No, mamá, el señor Macario es el papá de Kenneth ─dijo Raymond─. El que carga el dinero se llama don Jacinto, y el que maneja la camioneta blindada se llama don Romualdo, todos son mexicanos, pero vinieron de Guatemala. Y fue Kenneth el que nos dijo: “mi papá es narco, y hace muchas obras de caridad”.

─¿Obras de caridad? ─dijo Marisa.

─En Guatemala regaló una cancha deportiva iluminada en un barrio de pobres. También mandó a hacer nueva la torre de la iglesia del barrio de don Romualdo.

─Eso es muy de los narcos, Matías, lo he leído en el diario ─dijo Marisa, ya fuera de sí─, y también tienen zoológicos. Por eso los pingüinos.

─Cuando se vinieron de Guatemala, la jirafa la donó el señor Macario al Zoológico, y sólo se trajo los pingüinos ─dijo Raymond─. La cebra se les había muerto a los veterinarios en el parto, y el señor Macario se puso tan furioso que mandó a darles cruz y calavera.

─¿Cruz y calavera? ─dijo Marisa.

─Bueno, mamá, es una forma de hablar ─dijo Raymond─. Les dieron un tiro en la nuca, y listo.

─¡Padre Santo, qué horror! ─se persignó Marisa.

─Es igual que en las películas, mamá ─dijo Raymond.

─Y tú que te quedas callado ─dijo Marisa mirando desconcertada a Matías─. ¡Di por favor algo!

─¿No estarás equivocado? ─dijo Matías─. ¿Tu amiguito no habrá dicho más bien antinarco? Quizás su papá es de la DEA.

─¿Alguien de la DEA va a vivir en La Macorina? ¿Alguien de la DEA va a ser dueño de jirafas, cebras y pingüinos? ¿Alguien de la DEA va a dejar que su hijo reparta billetes de cien dólares como volantes? ─dijo Marisa exaltada─. ¿Por qué siempre eres tan ingenuo?

─Solo preguntaba, Marisa, ahora no la tomes contra mí, estás muy nerviosa ─dijo Matías.

─Claro que estoy nerviosa ─respondió Marisa─. Y en ese colegio carísimo que pagamos, ¿cómo es que aceptan hijos de narcos? Esto tenemos que hablarlo mañana mismo con el headmaster.

─Don´t panic ─dijo Matías.

─¿Qué quieres? ¿Que me ponga a cantar Vivir mi vida tralalalá? ─dijo Marisa.

─Se te olvida que mañana es sábado ─dijo Matías─, no hay clases y las oficinas del colegio están cerradas.

─Pues hay que buscar al director del colegio en su casa ─dijo Marisa.

─Baja la voz que te va a oír la empleada ─dijo Matías.

─Le duele la cabeza y la mandé a acostarse, quedamos en que yo iba a recoger los platos ─dijo Marisa.

Las lágrimas corrían por su cara, y se las secó con el dorso de la mano.

─Raymond, ¿Por qué no vas a ver televisión? ─dijo Matías.

─Quiero mi dinero ─dijo el niño.

─¡Entonces no hay televisión y te vas a la cama en este instante! ─dijo Matías.

El niño subió las escaleras llorando a gritos.

─Narcos, lo que nos faltaba ─dijo Matías.

─Lo primero es llamar a Clara Eugenia y ponerla al tanto, si todavía no lo está ─dijo Marisa.

Se levantó en busca del celular, pero Matías la detuvo.

─Mejor esperemos ─le dijo.

─¿Esperar a qué? ─preguntó Marisa─. Lo que sigue es que usarán a tu hijo en el negocio de la droga. Lo van a convertir en pusher. ¿No has leído esas historias de los pushers infantiles que reclutan en los colegios?

Matías la miró con cierto reproche irónico. Pushers infantiles. Otro término del repertorio prohibido de Marisa.

─Ven a sentarte y hablemos esto con calma ─dijo Matías.

─Necesito un whisky ─dijo ella.

El bar era una pequeña carreta típica, pintada de vivos colores, comprada por Matías en una tienda de artesanías en Costa Rica. Se la habían empacado en piezas y él mismo se encargó de armarla.

─Que sean dos ─dijo él.

Marisa trajo hielo del refrigerador, y acercó la botella y dos vasos cortos. Habían copiado del padre Graciano el gusto por el Chivas, y la costumbre de beberlo on the rocks.

─¿Qué pasa si Jorge y Clara Eugenia ya saben lo del billete de cien dólares? ─preguntó Matías.

