I
El General miró su reloj, faltaba poco para el aterrizaje. Tiempo de regreso. Veinte de junio del setenta y tres. En el Aeropuerto de Ezeiza lo esperaba una multitud. Sobre las nubes, vuela un Perón de gesto adusto. En las últimas noches de Madrid su salud ha empeorado. Vuelve desoyendo las indicaciones médicas que le recomiendan no
participar en las tareas de gobierno. Vuelve para morir y lo sabe.
Al iniciar el descenso, se le informa al piloto que, sobre el palco preparado para el General, se producen enfrentamientos. Hay algunos cabildeos que incluyen al presidente Cámpora. Finalmente, la máquina de Alitalia es desviada a la base de Morón.
A la hora cero de aquel día, más de mil quinientos jóvenes partimos de la estación ferroviaria de Mar del Plata. El tren era una fiesta. En el viaje no hubo manera de pegar un ojo, ni descansar un instante. Ahí estaban las consignas, las guitarras, los mates, las banderas a medio terminar, algunos vinitos y, sobre todo, una alegría indescriptible.
En el tren, algunos se enamoraban en un vagón, cambiando de opinión en el siguiente. Las miradas cómplices, el deseo al hueso. Al amanecer llegamos a Temperley, donde nos esperaban para trasladarnos hacia la autopista Ricchieri.
Una noche cerrada y relampagueante acompañó a la caravana. Sobre los rieles fabricados en Southampton rodaban los sueños de una progenie que no conocía a Perón. Aún así, la fascinación que despertaba el líder en los jóvenes era comparable a la que generaban los revolucionarios cubanos.
Reunidos en el sur, iniciamos el tramo final hacia el aeropuerto. En este punto cardinal se había congregado la fuerza más numerosa y organizada. La columna se agitaba. Las voces roncas, los reencuentros, los abrazos. La gente asistía en camiones, carros a caballo, bicicletas,autos, chatitas desvencijadas o simplemente a pie.
A las dos de la tarde estábamos a doscientos metros del palco, al pugnábamos por acercarnos. Leonardo Favio solicitó que se bajaran las pancartas y banderas. Fue lo último que escuchamos dicho con algún sentido común. Inmediatamente comenzó el desastre: la percusión de la metralla, los gritos desesperados, correr sin saber hacia dónde, heridos y ambulancias en medio del fuego indiscriminado. Apenas resguardado por unos nogales, Vittorio –el único armado del grupo– intentaba cubrir una dispersa y confusa retirada. Ahí quedó en medio de ese paisaje
siniestro. Luego de horas inciertas lo vi llegar a la zona de micros, cinco kilómetros al sur, donde esperábamos noticias y la posibilidad de reagruparnos para el regreso. Llegó sin aliento, tiritaba. Le faltaba un zapato y tenía la gorra ensangrentada. Había escapado de la muerte. Lo abracé. Estaba pálido. La cara desmandibulada, la expresión lejana. Clavándome los ojos polvorientos y vidriosos dijo:
–¡Qué tiroteo, Luiggi! ¡Qué tiroteo!
II
Vittorio Luca Andreotti Stefanelli fue atleta olímpico en Berlín sin imaginar, por esos tiempos, que se pasaría la vida corriendo. Para empezar, huyendo de las camisas negras que asesinaron a su padre en Génova, en el otoño del cuarenta y tres. Esa noche Vittorio se les esfumó en medio de la reyerta y cruzó a pie la frontera. Tras un tiempo refugiado en Berna llegó a la capital italiana, donde nadie lo conocía. Tomó contacto con la resistencia y comenzó a operar. Se lo nombró segundo jefe militar de la región sur-oriental de Roma. Fue muy conocido entre sus enemigos por ejercer una rara forma de violencia: les apretaba la nariz hasta doblegarlos. Al final de la guerra Vittorio entró a los carabinieri, la policía italiana. El paso de una fuerza irregular a otra oficial provocó su primera crisis: poco iba a durar con el uniforme.
Como última tarea, el teniente Stefanelli fue destacado a un grupo de élite que entrenó tres semanas para una misión confidencial. El comando elegido, integrado por doce hombres, debía cuidar la seguridad de la primera dama argentina, María Eva Duarte de Perón, en viaje oficial por España, Italia, Francia y Portugal.
La Maseratti bordó, descapotable, que llevaba a Evita, inició su marcha en la Piazza del Popolo. Ahí la vio por primera vez. Erguida y bella, muy joven, la primera dama tenía veintiocho años. El cabello claro, recogido, la sonrisa abierta. Los gestos informales y sencillos. Agitaba sus manos como en sombras chinas. Quería llegar a todos. La multitud coreaba su nombre, le arrojaban papelitos y flores de los balcones, se le acercaban,imprudentes.
A medida que el cortejo avanzaba, todo se iba desbordando. Vittorio corría a su lado – era su consigna– y Eva, de vez en cuando, le sonreía, lo tranquilizaba con una mirada dulce, los ojos redondos y marrones, penetrantes. Él
la miraba absorto, tembloroso, encandilado. Tenían la misma edad.
Al llegar al monumento del Rey Vittorio Emanuel, en la Piazza Venecia, la seguridad colapsó. La muchedumbre quería tocarla, como a una santa. Se sucedieron gritos y desmayos. Todo se transformó en una locura, en un verdadero aquelarre. Hacía tiempo que Roma no vivía algo semejante. Ante aquel desmadre Vittorio tomó una decisión: levantó a Evita por la espalda y, abrazándola con fuerza, la llevó en andas los últimos cuarenta metros hasta el edificio central, rescatándola de un final impredecible. Ella, sorprendida, reía durante el insólito trayecto. Aquella risita liviana y nerviosa le hacía rasgos de niña. Vittorio sintió la redondez de su cuerpo, el aliento, la energía de su carisma.
Al llegar al Palazzo y a salvo de la multitud, le extendió la mano a modo de despedida y ella, fuera de todo protocolo, le agradeció dándole un beso en la mejilla. Según el interlocutor de turno, Vittorio aumentaba o disminuía la distancia entre su boca y el sector de la mejilla donde ella había estampado sus labios. Alguna vez llegó a decir que había sentido el beso, lento y firme, en el labio superior. En la extenuante tarea Vittorio se rasgó el uniforme, perdió dos botones, un bolsillo, se fracturó la nariz y se enamoró para siempre.
III
Vittorio no podía dejar de pensar en ella. Desde aquel día la imaginó por todas partes. Creyó verla en todos lados. En la Vía Appia, las tardes de domingo, perseguía las espaldas de algunas romanas, pero al enfrentarlas llegaba la decepción: ninguna se le parecía. Incluso hizo peinar igual a una enamorada que tenía enTrieste, la Triestina, pero tampoco funcionó. Eva se iba transformando en una pesadilla.A fines del 51 tomó la decisión de abandonar
los carabinieri.
Se embarcó en Nápoles. Llevaba una valija con algunas mudas y una sola obsesión: volver a verla. Fueron días y noches de navegación en un mar embravecido, sólo pensando en el reencuentro, en la palabra precisa, en la mirada perfecta. Pasó las fiestas del nuevo año en Buenos Aires, en el Hotel de los Inmigrantes. El dosde enero a las seis de la mañana llegó a la Fundación Evita, en la recova de Paseo Colón. A esa hora la cola de gente cubría varias cuadras, hasta la estación Constitución. Así todos los días. Horas después, llegó a la mesa de entrada. En la nave del edificio lo atendió una de las recepcionistas. La contestación fue breve y tajante: –La compañera Evita hace tiempo que no viene. Disculpe, señor. ¿Quién sigue? Abrumado, sin conocer el idioma, Vittorio le señaló a la empleada más amable una tapa del diario La Repubblica de Roma del año 49. En la instantánea se veía a Evita en brazos del
gigante genovés, vestido con uniforme de gala, que la sostenía en medio de la multitud. La gente empezó a rodearlo, con curiosidad. Murmuraban. En el tumulto le robaron la billetera; Vittorio intentó correr al ladrón, pero no pudo. Se desplomó en el portón de la Fundación que daba a la calle Venezuela y terminó, vaya a saberse por qué razón, detenido en la Central de Policía.
En el cuartel llamaron a la embajada italiana y al final de aquel largo día, el representante peninsular le devolvió la libertad. El viaje al consulado sirvió para hablar de la primera dama.
–La señora de Perón está muy enferma – Le comentó el funcionario, preocupado. – Fue operada. La gente humilde hace cadenas de oración. El pronóstico es reservado-.Avanzada la noche y sin probar bocado, Vittorio regresó al hotel. Una vez más se desveló pensando en ella, como ocurría en los últimos tiempos, desde aquel fatídico día en que el destino, o vaya saber qué, la había puesto delante de sus huesos. Recordaba cada detalle de la vía del Corso, la multitud hechizada por esa muchachita de ojos inquietos que no paraba de sonreír y saludar. Esa reina escabullida entre sus brazos, mito de un país lejano, líder de los pobres y desamparados. Así pasaba el tiempo de su tiempo, trasnochando Evita en continuado.
Al día siguiente la barraca amaneció agitada. El mate cocido acompañaba el sonido de una armónica, que reunía en torno suyo una impensada variedad de inmigrantes. Interrumpiendo la escena, un empleado de la aduana pasó ofreciendo trabajo. Vittorio no dudó.