─Mejor, así voy al grano con ella ─respondió Marisa.

─Quiero decir, si ya lo saben y no te han llamado ─dijo Matías.

─Sería muy extraño ─dijo Marisa.

─¿Y qué si han decidido no meterse en líos? ─dijo Matías.

─¿Por qué? ─dijo Marisa─. ¿Por miedo?

─¿Tú no tienes miedo? –dijo Matías.

Marisa apresuró el vaso. Ninguno de los dos lo dijo, pero compartían la sensación de que, desde las sombras de afuera, en la perfecta quietud donde sólo se escuchaban las voces de una novela en un televisor, alguien se movía acechándolos, y por eso no se atrevían a mirar por las ventanas.

─¿Y si consultamos al padre Graciano? ─dijo Marisa.

─El padre Graciano no permite consultas en privado ─dijo Matías─. Todo hay que exponerlo en asamblea, con esa idea suya de la democracia pastoral. Escucha mi propuesta que es muy simple.

Era muy simple. El lunes Raymond no volvía más al Saint Thomas. Pedirían un traslado al Mount Saint Vincent, por ejemplo, era más caro pero no importaba. Hasta que no estuviera solucionado el traslado, no hablarían con nadie del tema, ni con Jorge ni con Clara Eugenia. Sin duda ya habían descubierto el billete de cien dólares en manos de Wendy y tendrían sus propios planes. Allá ellos.

─¿Y la fiesta de cumpleaños? ─preguntó Marisa.

Por supuesto que no irían, ni tampoco iría Raymond. Y ni siquiera habría por qué dar excusas. Si Raymond no regresaba al colegio, jamás volvería a ver a ese niño. El billete de cien dólares lo meterían de manera desapercibida en una de las alcancías de la iglesia del Redentor del Mundo la siguiente vez que tocara reunión del grupo catecumenal.

Bebieron otro whisky. La sombría asechanza de afuera comenzaba a disiparse, ya podían atreverse a mirar hacia las ventanas. Sonó el silbato de un vigilante, y otro le respondió. Mañana hablarían con Raymond en el desayuno, le propondrían una excursión al AquaFunny que estaba a unos 80 kilómetros sobre la carretera troncal a la costa. Al niño le fascinaban el tobogán gigante y el río turbulento, y podrían quedarse a dormir en alguno de los hoteles campestres de los alrededores.

Y también en el desayuno le explicarían lo del cambio de colegio, para tu bien, tesoro, el Mount Saint Vincent es de lejos mejor, conocerás nuevos niños, los hijos de los diplomáticos de la embajada americana están matriculados allí, organizan excursiones a Orlando durante las vacaciones, y el entrenador de fútbol que tienen es súper, lo han traído de Argentina.

Apagaron las luces de la sala y subieron tranquilos hablando de otros temas, y ya en las escaleras empezaron los escarceos que culminaron en la cama de manera ardorosa, más allá de la rutina. La empleada, que escuchaba desde su cubil sus risas y sus juegos, prefirió arrebujarse la cabeza con la cobija, no respetan ni la inocencia de su criatura. Luego volvió el silencio.

Al día siguiente los planes marcharon con las dificultades que eran de esperar. Raymond escuchó los cambios de planes, la excursión a AquaFunny a cambio de la fiesta de Kenneth, la decisión acerca del traslado de colegio. Terminó de comerse el cereal, se bebió el vaso de Nescao, y subió a su cuarto. Escucharon que cerraba la puerta con algún estrépito, y Marisa fue a tocarle la puerta, cariño, tenemos que salir antes de las nueve para que no nos coja el rush, mete lo que necesites en tu maletín y baja.

El rush de los sábados por la mañana era temible. La cola de vehículos que pugnaba por entrar a la carretera troncal a paso de tortuga llegaba hasta las inmediaciones del Parque de Ferias, bumper contra bumper, furgones de mercancías camino al puerto, todoterrenos, trailers con embarcaciones de recreo, casas rodantes, microbuses familiares, y multitud de sedanes poco conspicuos como el de ellos, con el sol ardiendo en las carrocerías.

Tardó más de la cuenta, pero claro que bajó, arrastrando el maletín. Un niño obediente al fin y al cabo, se integra sin dificultad al trabajo de equipo, es cordial con sus compañeros, y se distingue sobre todo por su sentido de la disciplina como factor decisivo del carácter.