IV
Los primeros meses Vittorio se afincó en el pozo de un edificio a construir, propiedad de la empresa familiar Miguel Valiante, en la calle Almirante Brown, frente a la cancha de Boca. Organizó su rancho en el galponcito de las herramientas, piso de tierra húmeda, techo corroído de zinc y paredes hechas con maderas de encofrado. De día aprendía el oficio de albañil y de noche trabajaba de sereno en el mismo lugar. El genovés estaba a gusto en el
colorido barrio, rodeado de paisanos y olores que le recordaban al puerto de su infancia. Los domingos trabajaba medio día, y cuando jugaba Boca iba a la cancha. Por la noche, en la vuelta de Rocha, se llegaba a la cantina La
Marchante, donde el Tano Marino estrenara su famosa canzonetta. En esos tiempos aprendió los secretos del asadito de obra, el mate y el puchero. Así pasó el crudo invierno del cincuenta y dos con el improvisado brasero hecho en un balde, que además servía para cargar piedra y cemento. Ahí, en una radio Ranser a válvulas, escuchó la noticia: “Se informa al pueblo de la Nación que a las 20:25 horas del día de la fecha, la compañera Evita pasó a la inmortalidad”. Vittorio lloró solo, y maldijo en el dialecto de su pueblo. Esa noche regresaron los desvelos y las vueltas, como las de aquel buque hacia el mar profundo del destierro. Los sueños lo fueron envolviendo en ese otro sueño, que se repite incansablemente: la mañana en que mataron a Roberto, su padre. Vittorio corriendo por los fondos, entre la metralla y los gritos de la madre. Las zancadas por los techos vecinos, la casa del tío Giuseppino y la de los amigos del barrio. Correr y correr enloquecido por las calles de Génova para llegar, con las últimas fuerzas, a la avenida Octavio II y esconderse en la entrada del subterráneo. Abajo, en la alcantarilla, silencio y oscuridad. Le costaba progresar, el agua dificultaba el movimiento, la humedad complicaba la respiración. Al sentirse a salvo comenzó a buscar a Evita con desesperación. Sintió angustia por ella, quería protegerla. Así continuó hasta casi hundirse, cuando, al finalizar el entubamiento, una luz blanca lo paralizó. Entonces surgió el recuerdo de la vía del Corso… ¿Volvería a verla sobre la Maseratti, como aquel día? Hacia el centro de aquella luz cegadora, insoportable, Evita lo esperaba vestida con una túnica de lino, el pelo relajado y suelto, como una diosa dela mitología griega. Al verlo abrió los brazos para saludarlo, sus ojos tenían una mirada lejana o perfecta. Una mirada irreconocible. Le dijo que estaba tranquila y que no debía preocuparse más por ella. La luz se fue afinando y Evita desapareció para siempre. Se la llevaba la muerte.
Al amanecer, regurgitando aquel espejismo, Vittorio se ensobró en su antiguo uniforme de carabinieri. Puso en la manga izquierda una cinta negra y partió al funeral.
V
La muerte de Eva Perón fue el inicio escalonado de una conspiración que acabó con el gobierno constitucional. Al tomar el poder, los golpistas del 55 iniciaron una cruenta represión, persiguiendo hasta las sombras que parecieran
peronistas.
Hubo vencedores y vencidos. Vittorio no estaba entre los vencedores. Empujado por los acontecimientos políticos y el quimérico recuerdo del amor, se sumó a la resistencia, como en la vieja Roma partisana.
Al final de la década Vittorio trabajaba como albañil en algunas obras del gran Buenos Aires. Apoyó las luchas de los frigoríficos de Berisso y Ensenada, y las de Sarandí. Una conducta demasiado insolente para un inmigrante que maltrataba el idioma, combatía la dictadura y desafiaba a los caciques gremiales.
A medida que lo reconocían como militante, se iba quedando sin trabajo. Cambiaba el peinado, la zona, pero no podía con el italiano que llevaba dentro.
La amistad con el griego Domingo Blajakis, radicalizado dirigente de la resistencia, le complicó más el prontuario. Lo vincularon, sin razón alguna, al grupo que protagonizara el episodio de la confitería Real, en Avellaneda, donde fue asesinado el sindicalista Rosendo García. Después de esos acontecimientos pasó a ser, definitivamente para los Servicios de Informaciones, el Tano Vittorio, sujeto peligroso. Comenzaron a perseguirlo.
A los pocos días de aquella tragedia, una patrulla policial fue a buscarlo a Valentín Alsina. Dos uniformados llegaron en un Jeep Ika, con intenciones de llevarlo a la comisaría segunda de Lanús para un interrogatorio, dijeron, de rutina. El omnipotente oficial, armado con una pistola Ballester Molina, cometió un error fatal: bajar solo. Vittorio lo esperó en el fondo del predio: casi lo deja sin nariz. Terminó el estropicio esposándolo a la cisterna de agua. El chofer, al
escuchar los gritos del jefe y ver al Tano en acción, optó por lo más sabio: abandonó el Jeep y corrió a buscar refuerzos al puente La Noria. La policía no le perdonó esta humillación. Lo buscarían hasta encontrarlo. Decidió, entonces, emigrar de Buenos Aires. Se perdió, algún tiempo, como puestero en un campo, en Dolores.
Luego, definitivamente, Mar del Plata.
A finales de 1972, después de los sucesos de Trelew, la dictadura del general Lanusse caía irremediablemente. En esos meses me invitaron a ver la proyección clandestina de Operación Masacre, la película de Jorge Cedrón sobre
la investigación de Rodolfo Walsh. Lo había traído a Mar del Plata Julio Troxler, sobreviviente de aquellas ejecuciones. La reunión se realizó en un local de la calle Chile, cerca del mercado. Al llegar observé sobre los techos, entre las sombras, las silueta de alguien armado. Sorprendido, tal vez asustado, pregunté a qué se debía. El anfitrión aprovechó para aclararme algunos detalles: –Pueden venir la cana o los fachos… El que está arriba es el Tano Vittorio, una leyenda de la resistencia. Ya lo vas a conocer.
Corrían los tiempos del “Luche y Vuelve”, la Juventud Peronista impulsaba el regreso de Perón y el llamado urgente a elecciones. La propuesta logró una inmediata adhesión de la gente, agobiada por dictaduras y proscripciones.
Vittorio se encargaba de la seguridad en los actos públicos y locales que la fuerza iba reuniendo. Al recrudecer la violencia interna del justicialismo, pasó también a cuidar a los militantes, especialmente a los dirigentes más jóvenes, por los que tenía particular devoción.
En el desquicio de esos años, una vez lo escuché decir: –A mí me nefrega tre carajo Perone e la política, yo estongo aquí por Evita y por los chicu… y a mí que no me toqueno lu chicu… Entonces lo interrumpí y, con algún sarcasmo, le pregunté: –¿Pero a que chicos te referís, Tano: a los derecha o a los de izquierda? –Ma que se cho, Luiggi, fangulo– contestó molesto.
VI
El golpe militar de 1976 nos llenó de muertos, exiliados y desaparecidos. En esas circunstancias costaba enterarse de la suerte corrida por los amigos y compañeros. Había que enhebrar historias, destejerlas lentamente. A veces,
también, esperar que el azar aportara su granito de arena. Según Fernando Pessoa “el camino del mundo esta atiborrado de casualidades”.
Vittorio no fue la excepción. Al regresar al país, recorriendo la provincia de La Pampa, tomé contacto con los familiares de una amiga desaparecida que teníamos en común. En la mismísima frontera de los pueblos originarios, en la línea que delimitó Roca a sangre y fuego, supe algo de él. Alguien contó que los militares lo habían estropeado,
que había estado preso varios años y después se había ido al sur, a empezar de nuevo. Comentaban que había vuelto a las pistas de atletismo para recuperar una pierna casi perdida en la tortura. Decían que había sobrevivido a todo. Luego de aquellas noticias fragmentarias y poco comprobables, continuó el silencio de los años, y la nada.
De vuelta en Mar del Plata, una tarde del 2002, en un bar próximo a la Municipalidad, escuché una conversación entre dos personajes de la política local. Uno de ellos, asesor aggiornado, le comentaba a otro experto en la rapiña
pública, que había visto al Tano Vittorio, “un mito de los setenta y que…”. Al escuchar su nombre y abstrayéndome
del comentario, me arrimé a la mesa. Entonces supe que el gigante genovés había vuelto a la ciudad muy enfermo y que estaba internado en un geriátrico.
El charlatán fue terminante: –No vayas, no te va a conocer, no conoce a nadie. La mañana siguiente amaneció otoñal. A las diez en punto, hora indicada para las visitas, me saqué el sombrero para encontrarme con Vittorio, treinta años después. Estaba demolido. Sus huesos filosos se despeñaban sobre un sillón de madera y paja. Detrás, en la sombra, la pared sostenía una fotocopia amarillenta de aquella tapa de La Repubblica de Roma.
Reconocí los ojos vidriosos de Ezeiza. Al verme, estiró tembloroso la mano y me dijo, como entonces:–¡Qué tiroteo, Luiggi! ¡Qué tiroteo!
Luis Caro