Ya todos en el Corolla, Raymond en el asiento de atrás con el cinturón de seguridad debidamente ajustado, Matías al volante y Marisa a su lado, salió la empleada doméstica en jeans y sandalias doradas, porque había recibido el fin de semana libre, a avisar que llamaban por teléfono al señor, no estoy, carajo, dígale a quien sea que me he ido.

─¿Y si es tu jefe? ─dijo Marisa.

─Mi jefe me llama al celular ─dijo Matías─. Debe ser algún cabrón de la oficina con los reportes de ventas atrasados que quiere algún dato.

─Mejor ve, recuerda tu máxima ─dijo Marisa─, y desde la ventanilla hizo señas a la empleada para que dijera que el señor ya iba.

A los subalternos hay que tratarlos cortésmente, son piezas de una máquina que no funciona si alguna falta, era la máxima que el propio Matías vivía repitiendo de manera sentenciosa en sus conversaciones con Jorge, en las que del fútbol se deslizaban siempre a los temas del trabajo.

Matías tardaba en volver. Ella contuvo un bostezo, y tornó a mirar a Raymond,  que tenía puestos los audífonos. Le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. Ella presionó el botón de la radio. En la emisora sonaba Vivir mi vida. Siguió la letra en un murmullo.

La puerta de su lado se abrió y apareció Matías.

─Bájate ─le dijo.

La llevó hasta la palmera de abanico. Se palpó el bolsillo de la camisa buscando un paquete inexistente de cigarrillos, porque había dejado de fumar cinco años atrás.

─Era el señor Macario ─le dijo.

─¿Quién? ─dijo Marisa.

─¿Quién otro? El papá de Kenneth, el amiguito de tu hijo ─dijo Matías, y señaló hacia el Corolla donde Raymond seguía armando el rompecabezas en la tableta.

─No puede ser ─dijo Marisa.

─Lo sabe todo, sabe que estamos saliendo de la ciudad, sabe que vamos a cambiar a Raymond de colegio ─dijo Matías.

 ─¿Y cómo lo sabe? ─dijo Marisa.

─¿Qué cómo? ─dijo Matías, y volvió a señalar hacia el Corolla─. Tu hijo llamó a su amiguito por su celular, y le dijo que no iba a la fiesta y que lo cambiaban de colegio porque sus papás no querían nada con narcos, y en el teléfono se echó a llorar.

─¿Pero qué fue exactamente lo que te dijo ese hombre? ─preguntó Marisa.

─Que no le gustaban los desprecios, y que en su vida prefería tener amigos y no enemigos ─respondió.

─¿Eso fue todo? ─preguntó Marisa.

─Porque los amigos le duraban, y los enemigos no ─respondió Matías.

─¿Y luego? ─preguntó Marisa.

─Luego colgó ─respondió Matías.

Hay poco ya que contar.

El plano era suficientemente explícito como para llegar sin tropiezos hasta La Macorina. Dejaron el Corolla en el estacionamiento exterior, y antes de atravesar el portón de acceso fueron cacheados por los guardianes. Una mujer, recia de contextura, se encargó de cachear a Marisa.

Raymond cargaba el regalo como si se tratara de una ofrenda. Eran unos binoculares Bushnell Powerview, que fueron sometidos al detector manual de metales. Otro de los guardianes, calzado con guantes de cirujano, esculcó  los maletines donde llevaban los trajes de baño. El de Marisa, verde neón y de una sola pieza, tenía aún las etiquetas.

Pasado el trámite de ingreso, divisaron de lejos a Jorge y a Clara Eugenia que caminaban rumbo a la mansión. Clara Eugenia conducía a Wendy de la mano. Una orquesta de salsa tocaba Vivir mi vida en un estrado al aire libre y el cantante imitaba a Marc Anthony.

─Mamá, me muero por conocer los pingüinos ─dijo alegremente Raymond.

Masatepe, 2015/2016

Sergio Ramirez
Sergio Ramirez
(Masatepe, Nicaragua, (1942).Su novela Castigo divino (1988) obtuvo el Premio Dashiell Hammett en España, y el Independent Press Award, Nueva York, 2017. La siguiente, Un baile de máscaras, ganó en Francia el Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera en 1998. Margarita, está linda la mar ganó el Premio Alfaguara en el mismo año, además del Premio Latinoamericano José María Arguedas, otorgado por Casa de las Américas en Cuba (|999). Su novela Sara ganó premio Bleu Metropole en Montreal, Canadá, (2013).Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria (Chile, 2011). Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español (México, 2014).Premio Miguel de Cervantes (2017).Su obra ha sido traducida a más de quince idiomas.

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